El sacerdote católico Omar França denunció esta semana apaleos a personas en situación de calle, Fiscalía inició una investigación y el ministro del Interior, Luis Alberto Heber, acotó que si bien no hay aún indicios de que exista un grupo organizado para realizar estos delitos, “puede existir”. En todo caso, no es la primera vez en los últimos años que ocurren abusos semejantes, aunque el sistema judicial nunca ha llegado a identificar agresores.
Se puede tratar de hechos independientes entre sí, de una sola organización criminal o de algo a mitad de camino entre ambas cosas, pero en cualquier caso es importante reconocer y afrontar que este tipo de ataques expresa lo que se suele llamar “fascismo cotidiano”, presente en nuestra sociedad como en muchas otras.
Detrás de estas conductas está la construcción ideológica de un “otro” al que se le niegan derechos humanos y al que se considera merecedor de ataques violentos. Se trata de una violencia reaccionaria, de fuertes contra débiles, propia de quienes rechazan la visibilidad de sectores sociales desposeídos, se sienten amenazados y quieren restaurar a palos un presunto orden o “estilo de vida” perdido, en el que esas personas no estén o, por lo menos, no se crucen con la “gente de bien”. Son actos políticos que niegan la política como mediación de la convivencia.
Sin ánimo de establecer relaciones simples de causa y efecto, es una violencia que se manifiesta mucho con palabras, a menudo en redes sociales y con la protección del anonimato, pero que también gana terreno mediante personas que hablan a cara descubierta, “en confianza” o en lugares públicos.
A veces el fascismo cotidiano asoma en grupos de Whatsapp vecinales, formados por personas que tratan de protegerse contra delitos, vigilan y se alertan sobre la presencia de “gente rara”. A veces aparece encarnado en dirigentes políticos. Es cierto que del dicho al hecho hay un gran trecho, pero la naturalización de este tipo de discurso aumenta la probabilidad de que se pase al acto.
Quienes asumen que los agresores hacen “justicia por mano propia” recorren una parte de ese gran trecho. Nada tiene que ver la justicia con maltratar en patota a personas indefensas. Cuando Heber asoció, hablando de la denuncia de França, la situación de calle y las adicciones que es preciso “atacar” en la “lucha contra el narcotráfico”, cometió una torpeza retórica que facilita el avance por el mismo trecho.
Es muy relevante que la investigación avance y tenga, esta vez, resultados. Como sucede con otros crímenes, la impunidad es una grave violación de derechos (no sólo de los de las víctimas, sino también de los del resto de la sociedad) y además aumenta el riesgo de que los hechos se repitan.
Pero mientras la Fiscalía procede, con el auxilio de investigadores policiales, hay otras indagaciones necesarias, en la reflexión individual y colectiva. La existencia de una “brigada antipasta” habrá que probarla, pero los ataques han existido sin duda y el envenenamiento de la convivencia que los favorece es algo que podemos y debemos evitar como sociedad.