La contribución de las izquierdas para la forja de un futuro colectivo mejor, y su propia vigencia, dependerán grandemente de cómo encaren tres cuestiones interconectadas: la democracia, la igualdad y la sustentabilidad.
La democracia
Nuestra región y el mundo viven un auge del autoritarismo. En Brasil, por ejemplo, ha estado en riesgo la democracia representativa multipartidista. Cuando un régimen de ese tipo se deteriora, los derechos y las libertades de la gente retroceden, muchos sufrimientos se multiplican, se hace mucho más difícil luchar por el progreso social; al respecto, las experiencias de dictaduras como la uruguaya son concluyentes. Hay que defender la democracia representativa.
Eso no supone ignorar sus defectos, a menudo muy grandes, sino todo lo contrario. Hay que trabajar siempre por superar las carencias e injusticias de toda democracia representativa realmente existente, por ejemplo las desigualdades económicas y las diferencias de influencia política entre sectores privilegiados y sectores postergados.
La democracia, en tanto poder del pueblo, es siempre frágil e incompleta; defenderla y profundizarla tienen que ir de la mano. Llamemos democratización a esa doble tarea: se trata de disminuir las asimetrías de poder, de defender y expandir derechos y libertades, para mejorar las condiciones de vida de toda la gente, priorizando a la más postergada. Más allá de intenciones, las izquierdas fracasan cuando cae la calidad de vida colectiva. Grandes ejemplos de actores democratizadores son el movimiento obrero y el feminismo.
Lo dicho sugiere una estrategia: hay que combinar las más amplias alianzas en defensa de la democracia con los más variados movimientos sociales democratizadores, en lo que tiene que ver con la producción, los ingresos, el género y otras fuentes de poder. El arte de la política de izquierdas pasa por lograr esa combinación difícil.
La igualdad
Democratizar implica disminuir la desigualdad. Reivindicar la igualdad define a las izquierdas y las lleva a luchar en muchos terrenos, pues múltiples son las formas y las fuentes de la desigualdad. Una lección que viene de la mejor historia dice que el protagonismo en el enfrentamiento a la desigualdad corresponde a los sectores postergados; tanto el movimiento obrero como el feminismo así lo demuestran.
La desigualdad económica se ha agravado, durante las últimas décadas, en prácticamente todas las regiones del mundo. Una de sus causas radica en el creciente papel del conocimiento como factor de poder. ¿Cuánto incide el acceso a la educación superior en las desigualdades de ingresos entre personas y grupos sociales? ¿Cuánto inciden las diferencias entre países en materia de ciencia y tecnología en las condiciones materiales de vida de sus habitantes?
La lejanía entre los actores populares y el conocimiento avanzado plantea un problema mayor. Por ejemplo: ¿cómo pueden ser protagonistas los sindicatos, las cooperativas y otros movimientos sociales en la producción de bienes y servicios cuando la educación terciaria, la ciencia y la tecnología son claves de poder productivo? Hay, sin embargo, ejemplos alentadores, como lo muestra el carácter propositivo del movimiento de usuarios de la salud estudiado por Pablo Anzalone.
En cualquier caso, la democratización pasa por la democratización del conocimiento. Si no la impulsa la izquierda, nadie lo hará. Implica ampliar el espacio que en la investigación científica y tecnológica ocupan las prioridades sociales, como lo hicieron al más alto nivel las universidades públicas latinoamericanas durante la pandemia, con un reconocimiento ciudadano inédito que abre caminos de futuro para superar la lejanía entre actores populares y conocimiento avanzado. Para avanzar en esa dirección, hace falta una transformación de la educación que vincule trabajo digno con acceso a la educación terciaria para todas y todos. Supone volver a levantar una de las más justas y propiamente revolucionarias consignas de las izquierdas: superar la divisoria entre trabajo manual y trabajo intelectual.
La sustentabilidad
Democratizar debe significar mejorar la calidad de vida colectiva, ante todo de los sectores postergados. Ese propósito choca hoy con la degradación ambiental y climática.
Aquí se plantea una tensión decisiva entre, por un lado, el crecimiento económico en las formas predominantes y, por otro lado, la sustentabilidad con todas sus urgencias. Lo segundo es incompatible con lo primero. Pero casi todos los gobiernos tienden a privilegiar lo primero sobre lo segundo, pues del crecimiento económico dependen su margen de maniobra, su legitimidad y aun su supervivencia. El producto interno bruto (PIB) es un indicador pobre del crecimiento y peor del progreso. Pero, cuando cae, la desocupación tiende a subir y bajan los recursos disponibles para políticas sociales. ¿Qué hacer?
Parecería inviable impulsar la sustentabilidad sin cambios culturales, políticos y productivos. Frente al predominio ideológico del individualismo consumista, habrá que impulsar una cultura colectiva de la frugalidad; por supuesto, no se trata de predicarla a quienes menos tienen, sino a los que tenemos más. Las medidas protectoras del ambiente son indeseables y frecuentemente poco viables si hacen caer el nivel de vida de los de abajo, por ejemplo cuando se limitan a gravar los combustibles fósiles; las políticas para la sustentabilidad tienen que incluir la redistribución de la riqueza.
