La victoria electoral de Donald Trump en Estados Unidos complica las perspectivas mundiales en muchas áreas, y quizá uno de los peligros más graves tiene que ver con lo ideológico.
El perfil de quienes festejan en muchos países es el síntoma más obvio de lo que Trump significa. Sin embargo, ver sólo esto sería una comprensión superficial del problema. La tentación de imitar los procedimientos del nuevo presidente electo estadounidense se extiende mucho más allá de la extrema derecha, e implica pasar por alto que no se trata sólo de un repertorio de recursos eficaces para ganar elecciones, sino también, y ante todo, de una concepción profundamente regresiva de la política.
En Estados Unidos, la desigualdad entre ricos y pobres es enorme; al mismo tiempo, ese país viene cayendo en forma notoria desde la posición de primera potencia mundial. La relación entre ambos hechos es profunda y cuestiona las bases mismas del relato triunfalista sobre el individualismo y la competencia, pero además genera y afianza resentimientos en la sociedad estadounidense.
Trump ha potenciado esos resentimientos, para dirigirlos contra personas e instituciones opuestas a los intereses que defiende y a sus ansias personales de poder. No puede cumplir sus promesas de resurgimiento individual y nacional, pero le ha bastado con apoyarse en desesperaciones y odios.
No estamos ante un villano con superpoderes: la victoria de Trump fue facilitada por aliados muy poderosos, que incluyen a propietarios de medios de comunicación tradicionales y de redes sociales. También por rendiciones indignas en el Partido Republicano y por la desconexión con vastos sectores vulnerables de la sociedad en el Partido Demócrata y la intelectualidad progresista, que aún parecen ver a Trump como alguien ajeno a la identidad estadounidense, cuando en realidad representa varios de sus peores rasgos históricos.
Las responsabilidades son muchas y graves; las consecuencias son gravísimas. Trump ha socavado las bases comunes que cimentan la vida democrática, no sólo para millones de personas que lo votaron sino también en escala internacional, porque lo que sucede en Estados Unidos aún tiene un poderoso efecto de legitimación en el mundo.
En Uruguay, los resultados del 27 de octubre obligan a reconocer que, gane quien gane en la segunda vuelta, la disposición al diálogo y la negociación de acuerdos será necesaria para que el país resuelva problemas urgentes. A esto se suma la disputa por el voto de una fracción de la ciudadanía poco politizada, y las campañas centrales adoptan un tono de moderación, pero varias figuras de menor porte insisten, sobre todo desde el actual oficialismo, en las prácticas de agravio y calumnia que han envenenado durante años la convivencia social.
A menudo se imitan las estridencias, las acusaciones falsas y hasta los términos, en inglés o mal traducidos, que caracterizan a Trump y a otras figuras políticas nefastas, de países cercanos y lejanos, cooperantes en el mundo actual. Es crucial para el país que no se avance por ese mal camino.