Recientemente en Uruguay ha cobrado notoriedad el planteo de la reducción de la jornada de trabajo, particularmente a partir de su inclusión como tema central en la proclama del PIT-CNT el 1º de mayo pasado. Evidentemente no se trata de un tema nuevo, sino de una lucha que reconoce hitos tan lejanos como las Actas de Fábrica en Reino Unido en 1802, que limitaba a 12 horas la jornada de trabajo de los niños en fábricas textiles. No es casualidad que tanto el planteo actual como sus principales antecedentes surjan en un contexto de fuerte y disruptivo cambio tecnológico en la producción.

La literatura especializada denomina “revolución tecnológica” a ciertos períodos históricos en los que se acumula una serie de innovaciones productivas altamente disruptivas, con el poder de transformar profundamente las formas de producir, pero también de reconfigurar todos los aspectos de la sociedad; desde los más inmediatos, como las necesidades de capacitación laboral, hasta los más profundos, como las formas de relacionamiento entre las personas, e incluso los valores y creencias. Sin embargo, el desarrollo de la historia y especialmente el progreso social no son una simple consecuencia de la tecnología, sino más bien el resultado de la interacción entre esta y las formas de regulación social que se van desarrollando para lidiar con ella, que la guían, acompañan e incluso conducen.

El primero de estos eventos en la historia del capitalismo es la famosa revolución industrial, desde fines del siglo XVIII, que, con la mecanización como principal innovación, inicialmente de la industria textil, dio nacimiento a la industria moderna y a la clase obrera. Además, al juntar a cientos de trabajadores en un mismo lugar, lo que era una necesidad técnica para aprovechar la potencialidad de la maquinaria movida con energía hidráulica primero, y del vapor después, generó las condiciones para el surgimiento del sindicalismo. Esto puso los cimientos básicos ya no de la industria, sino de la historia moderna. Otros momentos con consecuencias similares se dieron a fines del siglo XIX a partir de la electricidad y el acero, o ya en el siglo XX con la industria petroquímica, el automóvil y la producción en masa. Desde fines del siglo pasado, el desarrollo de la informática, la electrónica y las tecnologías de la información y las comunicaciones han sido reiteradamente señaladas como tecnologías potencialmente revolucionarias, las que, ya en los últimos años, de la mano de la inteligencia artificial, la robótica y la conectividad generalizada, han confirmado plenamente su potencial.

En cualquier caso, podemos reconocer dos consecuencias económicas inmediatas del cambio técnico aplicado a la producción. Por un lado, el aumento de la productividad, que no es otra cosa que la expresión directa del desarrollo de las fuerzas productivas. El aumento de la productividad refiere a que la cantidad (o el valor) de los bienes o servicios producidos por hora de trabajo se incrementa, o, lo que es lo mismo, la cantidad de trabajo por unidad de producto (o de valor) cae, multiplicando la capacidad de generación de riqueza social.

Por otro lado, en el contexto de una sociedad capitalista, el cambio técnico es introducido a la producción por el empresariado, alterando así las relaciones de poder social. La posibilidad de sustituir trabajo por “máquinas” e incrementar las ganancias en ese acto aumenta el poder de los empresarios, quienes amplían sus opciones para organizar el proceso productivo y debilitan la posición negociadora de los trabajadores, que afrontan el riesgo extra de ser sustituidos y perder el empleo. Así, el cambio tecnológico no es neutral en cuanto a las relaciones de poder social. De esta forma, los momentos de revolución tecnológica suelen ser momentos de debilidad para las organizaciones de trabajadores y, a la vez que se multiplica la producción de riqueza, se da una fuerte concentración de la riqueza y el poder. El actual momento histórico no es la excepción en este sentido.

