El conflicto entre la dirección de Secundaria y los estudiantes y docentes del Instituto Alfredo Vázquez Acevedo (IAVA) se ubica sobre todo en el terreno de lo simbólico, y eso explica su amplia repercusión social y política.
Si no ubicamos la cuestión en ese contexto, parece que hubo un paro nacional de profesores, dos consecutivas ocupaciones con desalojo del IAVA, una amplia cobertura mediática y durísimos debates en redes sociales a raíz de una puja por el uso de una pequeña superficie de ese liceo.
Parece también que el problema de fondo fuera que un ascensor no funciona desde hace cuatro años, porque no se ha podido remplazar una pieza antigua y tampoco se remplaza el ascensor, debido a una interpretación llamativa de lo que implica preservar el patrimonio histórico. El IAVA no es un museo sino un liceo en uso, que, por cierto, se ha dejado venir abajo en aspectos estructurales, mucho más graves que las pintadas en las paredes del salón estudiantil.
Para las autoridades oficialistas, la disputa simbólica expresa su necesidad de imponerse sobre un gremio estudiantil con fuerte perfil propio, quitándole un espacio muy preciado. Para este gremio y el sindicato docente, la disputa es un hito en el intento de “disciplinarlos”. El director del IAVA apostó al diálogo y se negó a subordinar su rol pedagógico a la voluntad de escarmiento de Secundaria. En eso consistió su “insubordinación”.
El portavoz del gremio estudiantil –un adolescente con niveles destacables de serenidad e inteligencia– es víctima de un alud de odio, que hace hincapié en aspectos superficiales, pero que se debe obviamente a las ideas que expresa. Esto lo convierte, para otra parte del país, en un símbolo de la resistencia al autoritarismo, con el condimento adicional de que su juventud y sus códigos generacionales se contraponen a la vejez, cronológica y mental, de quienes echan mano a normas dictatoriales para reivindicar el “principio de autoridad”.
Este conflicto fue provocado por quienes creen imprescindible instalar en la educación pública un mando vertical que represente a la orientación partidaria gobernante. Es la misma creencia liberticida que inspiró el proyecto de ley de educación presentado hace más de medio siglo por Julio María Sanguinetti, cuando era ministro de Juan María Bordaberry, una norma que la dictadura no necesitó derogar, porque era muy funcional a sus propósitos.
Un hilo conductor ideológico vincula aquella ley con la sustitución en 2020, mediante la ley de urgente consideración, de los consejos de cada rama, que tenían representación de los docentes, por direcciones unipersonales como la que ejerce Jenifer Cherro en Secundaria, con un estilo particularmente autoritario y persecutorio.
La experiencia dice que cuando predomina esta concepción los conflictos abundan y los problemas específicos de la educación se resuelven poco y mal. Es un lastre que hay que quitarle a la educación pública cada vez que reaparece, porque le impide avanzar en sus auténticos cometidos y la vuelve un escenario más de pujas partidarias, en perjuicio del alumnado y del conjunto de la sociedad.