En las últimas semanas se viene hablando con insistencia sobre la violencia en los centros educativos. Autoridades de la enseñanza, especialistas sobre el tema, académicos e investigadores han expuesto diferentes abordajes sobre un tema que preocupa a la sociedad uruguaya y a mí en particular, ya que fui docente en enseñanza secundaria durante muchos años. En los discursos sobre este tema no he encontrado ninguna referencia a experiencias pedagógicas de convivencia implementadas en muchos centros educativos. Ni se las describe ni se las critica. Simplemente se ignoran y, de este modo, las voces de los docentes permanecen invisibilizadas, a pesar de haber sido escritas y publicadas.
Al referirme a las experiencias pedagógicas tomo en cuenta aquellas que no muestran lo evidente, que reconstruyen la memoria, que recuperan lo subjetivamente valioso, así como el sentido de lo vivido. En El saber de la experiencia, Alliaud y Suárez plantean que una experiencia pedagógica es aquella que vuelve sobre sí misma para pensarla, reconstruirla y comunicarla por escrito. Pensar la experiencia significa preguntarse qué ha hecho esa experiencia en los otros y en nosotros.
Se soslaya el saber de la experiencia, así como el saber pedagógico cuyo corazón está situado en el centro mismo de la experiencia. Ese saber pedagógico tiene el acento puesto en la memoria, en las huellas del pasado y del presente, en lo subjetivo, en las vivencias y en la búsqueda de sentido de lo vivido.
Del mismo modo, se ignora el saber de la experiencia como una dimensión fundamental para la implementación de proyectos de convivencia en los centros educativos. La experiencia no es considerada fuente de conocimiento, pues se la identifica con sensaciones, pasiones, intuición. Se soslaya el saber de la experiencia, así como el saber pedagógico cuyo corazón está situado en el centro mismo de la experiencia. Ese saber pedagógico tiene el acento puesto en la memoria, en las huellas del pasado y del presente, en lo subjetivo, en las vivencias y en la búsqueda de sentido de lo vivido.
Hablemos de traiciones
En el título de este artículo defino mi relato como “un relato (im)pertinente”, tomando ese término del libro Traduttore, traditore. La cuestión de la (im)pertinencia del análisis académico sobre los relatos docentes, de Núñez Rojas. Asimismo, tomo del título el concepto de traductor, traidor. A mi entender, las comunidades educativas han soportado una doble traición.
Primera traición: la de aquellos académicos que se colocan en un lugar de superioridad y producen un conocimiento que debe ser aplicado por los y las docentes. En el prólogo de Traduttore, traditore, Pérez de Lara cuestiona el concepto de una academia productora de conocimiento que vuelve “sobre” la escuela, desde arriba, para ser aplicado por los docentes en la práctica. Este posicionamiento inhabilita el derecho político y epistemológico de los docentes de hablar y escribir sobre educación. No se trata de aplicar la teoría a la práctica, sino que se trata de hacer algo con sentido en el espacio educativo que me mueva a mí y a mis alumnos. Esto no implica el abandono del pensamiento pedagógico que se ha ido construyendo desde la teorización y desde las investigaciones. Se trata de adoptar una nueva mirada que permita ver más allá de ese legado pedagógico, pues su función no es resolver lo que sucede en la práctica, sino generar puntos de referencia que nos ayuden a ver de otro modo algunas de las cuestiones que acontecen en la realidad educativa.
Segunda traición: la de los decisores de políticas educativas. Las líneas de acción definidas en la actualidad para abordar el problema de la violencia tienen que ver con el afuera de los centros educativos y con un adentro en el que se pone el acento en la salud mental de los adolescentes. Una mayor presencia policial en los alrededores de los centros, una judicialización y el envío a la Fiscalía de los casos de violencia, el responsabilizar a las familias en lo referente al problema de la violencia y al uso de las redes sociales son algunos ejemplos. Estas propuestas estigmatizan y judicializan a los adolescentes que circulan en los centros educativos y fuera de ellos, e ignoran la responsabilidad que tiene el centro educativo para generar espacios de convivencia y participación dentro del liceo. El artículo 41 de la Ley General de Educación es muy claro en ese sentido: “El centro educativo de cualquier nivel o modalidad será un espacio de aprendizaje, de socialización, de construcción colectiva del conocimiento, de integración y convivencia social y cívica, de respeto y promoción de los derechos humanos”. Por su parte, sostiene que el proceso de “formulación, seguimiento y evaluación” del proyecto educativo “contará con la participación de los docentes del centro y se promoverá la participación de funcionarios, padres y estudiantes”.
Otra de las líneas propuestas es la contratación de psicólogos. El paradigma que subyace detrás de esta línea de acción es la patologización de los adolescentes que implica la inclusión de un fenómeno normal en la categoría de enfermedad. En 2021, en una ponencia titulada Medicalización y patologización, Cristóforo planteó que son los adultos quienes incluyen en esa categoría fenómenos o conductas que son expresión de fenómenos familiares o sociales, o simplemente expresión de subjetividades de la época. No pretendo desconocer los problemas de salud mental de buena parte de nuestros adolescentes que se agudizaron durante la pandemia. Lo que trato es de problematizar el tema y destaco la importancia de hacer un abordaje desde un proyecto educativo que incluya la promoción de la salud integral trabajando junto con los docentes, estudiantes, padres y funcionarios promoviendo espacios de participación y convivencia. Del mismo modo, no se trata sólo de “hacer una serie de charlas con muy destacados psicólogos”, como plantearon las autoridades, sino de implementar espacios educativos con la participación de todos los actores de la comunidad educativa, para trabajar otras formas de sociabilidad que no pueden ser aprehendidas por medio de un texto o de una charla, sino mediante actividades integradas a la práctica escolar cotidiana, como lo plantean Nilia Viscardi y Nicolás Alonso en su libro Gramática de la convivencia.