Pero es de temer que lo anotado no alcance. Además hace falta producir mejores bienes y servicios, más orientados a prioridades sociales, usando menos recursos naturales y protegiendo más el ambiente; eso requiere productores cada vez más capacitados, o sea, transformación de la educación; requiere también más investigación e innovación, orientadas a la inclusión social y la sustentabilidad ambiental. Vale decir, la democratización del conocimiento aparece como una de las herramientas necesarias para construir sustentabilidad.
Segunda oportunidad en Uruguay y América Latina
El “ciclo progresista”, que tuvo su auge en la región a comienzos de siglo, incluyó logros importantes, particularmente en Uruguay. Pero, en conjunto, avanzó poco en la democratización del conocimiento. Y la insustentabilidad ha seguido agravándose. Por cierto, en los países que vivieron luego un retorno del neoliberalismo, las dificultades sociales y ambientales se multiplicaron seriamente. Durante los últimos tiempos, las victorias de las izquierdas en las elecciones presidenciales de Chile y Colombia, así como el reciente triunfo de Lula en Brasil, llevan a suponer que el progresismo latinoamericano puede estar ingresando en un nuevo ciclo de avances. ¿Será esta una segunda oportunidad para la democratización transformadora? Lo que está pasando en los tres países mencionados ofrece elementos significativos para encarar tamaña pregunta.
En Brasil la democracia está en cuestión. Se ha conformado una alianza política amplia para su defensa. Profundizarla parece bastante más difícil. ¿Cómo sintonizarán actores y propuestas varias? Una segunda etapa de gobierno de las izquierdas tendrá que promover un papel mucho más activo de los sectores postergados en el enfrentamiento a la desigualdad. Si esos sectores son más bien pasivos receptores de los beneficios estatales, aun gobiernos reaccionarios como el de Bolsonaro pueden obtener por esa vía apoyos importantes. Y, en cualquier caso, de esa manera se avanza más bien poco hacia más igualdad.
En Chile, la gran desigualdad se convirtió en estímulo mayor para la transformación, con el protagonismo de varios movimientos sociales que abrieron una etapa nueva en la historia del país. Pero, como lo puso en evidencia el proceso constituyente, la articulación política de las izquierdas es débil y también su sintonía con diversos actores colectivos. En cualquier caso, una joven generación militante emergió para desafiar lo que parecía un orden consolidado; reivindica un cambio en profundidad, afirma con vigor los derechos humanos y la vigencia de la democracia. Entre muchos problemas, la imprescindible articulación progresista tendrá que abrir un camino hacia la sustentabilidad en un país donde la contaminación es tan grave que cinco lugares son conocidos como “zonas de sacrificio” por las condiciones en que viven y trabajan sus habitantes.
La contribución de las izquierdas para la forja de un futuro colectivo mejor, y su propia vigencia, dependerán grandemente de cómo encaren tres cuestiones interconectadas: la democracia, la igualdad y la sustentabilidad.
En Colombia, para afrontar la desigualdad y la insustentabilidad, el nuevo gobierno se plantea avanzar hacia un nuevo modo de desarrollo productivo, que vaya disminuyendo el papel de los combustibles fósiles y del “extractivismo” en general, a la vez que se apoya cada vez más en el conocimiento. Esa transformación profunda y difícil es imprescindible para mejorar la situación social y ambiental de los sectores postergados, los “nadies” organizados, cuya revuelta motorizó el cambio político. Sin avanzar en esa dirección, pueden multiplicarse los desencuentros entre ambientalismos y políticas económicas. En las circunstancias más difíciles, el primer gobierno de izquierdas en la historia del país levanta un proyecto ambicioso e integral.
Se observa que, desde abajo, confluyen movimientos feministas y ambientalistas, e incluso indigenistas y afrodescendientes. Sin duda, quizás en ninguna parte esa confluencia es, militante y simbólicamente, más fuerte que en Colombia. Las reivindicaciones pueden sumarse, pero eso no garantiza que un gobierno progresista pueda articular soluciones para todos los casos, por ejemplo, brindando posibilidades de trabajo digno y sustentable a los diversos sectores desfavorecidos. Las izquierdas opositoras suelen sintonizar con el movimiento ambientalista, pero frecuentemente dejan de hacerlo cuando llegan a gobernar, sobre todo en países tan dependientes como los nuestros de la producción primario exportadora de carácter extractivista.
Lo principal es la responsabilidad ecológica, que justifica los impuestos, la regulación y la penalización de los empresarios contaminantes, pero temo que no alcanza. En una de las “zonas de sacrificio” de Chile los trabajadores fueron al conflicto contra el gobierno que cerró una planta (estatal) altamente contaminante... porque no tienen otra fuente de empleo. Conjugar inclusión y sustentabilidad exige transformar la economía. Apostar para ello al reciclaje y a la producción orgánica es necesario, pero no suficiente: hace falta también incorporar cada vez más conocimiento y altas calificaciones a toda la producción de bienes y servicios socialmente valiosos.
