Termina el 2024 uruguayo, agitado por cambios que no se manifestaron sólo en el resultado electoral, sino que han atravesado durante los últimos años a la sociedad y abarcan áreas muy diversas. En algunos terrenos son, sin duda, negativos, como las tendencias al aumento de la desigualdad y al avance del crimen organizado. En otros, su signo es claramente positivo: ante situaciones críticas hubo respuestas solidarias, y en numerosas ocasiones la organización social y política de la ciudadanía detuvo o logró revertir impulsos regresivos.

La tradición dice que por estas fechas corresponden, además de los balances, los propósitos y planes para el próximo año. En realidad, deberíamos mirar hacia el futuro todos los días, pero aprovechemos la ocasión y tengamos presente que, para comprender los cambios, tenemos que entender también las permanencias en cuyo marco se producen.

En la sociedad uruguaya hay conflictos, insatisfacciones y aun rencores de larga data, pero también persisten profundos deseos de que se resuelvan en la forma menos traumática posible. Quizá el anhelo de amortiguación tenga que ver con nuestros orígenes como país independiente, con nuestra escala, con el impacto de las guerras civiles y las dictaduras, con el envejecimiento de la población o con otros factores. Sea por lo que fuere, convive con las firmezas, los entusiasmos y las rebeldías, moldeando una idiosincrasia distintiva.

En varias coyunturas cruciales, estas características se han hecho notar como obstáculos en el camino de diversos extremismos (incluyendo al centrismo extremo de quienes niegan y eluden cualquier antagonismo social). Se puede alegar que también han frenado o enlentecido muchos cambios necesarios, por el fuerte arraigo ideológico de las nociones de “justo medio” y “gradualismo” como medidas eternas de lo conveniente.

En todo caso, pervive una confianza en las posibilidades de avance político dentro de la institucionalidad democrática, y esto resulta llamativo en nuestro tiempo, mientras muchos otros países están inmersos en feroces polarizaciones que socavan tal confianza.

Sin ilusiones acerca de la excepcionalidad uruguaya, y sin postular neciamente que nuestros modales son los mejores del mundo, es preciso asumir dos premisas complementarias. La primera es que conocer nuestra idiosincrasia constituye un dato básico para la acción política; la segunda, que esa idiosincrasia se ha consolidado durante un largo período, pero no es necesariamente inmutable. Podemos perder un capital valioso, pero también está en nuestro poder aumentarlo.

El próximo período de gobierno requerirá negociaciones y confrontaciones. Hay bienes comunes a defender y urgencias que no pueden ser soslayadas. La política será siempre una mezcla de cooperación y conflicto, pero hará falta una especial destreza de las fuerzas partidarias y sociales para navegar entre la controversia y el acuerdo. De un lado, acecharán crispaciones y bloqueos; del otro, medias tintas y frustraciones. El desafío es hallar, en la mejor tradición uruguaya, un camino del medio que sea justo.