No frenar el cambio técnico, pero democratizar sus beneficios

Como adelantamos, el desarrollo de las fuerzas productivas ha sido acompañado de herramientas regulatorias que buscaron, por un lado, hacer frente a sus efectos nocivos y democratizar sus beneficios, y por otro, impulsar y sostener el desarrollo tecnológico, sellando un contrato social que hiciera socialmente aceptable la tecnología. Podemos distinguir al menos cuatro direcciones del desarrollo de la regulación social:

  • El desarrollo de sistemas educativos y sanitarios universales y de sistemas de capacitación laboral, fundamentales para tener una fuerza de trabajo preparada y sana para lidiar con tecnologías cada vez más complejas. Además, los subsidios por desempleo y la indemnización por despido, básicos para hacer frente a la contingencia del desempleo acelerado por la tecnología.
  • Por otro lado, la legalización y protección del sindicalismo y del derecho de huelga y las normas de negociación colectiva fueron formas de disminuir la asimetría de poder entre sectores sociales, permitiendo un campo más nivelado.
  • El desarrollo de la capacidad fiscal del Estado, con el surgimiento y la sofisticación de impuestos a la renta y a las ganancias empresariales, fueron formas de atender la necesidad de captar una parte de la riqueza incremental y devolverla en forma de servicios públicos y también en inversiones estratégicas fundamentales para la continuidad del propio desarrollo tecnológico. Basta pensar en la importancia de la construcción de carreteras y puentes para el desarrollo de la industria del automóvil y todas sus industrias asociadas o, actualmente, la infraestructura digital para la industria informática, el comercio electrónico o el propio desarrollo científico.
  • Finalmente, la regulación de la jornada laboral, junto a las normas de salarios mínimos, la negociación salarial, los beneficios sociales, las vacaciones pagas, etcétera, son formas de promover la redistribución social del incremento de la productividad. Se trata de medidas que buscan obligar a los empresarios a compartir con sus empleados, por diferentes vías, una parte de sus crecientes excedentes, ya fuera en forma de salarios o a través de más tiempo libre, en los que trabajadores y trabajadoras pudieran desarrollar su proyecto de vida, descansar, estudiar, pasar con su familia o, simplemente, divertirse. Evidentemente, implican un mayor costo a las empresas, pero sin olvidar que acompaña la caída de costos asociada al aumento de la productividad por la aplicación de tecnologías cada vez más eficientes.

De esta manera, en estos más de dos siglos de desarrollo tecnológico acelerado, la regulación social, en sus diferentes formas, hizo posible una democratización parcial de los efectos del potencial productivo de las tecnologías, generando a su vez las condiciones de estabilidad social y el desarrollo de capacidades en las sociedades que hicieron posible sostener la producción y seguir impulsando el cambio tecnológico. Hoy nos encontramos en una nueva fase de revolución tecnológica, y convivimos con los impactos típicos de esos períodos: saltos en la productividad, reconfiguración de las relaciones de poder social, tendencias regresivas en la distribución de la riqueza; fascinación y miedo ante las nuevas tecnologías en proporciones similares. Por tanto, es indispensable discutir sobre regulación social; es indispensable discutir sobre la limitación de la jornada laboral.

No se trata de trabajar más, sino de trabajar mejor, lo que requiere tiempo para capacitación, para descanso y para compatibilizar la vida de familia, con sus tareas de cuidados, y el ocio.

La jornada de trabajo en Uruguay

Más allá del temprano logro regulatorio de la jornada de ocho horas diarias, seis días a la semana (48 horas semanales), en 1915, la realidad en Uruguay ha sido muy diferente. A principios de la década de los 80, cuando surgen los registros sistemáticos en este sentido, el promedio de horas de trabajo remunerado estaba por encima de las 45 horas semanales, y en el caso de los varones, casi en 50 horas semanales. Se trata de horas efectivas totales, por lo que podían realizarse en diferentes empleos. En el resto del siglo XX no hubo grandes cambios y llegamos al año 2000 con 42 horas de trabajo promedio a la semana (46 horas los varones). Tratándose de un promedio que incluye a quienes hacían jornadas parciales, indicaba que cientos de miles de personas realizaban más de 48 horas semanales.

