Pasado algo más de un año de la interpelación realizada a los ministros del Interior y de Relaciones Exteriores por parte del senador Mario Bergara, la entrega de un pasaporte al narcotraficante estrella del Cono Sur le sigue generando problemas a todo nivel al presidente de la República.

Este sábado, cuando el presidente arribe al país, como cualquier manual de comunicación en crisis indica, podrá ensayar distintas estrategias explicativas del escándalo. Estas estrategias pueden ir desde la negación y la transferencia de responsabilidades, hasta la confesión o algún tipo de silencio parcial. Todas estas estrategias tienen pros y contras, si la intención es salir indemne de todo esto. Pero en cualquier caso, explicar la profundidad del escándalo no será una tarea fácil, y quitarse responsabilidades, cuando ha insistido sistemáticamente en ser "el primero de la fila", se parecerá más a un intento desesperado de zafar que al de “hacerse cargo”.

Desde una perspectiva política e histórica, la profundidad del problema parecería indicar que estamos ante una crisis política sin precedentes en el pasado reciente. Sin embargo, las posturas adoptadas por los distintos partidos parecen estar hablando más de cómo pararse ante una coalición oficialista que se viene abajo y acomodar el cuerpo en consecuencia del derrumbe, que de afrontar con responsabilidad una serie de hechos de enorme gravedad.

Lo primero a marcar es que en ese debate de distintas narrativas sobre la crisis actual fue quedando a un lado el tema central que nos llevó hasta aquí: la ubicación del crimen organizado regional como otro nodo del mapa político nacional. Se ha corrido tanto el eje central del debate que fue presentada como "normal" la primera explicación gubernativa sobre la gestión del pasaporte a Sebastián Marset, alegando que no “había impedimento legal posible” para negarle un documento de viaje a un ciudadano corriente que estaba en conflicto con la ley, pero en Emiratos Árabes Unidos y no en nuestro país.

Es sorprendente cómo el significante narcotráfico (sería más preciso emplear el término crimen organizado) ingresó al debate de la política uruguaya. Esa puerta se abre a partir de la entrega y aprobación del pasaporte por parte de esferas de un gobierno que dice estar en "combate frontal al narcotráfico". Pero más allá de esa cuestión, luego de la jornada del jueves y de los audios que Carolina Ache brindó a Fiscalía, queda clara la participación directa del asesor del presidente de la República en la gestión del fierro caliente que es la explicación de todo el proceso seguido desde la entrega del pasaporte a la investigación en la cancillería.

La forma en que se dio por válida la interpretación del entonces canciller Francisco Bustillo de que no existía impedimento legal alguno para negarle el pasaporte a Marset, y cómo perduró en el tiempo dicha justificación, habla mucho más de cómo el gobierno resolvió pararse ante el problema que de la forma en la que se posicionó el resto del sistema político. Porque haber traspasado ese límite ya nos alertaba que la profundidad de la incidencia del crimen organizado en la gestión del gobierno era mucho mayor a la que se creía. Casi un año después de haber ocultado información al Parlamento, se continúa reforzando desde las interpretaciones afines al gobierno que la exvicecanciller Carolina Ache debería haber presentado toda la información disponible mucho antes. Hasta la renuncia obligada del canciller Bustillo el jueves, la única integrante del gobierno que se había retirado del Ejecutivo fue precisamente Carolina Ache, y no es posible ocultar que por casi un año esta solitaria renuncia fue un terreno cómodo para la estrategia discursiva del gobierno. Ahora esa comodidad desapareció.

En esta fase de la crisis, nos aproximamos a la operación de separar al asesor presidencial del propio presidente de la República. La cúpula del Ministerio del Interior hoy no superaría con éxito una censura política en el Parlamento, y la propia Justicia determinará eventuales responsabilidades penales de otros funcionarios involucrados. Así que, puestas de esta manera las cosas, son páginas pasadas. Lo que queda por delante es la propia credibilidad de la figura del presidente. Todo esto que sucederá en las próximas horas, todos estos movimientos y desarrollo de argumentos, no nos deberían hacer perder de vista el foco principal del que se debería estar hablando como problema más grave: las eventuales relaciones entre el crimen organizado y la gestión gubernamental. El recuento de hechos en ese sentido no se agota con el tema del pasaporte, pero sí le reserva una importancia superior.

Esta relación ya ha sido planteada como posibilidad entre muy distintos actores políticos, que vale repasar. Desde la preocupación por “una potencial influencia del narcotráfico sobre el sistema de partidos”, como posteó el jueves Conrado Ramos, integrante de este gobierno por el Partido Independiente, a lo que se preguntó el analista político Adolfo Garcé en una entrevista radial el viernes acerca de que “es mucho más importante saber hasta dónde está llegando el narco en este país, el crimen organizado”, y finalizando con lo afirmado por el senador Guido Manini en una entrevista el jueves por la mañana, sobre que si no se aclara esta situación, “da para que todos pensemos que el narcotráfico está permeando en la política”. Algo huele mal en todo esto.

Lo que preocupa es que las instituciones funcionen y las responsabilidades se asuman, a nivel político y no desde el fuero individual de las personas, aunque estas incluyan al propio presidente de la República.