Se observa que priorizar a la primera infancia y a los cuidados en general es clave para reducir la desigualdad, a la que no “abatiremos depositando más conocimientos en los estratos altos”. Por supuesto: la democratización del conocimiento es lo contrario de su concentración en los estratos privilegiados y a su servicio. Pasa por multiplicar los esfuerzos para que, ante todo en la primera infancia pero también a lo largo de la vida entera, nadie quede a la vera del camino de la educación. Pasa porque la gente que se dedica a los cuidados pueda hacerlo con remuneración adecuada, a la vez que se capacita a niveles cada vez más avanzados; sospecho que aquí podría construirse una de las más fecundas combinaciones de trabajo y educación.
Se dice que el ciclo progresista fue tímido por comparación con etapas de avance como las de los años 50. Por un lado, relativizaría esa afirmación, sobre todo respecto de Uruguay, donde el progreso durante la etapa de gobierno del Frente Amplio no desmerece respecto de los mejores momentos del batllismo, por ejemplo en lo que hace a “la nueva agenda de derechos” y también a otros derechos, como los del trabajo doméstico o rural. Por otro lado, subrayaría la mutación que ha experimentado el capitalismo en general, ayer basado en la industria y hoy en el conocimiento científico y tecnológico de punta; tal mutación ha debilitado la gravitación de los trabajadores y ha agravado la dependencia de los gobiernos progresistas respecto del gran capital que controla ese conocimiento. Para ir más allá, hay que pelear también en ese terreno.
Al respecto, es promisoria la incipiente colaboración en Uruguay del sindicalismo, investigadores organizados, docentes universitarios y estudiantes de posgrado, a la que han adherido varias instituciones académicas. Reivindican con toda justicia una mayor atención presupuestal a la ciencia y la tecnología. Ojalá pronto reivindiquen también mayores posibilidades para que ambas manifiesten su compromiso social, como lo hicieron durante la pandemia. ¿No podría el próximo gobierno progresista crear, en varios ministerios, entes e intendencias, oficinas dedicadas a que la investigación y la innovación que se hacen en el país contribuyan a su mejor desempeño? Habría más oportunidades para trabajar en investigación, más reconocimiento social a su valor, más posibilidades de producir en formas inclusivas y sustentables. Y además la ciencia tendría más espacio para florecer como una manifestación de la cultura, cuyas afinidades con las artes y las letras son mayores de lo habitualmente supuesto.
Entre otras observaciones que no soy capaz de tratar siquiera sumariamente, se afirma que las izquierdas tienen que repensar su concepción del poder, vinculándola con el modo de producción de subjetividad, atendiendo a diversas fuentes de la dominación como la clase, la raza, el género… y otras. Históricamente, la izquierda argumentó con razón que la propiedad es una gran fuente de poder; pero no es la única, ni siquiera en el ámbito de la economía, y las asimetrías de poder no desaparecen por suprimir la propiedad privada. Hay que estudiar, de manera sistemática y plural, toda esta cuestión. Sin estudiar el poder, ¿cómo democratizar?
En el mundo, a fines del siglo pasado, se afirmó el dominio global del capitalismo neoliberal apoyado en el conocimiento de punta. Las perspectivas transformadoras de izquierdas se diluyeron. Pero una gran transformación ya está en curso, marcada ante todo por la degradación ecológica y con muy malas perspectivas. Las derechas neoliberales son responsables principales de este proceso penoso; las derechas autoritarias lo agravarán. ¿Podrán las izquierdas encontrar nuevos rumbos transformadores orientados a la sustentabilidad y la igualdad?
En Uruguay, la militancia del movimiento popular ha abierto, durante el enfrentamiento a la ley de urgente consideración (LUC), nuevas posibilidades para navegar hacia la segunda oportunidad del progresismo latinoamericano. Nuestro barco necesita, además del fuerte casco militante con que ya cuenta, una cubierta que le haga lugar a cada vez más gente y una quilla programática que permita mantener entre las olas el rumbo hacia nuevas transformaciones democratizadoras. Se trata de combinar ideas renovadas, militancia organizada y articulación política: quilla, casco y cubierta.
Rodrigo Arocena es doctor en Matemática y en Estudios del Desarrollo; fue rector de la Universidad de la República. Este artículo forma parte de una serie que publicará la diaria basada en las exposiciones de los autores en el ciclo Café + Ideas, un conjunto de conversatorios presenciales en el bar Mitre que apunta a una nueva modalidad de diálogos. Debatiendo sobre temas priorizados a partir de una exposición provocativa, se buscó promover el intercambio en profundidad entre diferentes miradas dentro del mundo progresista en un contexto internacional y nacional que genera muchos desafíos ante la incertidumbre.