A partir de entonces se dio una caída permanente e intensa, llegándose, hoy, a un promedio de 35 horas semanales, a la vez que se fue cerrando parcialmente la brecha de género en este sentido. Pero otra vez, este promedio esconde situaciones muy diferentes, con sectores que, por motivos institucionales (maestros, por ejemplo) o a través de convenios colectivos, han logrado regular fuertemente las horas de trabajo y otros, con sindicatos más débiles o sin ellos, en los que se ha avanzado mucho menos. Así, como es sabido, los trabajadores rurales recién logran el reconocimiento de la jornada de ocho horas diarias en 2008. Justamente por estas diferencias en la capacidad negociadora de trabajadores en los diferentes sectores es que es importante legislar, para asegurar condiciones mínimas, un techo de horas, en este caso, a los sectores más vulnerables.

Al plantearse públicamente este tema, suele asociarse a la idea de bajar la jornada a seis horas diarias o acortar la semana laborable a cuatro días. Sin embargo, y sin descartar que esas puedan ser posibilidades de futuro, entiendo que la reducción de la jornada de trabajo en Uruguay de hoy no es para quienes tenemos la suerte de trabajar ocho horas diarias de lunes a viernes. La prioridad debería estar en los cientos de miles de trabajadores con jornadas de hasta 48 horas semanales, que es lo que la ley habilita, o, ni que hablar, quienes se ven obligados a hacer jornadas más largas aún.

Cuando se ha planteado el tema, la primera respuesta desde el gobierno o las empresas ha sido que esto afecta los costos de producción. Y sin duda que, si se trata de reducir la jornada de trabajo manteniendo el salario, habrá un incremento de costos. Es que justamente, se trata de compartir los beneficios del incremento de productividad de la tecnología en la forma de jornadas más cortas. Basta solamente tener en cuenta que, desde la recuperación democrática en 1985 hasta la actualidad, la productividad (producto por trabajador) se ha duplicado, mientras que el salario real aumentó apenas 44%. En ese largo período de casi 40 años, sólo entre 2005 y 2019 el salario aumentó a la par de la productividad, mientras que, tanto antes como después, la productividad se ha incrementado con salarios reales, de hecho, cayendo.

Foto del artículo 'Revolucionar el reloj: explorando la reducción de la jornada laboral en la era tecnológica'

Por supuesto que se trata de un tema delicado y que debe ser estudiado con cuidado y analizando la situación particular de los diferentes sectores de actividad. Está claro que buena parte de ellos están hoy en una situación delicada, con una rentabilidad a la baja, dado el enorme desalineamiento cambiario que sufre nuestro país. Además, en la medida en que otros países no avancen en una línea similar, la medida puede dejar fuera de competencia a los sectores que efectivamente compiten internacionalmente. Será deseable que se haga en el marco de acuerdos y convenios colectivos, donde, eventualmente y dependiendo una vez más de la situación de cada sector, los trabajadores pueden aceptar cambiar parte de los aumentos salariales por reducción de la jornada. Pero no puede cercenarse la posibilidad de estudiar avances normativos, justamente para los sectores más vulnerables y con menores condiciones de negociación.

Lo que no debe perderse de vista es que el sentido del progreso social va, indefectiblemente, en ese sentido. Que el ideal pseudo-productivista de trabajar de sol a sol esconde ambiciones de servidumbre, y que las sociedades más prósperas y felices no son aquellas en las que las personas trabajan jornadas más largas, sino que, al revés, son aquellas en las que estas están fuertemente reguladas para permitir compatibilizar el trabajo con el desarrollo de una vida plena. No se trata de trabajar más, sino de trabajar mejor, lo que requiere tiempo para capacitación, para descanso y para compatibilizar la vida de familia, con sus tareas de cuidados, y el ocio.

Fernando Isabella es economista y fue director nacional de Planificación de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto.