Voy a hablar en forma muy esquemática sobre una discusión que ya fue saldada en los espacios programáticos del Frente Amplio, pero no por eso cerrada a la permanente e imprescindible discusión que debemos tener sobre nuestro marco institucional y normativo, en especial dentro de la propia izquierda y su proyecto, cuyos ejes están basados en la profundización democrática, la igualdad y la justicia social.

la diaria publicó hace unas semanas un artículo sobre las recomendaciones del Comité para la Eliminación de la Discriminación contra las Mujeres, que supervisa la implementación de la Convención sobre la materia. Este comité pertenece al Sistema de Naciones Unidas y cada país, en forma periódica, debe informar sus avances en el cumplimiento de los compromisos asumidos; la sociedad civil también tiene un espacio para presentar sus propios informes y el comité hace las recomendaciones pertinentes. Uruguay firmó y ratificó esta Convención hace ya más de 40 años. Desde ese momento la Convención, que forma parte de la normativa internacional, es una herramienta del sistema de justicia, del sistema legislativo y una necesaria herramienta programática para que la sociedad civil tensione su cumplimiento en su ejercicio democrático.

La contemplación de la jerarquía de la institucionalidad para la igualdad de género ha sido una deuda permanente para nuestro país.

Claramente, desde 2005 hay un cambio cualitativo (y cuantitativo, pero ese es otro artículo); es en ese momento que los cometidos del mecanismo nacional de género cambian en función de objetivos emancipatorios, aparece el reconocimiento formal de que existe una desigualdad estructural que tiene consecuencias en la vida de más de la mitad de la población.

Entiendo que fue una simplificación, por lo menos equivocada, que se hayan celebrado los 35 años del origen del Instituto de las Mujeres como si se hablara de la misma institución desde 1987 a la actualidad. La creación de aquella institucionalidad de 1987 se dio a través de un decreto presidencial. El primer párrafo de este (clarísimo) funciona como marco teórico; reza: “La mujer juega un rol preponderante en la atención de las necesidades básicas de la familia y que esta es el fundamento de nuestra sociedad”. Unos años después, con el gobierno de Luis Alberto Lacalle Herrera en 1991, en la Ley 16.226 aparece un cambio, la institución pasa al Ministerio de Educación y Cultura, pero se subraya el rol incluso en el nombre: Instituto Nacional de la Mujer y la Familia. En dicha norma se coloca un primer cometido institucional y dice lo siguiente: “Promover, planificar, diseñar, formular, ejecutar y evaluar las políticas nacionales relativas a la mujer y a la familia”. “Mujer y familia”, un sintagma. Parecería que la “mujer” no podía desprenderse de la palabra “familia” para ser un sujeto de derecho y población objetivo de política pública focalizada.

Recién en 2005, con la Ley 17.930 de Presupuesto Nacional, el instituto (que había pasado al nuevo Ministerio de Desarrollo Social), cambia su denominación por Instituto Nacional de las Mujeres, instituyendo dos cambios capitales: desaparece la palabra “familia” y se coloca el plural “mujeres”, lo que obliga a pensar desde un enfoque interseccional en la diversidad de mujeres hacia las que estarán orientadas sus políticas. Se deja claro así, desde el título, que las mujeres no son una idea, sino una realidad diversa, y que tienen en común el sufrir los diferentes impactos de la desigualdad en las oportunidades para acceder a un proyecto de vida en desarrollo y feliz.

Y así, como ya lo adelantó el cambio de nombre, también cambian los cometidos institucionales, claramente definidos por objetivos que implican políticas públicas orientadas a las autonomías: 1) ejercer como ente rector de las políticas de género con funciones de promoción, diseño, coordinación, articulación, ejecución, así como el seguimiento y la evaluación de las políticas públicas; 2) garantizar el respeto de los derechos humanos de las mujeres; 3) promover la ciudadanía plena, garantizando la inclusión social, política, económica y cultural de las mujeres, así como su participación activa en los procesos de desarrollo nacional; 4) velar por el cumplimiento de los compromisos internacionales; 5) promover el acceso de las mujeres a los recursos, las oportunidades y los servicios públicos, de manera de contribuir a erradicar la pobreza, fortaleciendo su capacidad productiva mediante el acceso al empleo, el crédito, las tierras, la tecnología y la información; 6) garantizar el acceso y la plena participación de la mujer en las estructuras de poder y la adopción de decisiones.

En estos tiempos, tenemos la obligación ética de definir nuestro concepto de “igualdad” y de actuar institucionalmente en consecuencia.

Sin lugar a dudas, el mecanismo nacional para la igualdad de género en el país fue creado en 2005.

En 2019, con la Ley 19.846, con el precioso nombre “Aprobación de las obligaciones emergentes del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, en relación a la igualdad y no discriminación entre mujeres y varones, comprendiendo la igualdad formal, sustantiva y de reconocimiento” (para nosotras Ley de Igualdad), se amplían los cometidos que proponen el concepto de institución rectora. Para la implementación de esta ley se explicitan los cometidos institucionales: 1) definir la Política Pública Nacional para la Igualdad de Género y proponer marcos normativos que la favorezcan; 2) impulsar la integración del principio de igualdad y no discriminación en base al género en las políticas públicas de todos los organismos; 3) elaborar planes de igualdad de género y otras herramientas de gestión pública para el cumplimiento de los lineamientos de la política nacional de igualdad de género y de los compromisos contraídos por el país en los instrumentos ratificados o firmados en el ámbito internacional; 4) dar seguimiento a la política nacional de género y la ejecución de los planes estratégicos de igualdad, en coordinación con los organismos especializados; 5) rendir cuentas anualmente ante la Asamblea General respecto a los avances en la ejecución de las políticas de igualdad de género; 6) gestionar y distribuir los recursos del Fondo Concursable que se crea en la presente ley, de acuerdo con los procedimientos y destinos previstos en el artículo 10 de la misma.

No voy a detenerme en este último punto ya que, hasta donde sé, el gobierno actual nunca lo implementó.

Más allá de esto, en el devenir de las reflexiones institucionales y normativas queda más que claro que el organismo para la igualdad de género tiene cometidos para ser una institución de máxima jerarquía. Sus contrapartes son los ministerios, el Parlamento y el sistema de justicia. Dicha institucionalidad brinda importantes servicios públicos (los servicios de atención públicos para mujeres en situación de violencia basada en género, más concretamente en violencia doméstica y en trata de personas con fines de explotación sexual, el 0800 4141). Asimismo, el Instituto Nacional de las Mujeres tiene una función de monitoreo, de contralor y debería tener incidencia en las definiciones fiscales (por ejemplo, en estímulos fiscales para determinadas políticas orientadas a la autonomía económica).

También corresponde recabar que el Inmujeres tiene su Sistema de Información de Género, creado y fortalecido en los tiempos de gobierno progresista. Este es un dispositivo en la estructura institucional que ha sido central no sólo por su trabajo estadístico en coordinación permanente con el Instituto Nacional de Estadística, sino sobre todo por su permanente generación de conocimiento, que ha permitido poner el foco de género sobre la complejidad de algunas problemáticas económicas, culturales, sociales y políticas que impactan en la vida de las personas: las trayectorias vitales, la pobreza, la dimensión étnica/racial, la educación, el acceso a la salud, la territorialidad, la representación, entre otros.

Claramente, el mecanismo para la igualdad de género con una jerarquía acorde a los cometidos previstos por la normativa nacional y los compromisos internacionales es una necesidad que se extiende mucho más allá de mejorar la calidad de vida de las mujeres (que por sí mismo es un objetivo imprescindible ya que involucra a más de la mitad de la población); es una necesidad para mejorar la calidad de un Estado que debe responder a sus propios cometidos. Y ahí viene el porqué del título: en 2010, la XI Conferencia Regional sobre la Mujer para América Latina y el Caribe de la Cepal titulaba su documento central con la consigna “¿Qué Estado para qué igualdad?; para mí es una perfecta consigna disparadora para pensar un proyecto de Estado inclusivo, emancipatorio y democrático acorde e imprescindible para un programa progresista. Más allá de aquel documento, que todavía tiene vigencia y considero recomendable para unir el pensamiento y la acción, me parece central poner a consideración las palabras “Estado” e “igualdad”. En tiempos en que parece que la palabra “libertad” se escribe sola y se carga de sentidos que se alejan cada día más de la democracia (casi no se asocia con la igualdad); en estos tiempos, tenemos la obligación ética de definir nuestro concepto de “igualdad” y de actuar institucionalmente en consecuencia.

Nohelia Millán es militante feminista.