Hace más de seis décadas, Giuseppe Tomasi di Lampedusa escribió su novela Il Gattopardo. El relato se ubica en Sicilia, en el contexto de la unificación italiana. Esta obra literaria incorpora un término al lenguaje de los analistas políticos, el “gatopardismo”, originado en la frase de uno de los personajes de la novela: “Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi”, esto es: “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”.
Pues bien: esta es una de las primeras alertas que se presentan al advertir el aparentemente bienvenido consenso de amplios sectores políticos respecto de la creación, durante el próximo período de gobierno, de un Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. La pregunta que debería formularse sería, entonces: ¿realmente se está pensando en una nueva estructura del Poder Ejecutivo, con cometidos específicos y recursos humanos y materiales suficientes, que pueda representar un verdadero cambio sustantivo y que derive en un Estado más moderno y eficiente que redunde en resultados positivos para la población? O, por el contrario, ¿se trata solamente de acomodar la estantería del Poder Ejecutivo, sobrecargada y muchas veces llena de polvo y telarañas, moviendo cajas de acá para allá, pero donde “todo cambie para seguir como está”.
Uruguay es uno de los pocos países en el mundo que no cuenta con un Ministerio de Justicia; de Justicia y Derechos Humanos; o de Derechos Humanos y Justicia (no se trata de un caprichoso juego de palabras, sino que estas denominaciones representan diferencias sustantivas en las competencias de esta eventualmente nueva secretaría de Estado).
Creo que se ha dado por superado ya el rechazo que suponía hablar sobre este tema, debido a la triste referencia al llamado “ministerio de justicia” creado por la dictadura (en este caso, aquí más civil que militar) como herramienta para su intervención del Poder Judicial. Llevó mucho tiempo. Tal vez demasiado. Pero hay que comer lo que nos da la tierra, y estas son las circunstancias políticas, sociales y jurídicas que nos han tocado en suerte. Y, una vez más, es una muy buena noticia que exista ahora un alineamiento positivo y que el país pueda contar, dentro de su diseño institucional, con un ministerio como este.
Planteadas estas reflexiones, creo que es oportuno compartir algunas ideas respecto del entorno conceptual que debería rodear el debate sobre este posible nuevo Ministerio de Justicia y Derechos Humanos.
En primer lugar, para evitar desde ya cualquier tipo de cuestionamiento basado en las disposiciones de la Constitución de la República, debe quedar totalmente claro que el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos no implica ningún avance del Poder Ejecutivo sobre el Poder Judicial. No estamos hablando aquí, entonces, ni de la separación ni de la independencia entre los tres poderes del Estado. La función jurisdiccional, el “juzgar y hacer ejecutar lo juzgado”, corresponde al Poder Judicial, obviamente, y seguirá siendo exclusiva de este. Por supuesto, sería muy bueno para nuestro Estado de derecho que en algún momento se debata sobre la función administrativa que ejerce el Poder Judicial (nombramiento de jueces y juezas, imposición de sanciones internas, ejecución presupuestal, entre muchas otras). Podría analizarse el impacto positivo sobre la transparencia y la rendición de cuentas de este poder del Estado mediante la creación de un Consejo Superior de la Judicatura, por ejemplo. Pero ahí estamos hablando de otra cosa. Estamos ya navegando en las aguas de una reforma constitucional que, en mi opinión, no está todavía madura en el país. Por lo tanto: tampoco este nuevo ministerio se inmiscuiría en la función administrativa de la Suprema Corte de Justicia.
El Ministerio de Justicia, como articulador de políticas públicas, debería también ser el jerarca de una nueva estructura operativa dedicada a la investigación y represión del crimen organizado y la corrupción.
En segundo lugar, debe tenerse mucho cuidado con algunas posiciones que expresan que este nuevo ministerio “es imprescindible para sacar las cárceles del Ministerio del Interior”. No debe ser la motivación de la estructura que analizamos sacar algo de una caja rota para ponerlo en una caja nueva, que, sin los cambios profundos necesarios, volverá a romperse en pocos días. Sí comparto que el sistema penitenciario, tanto de adultos como de adolescentes (que abarca mucho más que la institucionalidad para ejecutar penas de privación de libertad) pase al Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, pero no “para sacarle una carga al Ministerio del Interior” y eventualmente al Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente (Inisa), sino para hacer algo nuevo y mejor.
Por otra parte, y en tercer término, comparto que, por razones de economía y de lógica de gestión, muchas dependencias que hoy se encuentran, por ejemplo, en el Ministerio de Educación y Cultura (como es el caso de la Dirección Nacional de Registros y la Asesoría Unidad Central de Cooperación Jurídica, entre otros) o en Presidencia de la República (como la Secretaría de Derechos Humanos) se integren al Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Sin embargo, poco y nada se habla de lo que, en derecho comparado, se denomina la Abogacía del Estado, unidad especializada que concentra todos aquellos asuntos judiciales en los que el Estado es parte (en principio el Estado central) con un equipo de abogados y abogadas de altísima especialización y remuneración acorde a la dedicación exclusiva.
Finalmente, el punto que creo que es de mayor relevancia para nuestro sistema democrático, relacionado con la creación del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, tiene que ver con que la concentración del poder, aun en democracia, es muy peligrosa. En este punto hablo de desconcentrar el poder, de abrir ventanas para que entre el aire y que permita la existencia de fuertes controles cruzados entre los organismos del Estado en general y del Poder Ejecutivo en particular. El Ministerio de Justicia, como articulador de políticas públicas en esa materia entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, debería también ser el jerarca de una nueva estructura operativa dedicada a la investigación y represión del crimen organizado y la corrupción público-privada. Un equipo fuerte y eficaz, integrado por policías, contadores, expertos en política internacional, entre otras profesiones, debería ser el auxiliar de la Justicia para una investigación eficiente de esta “delincuencia de los poderosos” que requiere mucho, pero muchísimo más trabajo interdisciplinario que los necesarios operativos que las fuerzas tradicionales de seguridad realizan respecto del delito común.
Un tema de poder, entonces. Desconcentrar. Fortalecer los controles. Generar mayor transparencia en el sector público y, con ello, mayor confianza de la población en la democracia como sistema para garantizarnos una vida mejor. Que las cosas cambien de verdad, y no para que todo siga como está.
Juan Faroppa fue subsecretario del Ministerio del Interior y director de la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo.