A dos años de la renuncia de Jorge Díaz, último fiscal de Corte designado por el presidente de la República con venia del Senado, el cargo permanece ocupado de manera provisional por el fiscal adjunto en calidad de subrogante. Según información de prensa, los partidos de la coalición de gobierno no se pondrían de acuerdo en la persona a proponer, que debe obtener la venia de una mayoría especial en la Cámara de Senadores que incluya a la oposición. Desde la perspectiva de un país que ranquea con buenos índices de democracia, llama la atención que no se repare en el mensaje institucional que encierra la prolongación de esta situación, así como la forma secretista de negociación en torno a tan importante posición.

Distintos análisis han reconocido la labor del actual titular provisional de la Fiscalía, Juan Gómez, que ha debido navegar no pocas tensiones al administrar situaciones y denuncias cruzadas en un clima de polarización política; no obstante, no parece deseable ni apropiado para el Estado de derecho que un cargo medular para la administración de justicia se encuentre sin su titular, legitimado por la presentación de una propuesta de trabajo que cuente con el respaldo del Poder Legislativo, y desarrollado a través de un procedimiento público y con rendición de cuentas.

La facultad constitucional de designar al fiscal de Corte reside en el presidente de la República, para lo cual requiere adicionalmente la venia de tres quintos de los votos de la Cámara de Senadores. De acuerdo con la Constitución, el mandato de esta autoridad es de diez años (y hasta 70 años cumplidos). Esta obligación de alcanzar una mayoría especial guarda relación con la relevancia del cargo para asegurar una administración de justicia independiente e imparcial, alejada del uso político y partidario.

A 40 años del retorno a la democracia en Uruguay, el proceso de selección del fiscal de Corte –así como de otras altas autoridades de justicia– mantiene un marcado déficit de transparencia, participación social y escrutinio. De hecho, no es extraño escuchar a distintos actores políticos reclamando mantener la reserva y el secreto respecto de los posibles nombres que se manejan, cuando en un Estado democrático de derecho, quienes aspiran a una posición de tanta relevancia institucional deberían estar sometidos a un fuerte escrutinio antes de ser designados.

Como varios expertos lo hicieron explícito durante el seminario “Transparencia, acceso a la justicia y ciudadanía democrática”, organizado por Siembra semanas atrás, de acuerdo a los estándares internacionales en materia de acceso a la justicia, el proceso de selección de altas autoridades en el ámbito judicial debería permitir al público conocer las postulaciones de aquellas personas que asumen tener el perfil requerido, así como participar en el proceso de revisión de méritos y antecedentes.

Con la progresiva adopción por parte de los países de América Latina del proceso penal acusatorio, los fiscales nacionales y fiscales adjuntos ganaron relevancia en el diseño institucional del aparato de justicia, porque son quienes definen criterios de persecución penal, deciden las asignaciones de fiscalías y deben garantizar que habrá una investigación eficaz frente a casos de denuncias de corrupción, ataques a la democracia o violaciones de derechos humanos.

La Fiscalía de Corte requiere un perfil de liderazgo que debe responder a una trayectoria profesional que esté blindada en la mayor medida posible de conflictos de interés, y por supuesto asegurarse de que las candidaturas en carrera no tengan ninguna vinculación con presuntos hechos de corrupción, además de un conocimiento sobresaliente de distintas áreas del derecho y compromiso con los derechos humanos.

Estándares y modelos

Para alcanzar una designación que asegura estos requisitos, los relatores de Naciones Unidas, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y el Consejo de Europa recomiendan establecer reglas mínimas para recibir nominaciones basadas en los méritos y facilitar la postulación de una diversidad de personas de la sociedad, incorporando la equidad de género, representación geográfica, étnica, etcétera.

Otro estándar mínimo es la obligación de publicar las hojas de vida de las postulaciones, así como de contar con un espacio de tiempo para que la sociedad –de manera amplia, incluyendo a la prensa y a organizaciones interesadas– pueda revisar los antecedentes, aportar información y presentar apoyos e incluso objeciones respecto de las y los postulantes. En no pocos casos, además de cumplir con estos parámetros mínimos, se realizan pruebas de conocimiento y entrevistas de perfil.

A 40 años del retorno a la democracia en Uruguay, el proceso de selección del fiscal de Corte –así como de otras altas autoridades de la Justicia– mantiene un marcado déficit de transparencia, participación social y escrutinio.

Por supuesto, no se trata de adoptar una posición políticamente ingenua o desatender las disposiciones constitucionales. Dada la naturaleza de las autoridades que tienen la facultad de designar, siempre habrá un componente político, y en una democracia representativa es de esperar que el Ejecutivo y las mayorías legislativas pretendan inclinar la balanza hacia sus posiciones ideológicas cuando se trata de elegir a las altas autoridades judiciales a llenar durante su mandato.

No obstante, ello no significa apartarse del deber que tienen las autoridades de garantizar una justicia independiente e imparcial, que pueda combatir la impunidad y la corrupción, que no sea utilizada como instrumento político y que ofrezca garantías a víctimas e imputados, en el marco del Estado de derecho.

La pregunta es cómo articular un proceso de este tipo en Uruguay. En otras experiencias comparadas la primera etapa del proceso de selección la llevan a cabo juntas nominadoras o consejos integrados por múltiples partes interesadas, que son reguladas incluso por una ley. Esto permite que representantes del Ejecutivo, la sociedad civil vinculada al aparato de justicia, la academia, e incluso representantes empresariales y sindicales, puedan participar en recibir postulaciones y seleccionar una cantidad de candidaturas que permita al Legislativo realizar un proceso de selección acorde.

La tarea de estas comisiones o juntas es ofrecer la máxima publicidad al proceso, examinar los méritos y, finalmente, confeccionar una lista más corta de candidatos, identificando a quienes cumplan las condiciones mínimas. En muchas leyes también se incluye la obligación de observar la paridad de género en la primera etapa del proceso.

La etapa política también debería estar mediada por la transparencia y el escrutinio reforzado de la ciudadanía, lo que implica llevar a cabo entrevistas públicas a los preseleccionados en el Parlamento y, en el caso de las y los legisladores, conocer el voto y fundamentación de manera individual. Un paso intermedio sería que el propio Legislativo reciba del Ejecutivo una lista de candidaturas y realice un procedimiento abierto y público, con la posibilidad de recibir observaciones y realizar entrevistas a las y los postulantes.

No se trata de generar un procedimiento burocrático, sino de establecer un espacio de colaboración y cooperación entre las partes interesadas, como condición para fortalecer la confianza pública en el sistema de justicia.

Edison Lanza es experto en temas de libertad de expresión y acceso a la información. Fue relator para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Actualmente es director general de Relaciones Internacionales y Gobierno Abierto de la Intendencia de Canelones.