Implementemos espacios de convivencia y participación: una experiencia pedagógica en un contexto de vulnerabilidad
Al relatar esta experiencia colectiva pretendo visibilizar un trabajo de entrega, compromiso y alto nivel profesional de los docentes que participaron en la experiencia, ya que se ha ignorado sistemáticamente su voz. Del mismo modo que Carlos Skliar en su libro Pedagogía de las diferencias, entiendo que no se trata de dar voz a los docentes, sino de escucharla donde ellos ya hablan. Trabajar en un centro educativo “en los márgenes”, atravesado por la pobreza y la estigmatización, no fue una tarea sencilla.
En su libro Escuelas y pobreza: entre el desasosiego y la obstinación , Redondo y Thisted hacen referencia a las “escuelas en los márgenes”. Tratábamos diariamente con situaciones que Viscardi y Alonso definen como incivilidades. Se trata de palabras hirientes, interpelaciones, humillaciones y pequeños robos. A estas incivilidades se sumaban las peleas diarias entre alumnos, en las afueras del centro educativo y dentro de él, y la destrucción constante de materiales y del local. Para abordar estos problemas solicitamos a las autoridades del entonces Consejo de Educación Secundaria una serie de apoyos. Logramos algunos: la presencia de un funcionario policial en la puerta del centro educativo, un móvil policial que concurría en forma esporádica, y la designación de una psicóloga. A pesar de estas medidas, seguíamos en una espiral de peleas a la entrada y salida del horario escolar. Toda nuestra energía estaba puesta en la lectura de la teoría que luego aplicaríamos a nuestra práctica docente y en la búsqueda de la mejor estrategia didáctica que nos permitiera generar un mínimo clima de trabajo para desarrollar procesos de enseñanza y de aprendizaje.
Estas acciones no fueron exitosas. La frustración y el desánimo se instalaron en las reuniones semanales de los espacios de coordinación. Como consecuencia del vínculo que habíamos establecido en el barrio, con el Programa de Adolescentes de la policlínica de la Intendencia de Montevideo recibimos la invitación para participar en el Proyecto Comunidad de Aprendizaje.
En el trabajo de 2006 Comunidad de Aprendizaje, sistematización del proyecto Montevideo se planteaban varios objetivos. Uno de ellos era mejorar el clima y la cultura de convivencia en los centros educativos con las familias, en el barrio, la comunidad y las organizaciones e instituciones de la zona. Comenzamos a trabajar con un equipo psicosocial integrado por un psicólogo, una asistente social y un recreador. Trabajamos durante un año con este equipo en varias líneas de acción que luego fueron paulatinamente incorporadas al proyecto educativo del centro:
Una línea artística que recogió el interés de alumnos y padres por el carnaval. Se realizó una convocatoria a los alumnos del centro educativo y a adolescentes del barrio para integrar una murga. Se formó la murga Renacer y ella pasó a ser la tarjeta de presentación del centro educativo. Al mismo tiempo, los docentes implementamos proyectos interdisciplinarios con la temática del carnaval.
Una línea recreativa. Se incorporaron técnicas de recreación en muchos proyectos pedagógicos.
Salidas didácticas. El aula se trasladaba a diferentes lugares: el Jardín Botánico y la Ciudad Vieja, entre otros.
Promoción de la salud integral. La ayudante preparadora, profesora de Biología, trabajó el tema en forma transversal con los docentes y con especialistas de la salud.
Talleres con las familias sobre temas de su interés, que eran coordinados por los docentes y la psicóloga.
Talleres con docentes sobre temas de nuestro interés, coordinados por el colectivo docente y la psicóloga.
Campamentos. Se realizaban a fin de año con grupos del mismo nivel y turno. En la organización participábamos los docentes y las familias
Continuemos dialogando
La implementación del proyecto educativo del centro implicó un enorme trabajo de organización y flexibilización de los espacios y tiempos del centro educativo. Por otra parte, hubo una profunda revisión de nuestras prácticas docentes, del rol docente y del espacio educativo. Abandonamos la idea de proteger el centro educativo del peligro de afuera e incluimos a las familias de nuestros alumnos y a otros miembros de la comunidad.
Las palabras de Pablo, un alumno de primer año, después de una actividad realizada en el barrio el Día del Medio Ambiente, ilustran el sentir de todos aquellos que participamos en esta experiencia pedagógica: “Todos iban disfrazados o simplemente pintados, pero todos con una misma misión: enseñar. Repartiendo tarjetas, caminando o bailando, el desfile seguía… La caminata fue larga, pero como su deseo de enseñar era grande, no les importaba si estaban cansados. Al final, todos llegaron al liceo, cansados pero contentos porque cumplieron su misión: enseñaron”.
Perla Etchevarren es profesora jubilada de educación secundaria y doctoranda del Programa Específico en Investigación Narrativa y (Auto)Biográfica en Educación, Universidad de Rosario._