Por eso, una fase posterior de la crisis, más aguda, seguramente se desprenda si el presidente procura eludir todo este escándalo y luego hechos futuros le desmienten o ponen en entredicho sus respuestas al llegar a Uruguay. La precaución y no la furia debería ser la consejera exclusiva del presidente.

Todo esto enmarca además las respuestas que aún sigue procurando el Frente Amplio como único partido de oposición, y los pasos a seguir por la fuerza política. Son cinco aspectos principales a los que se vuelve necesario prestar mayor atención.

En primer lugar, la crisis que atraviesa el gobierno no debería hacer perder de vista que la andanada de hechos de dudosa legalidad que se vienen conociendo requieren de mensajes muy precisos hacia la ciudadanía. Dichos mensajes deben ser claros para evitar las confusiones y discusiones terminológicas. Una crisis es institucional al involucrar ámbitos que son propios de la organización de un Estado de derecho, como la Justicia, la institución presidencial, el Parlamento, la cancillería y el ministerio encargado del orden interno. Pero la gravedad de lo que se conoce hasta ahora no se limita sólo a estas instituciones públicas y sus relacionamientos recíprocos, sino que la confianza en la investidura presidencial y la imagen de la política -entre otros, del propio presidente- se ven severamente impactadas en caso de que todo este asunto no se aclare de forma convincente. Estas “instituciones blandas” también deberían ser foco de la atención y de reparación simbólica, y no se trata de un problema del que la oposición política del país pueda quedar por fuera.

En segundo lugar, nadie está queriendo impulsar ningún tipo de estrategia destituyente. En el contexto actual de aislamiento del presidente, poner algo de estas características arriba de la mesa sería un grave error, porque se correría el eje de la discusión nuevamente de lo sucedido en torno al pasaporte a Marset -ya de por sí grave- hacia una defensa de la figura presidencial ubicada como víctima de vaya a saber qué situación extemporánea. Todo esto a 11 meses de elecciones nacionales, lejos de resolver el problema, entorpecería el camino para llegar al fondo del asunto principal y que más nos interesa, que es conocer la estrategia del crimen organizado hacia la política.

En ese sentido, y en tercer lugar, es necesario determinar con la mayor precisión posible la profundidad del problema, la eventual infiltración del crimen organizado en ámbitos del poder institucional. Porque la pregunta a ser develada consiste en saber si esto constituye un hecho puntual y aislado, o si por el contrario, es parte de una planificación mayor. De hecho, cuesta creer que sea un hecho aislado teniendo en cuenta que ejemplos de países relativamente “estables” que cayeron en problemas de deterioro institucional y de seguridad agudos vinculados al crimen organizado y su intromisión en la política no son lejanos en la región ni en el tiempo.

En cuarto lugar, la definición del foco temporal es relevante, y problemas de estas características no se pueden circunscribir a pensar tan sólo un año para adelante o para atrás. De hecho parece razonable asumir que se requiere un compromiso real en robustecer la institucionalidad de la Justicia y el Ministerio Público, como un área clave para una posible futura gestión frenteamplista. Porque sólo un gobierno que quiere debilitar la Justicia deja sin recursos materiales y humanos a instituciones tan importantes para el derecho pleno y para el fortalecimiento de la democracia y la República como lo hizo el actual. Esto hay que verlo más allá de lo electoral, poniendo interés y preocupación por una institucionalidad de rendición de cuentas sólida y respetada por todos los actores del sistema político. Hoy por hoy, sólo un dirigente político está pensando en las elecciones del 2029: Luis Lacalle Pou. Su aislamiento político del problema actual deberá ser aclarado particularmente. Por eso es importante que los propios mensajes del presidente sean claros en cuánto a cuáles serán las medidas concretas para que todo esto no se vuelva a repetir. Ya no tiene el menor sentido entreverar el engaño y la confianza personal con el funcionamiento serio de las instituciones de la República: a nadie le importará si se siente traicionado, defraudado o triste. Lo que preocupa es que las instituciones funcionen y las responsabilidades se asuman, a nivel político y no desde el fuero individual de las personas, aunque estas incluyan al propio presidente de la República.

El quinto aspecto y último radica en dejar bien claras las reglas del juego en materia de financiamiento de la política. Hoy no es precisamente el Frente Amplio quien está procurando que “todo siga como está” en materia de financiamiento de los partidos políticos, y mantiene una expectativa cierta en que se pueda aprobar un marco que les dé garantías a todos pero sobre todo transparencia ante los ojos de la ciudadanía. Esas garantías pueden llegar a tiempo para que se fortalezca la institucionalidad electoral y de rendición de cuentas de los partidos ante el próximo ciclo electoral. También es cierto que por más que se hagan todos los esfuerzos, si el partido mayoritario del oficialismo no participa del proceso de negociación -que es el partido del presidente- arribar a un acuerdo resultará muy difícil. Sería bueno que ante todas estas dimensiones de problemas, todos demuestren compromiso y responsabilidad republicana para dejar planteado un cerco sanitario que proteja la democracia. Y el mayor responsable siempre será el mayor responsable.

Sebastián Valdomir es sociólogo y diputado del Frente Amplio.