Esta semana se reactivó el debate acerca de la difusión de falsedades en redes sociales a partir de un planteamiento del exfiscal Jorge Díaz sobre el alcance de los llamados “fueros parlamentarios” y luego de una publicación en Twitter de la senadora Graciela Bianchi, que difamó a este medio y a una de sus periodistas. Si nos pareciera que la propuesta de Díaz es la mejor manera de afrontar el problema, sería muy discutible que opináramos al respecto. Como no nos parece que sea la mejor manera, queremos aprovechar la oportunidad para intentar algunos aportes.

No se trata de contraponer los derechos de legisladores y periodistas. Ambas ocupaciones tienen protecciones especiales para que puedan desempeñarse del modo que más le conviene a la ciudadanía, que tiene derechos individuales y colectivos a la representación política y a la información.

Los fueros existen para prevenir presiones indebidas y represalias contra quienes integran, por decisión popular, la institución parlamentaria. Es indispensable para la democracia que estas personas puedan opinar y legislar libremente: por eso se les otorgan garantías extra.

La Constitución dispone que sólo pueden ser acusadas ante un tribunal si la cámara que integran lo autoriza, incluso cuando se las arresta en el momento en que estaban cometiendo un delito (la única circunstancia en que pueden ser arrestadas). Obviamente, esto se aplica a conductas mucho más graves que la difamación.

Para resguardar la independencia de poderes se apuesta a la autorregulación del Parlamento, y aun en ausencia de delitos cada cámara puede amonestar, suspender o destituir a cualquiera de sus integrantes. El problema que nos ocupa no está vinculado a la necesidad de nuevas normas, sino a la de aplicar con libertad responsable las que ya existen.

Las publicaciones difamatorias en redes sociales no están amparadas por la libertad de expresión ni por las garantías de la independencia parlamentaria. Lo que ocurre es que, ante notorias fechorías de irresponsables con fueros, las cámaras han estado omisas en sus deberes de autorregulación.

En el sistema de partidos hay tendencias a tolerar en forma excesiva este tipo de conductas nocivas, no sólo por parte de legisladores sino en general. Quizá esto se deba a que son conductas funcionales –e incluso necesarias– para una manera de hacer política basada en la descalificación y la promoción del odio.

Esa manera de hacer política propicia la formación de bandos en guerra total y permanente, convencidos de muchas mentiras. Tiene consecuencias como el reciente asalto a las sedes de los tres poderes en Brasilia por parte de una turba manipulada, y otras aún más graves.

Para defender la democracia es preciso procesar los delitos y proteger los derechos (en especial los de las personas más vulnerables, que no son parlamentarias ni periodistas). Pero lo crucial es que se desarrollen las capacidades, individuales y colectivas, de identificar a quienes proceden con insensatez o malicia y darles la espalda.