El oficialismo vive atormentado, desde hace casi cinco meses, por las repercusiones de la detención de quien era jefe de la seguridad presidencial. Tras su condena esta semana, mediante un acuerdo abreviado con la fiscal Gabriela Fossati, se hacen intensos esfuerzos, especialmente desde el Partido Nacional, para dar por terminado el asunto y construir un relato que lo minimice.

En ese relato, los delitos de Alejandro Astesiano no fueron tantos ni tan graves, se cometieron sin que el presidente de la República y su entorno más cercano tuvieran el menor indicio de lo que ocurría, el Frente Amplio y “uno o dos” medios de comunicación afines a él llevaron adelante una campaña insidiosa y falaz para perjudicar al gobierno, la única responsabilidad de Luis Lacalle Pou fue haber confiado en alguien que lo traicionó, y ahora hay que ocuparse de los temas realmente importantes para el país.

Esto le conviene a los intereses partidarios y electorales del oficialismo, pero no al país. Es un error inadmisible medir la importancia del caso sólo en función de cuánto ha perjudicado la imagen presidencial, o de la medida en que ese impacto pueda revertirse.

Lo que pasó durante algo más de dos años y medio fue, entre otras cosas, que se manejó ilegalmente información del Ministerio del Interior, a la que sólo corresponde acceder para la investigación de delitos y con estrictas garantías de reserva. Ese uso indebido se realizó en algunas ocasiones por intereses económicos particulares y en otras con intención de espionaje por motivos políticos e ideológicos. De ello hay evidencia indudable, con independencia de lo que la fiscal Gabriela Fossati decida considerar relevante a los efectos penales.

No lo hizo Astesiano solo, ni sólo Astesiano: la información recuperada de su celular registra parte de una red en la que se traficaban información e influencias, con conocimiento y participación de altos jerarcas policiales, de otros integrantes de la custodia presidencial y de muchas personas ajenas al Estado, a las que se les ofrecían servicios ilegales o que los pedían, enteradas de lo que se podía obtener llamando a ese celular.

Todo lo antedicho enciende alarmas estruendosas, porque revela la facilidad con que se pudieron cometer delitos desde instalaciones de Presidencia, así como niveles pavorosos de desprecio por la legalidad, no de una sola persona indigna de su cargo, sino de muchas, entre las que Astesiano no era la más encumbrada.

Esto nos lleva a las responsabilidades políticas, que no constituyen delitos, pero tampoco se pueden soslayar a la ligera. Tanto Astesiano como varios otros funcionarios, que conocían sus fechorías o participaban en ellas, fueron elegidos para desempeñar tareas de alta responsabilidad, no en países lejanos sino a la vista de sus superiores. Aun si aceptáramos que nadie se dio cuenta de lo que hacían, esto debería tener alguna consecuencia.

El daño a la confianza en las instituciones es vasto, y resultará peor si, al cabo del proceso judicial, caben dudas de que haya sido riguroso y exhaustivo, o de que se haya detenido a las puertas del poder.