La investigación de Fiscalía sobre las denuncias contra Gustavo Penadés le prestó un gran servicio a la sociedad. No sólo se reunió evidencia contundente sobre delitos sexuales graves de quien era un senador clave del oficialismo, sino que además se logró desmontar una trama de complicidades para favorecerlo en el proceso judicial, con utilización ilegal de recursos estatales.

En esa trama desempeñó un papel central el comisario Carlos Taroco, que era director del Comcar y de la Oficina de Información Táctica del Instituto Nacional de Rehabilitación, hoy condenado a tres años de penitenciaría con inhabilitación para ejercer cargos públicos.

Las primeras informaciones indicaron que realizó tareas parapoliciales de inteligencia sobre denunciantes y testigos, con miras a construir un relato falso acerca de su coordinación para perjudicar a Penadés, pero esta semana trascendió que los delitos fueron bastante más allá. Taroco utilizó su autoridad institucional para trasladar y presionar a personas privadas de libertad que habían sido o podían haber sido víctimas, y para ofrecerles y otorgarles beneficios, incluso mediante la falsificación de documentos, a quienes accedieran a testificar como le convenía al hoy exsenador.

El oficialismo ha intentado reducir daños alegando que Fiscalía contó con el auxilio de “buenos policías” para descubrir estas maniobras, pero el bochorno es grande y alarma, por encima incluso de las responsabilidades políticas que sin duda existen. Y no se trata, por cierto, de un episodio aislado.

La investigación sobre el caso Astesiano reveló otras tramas de complicidades para delinquir, con uso indebido de cámaras de vigilancia, sistemas informáticos y datos privados. La sucesión de víctimas abarcó desde senadores de la República a liceales y docentes, pasando entre otras personas por el presidente del PIT-CNT, una denunciante de violación, un exdirector nacional de Policía y la esposa del presidente Luis Lacalle Pou. Astesiano también movió sus influencias en la Policía para venderles servicios bajo cuerda a empresas privadas, dejar sin efecto multas, resolver problemas familiares y presionar en un tablado cercano a su casa que le molestaba.

En el aún oscuro caso del otorgamiento de un pasaporte al narcotraficante Sebastián Marset persisten importantes sospechas de corrupción en el Ministerio del Interior.

Hay buenos policías, pero resulta escalofriante la disponibilidad de los malos para realizar tareas ilícitas, ya sea por dinero u otros beneficios, por afinidades ideológicas y lealtades partidarias mal entendidas, por la verticalidad institucional peor entendida o por una combinación de estos motivos inaceptables. Algo tendrá que ver con esto la restauración, al comienzo del actual gobierno, de viejos jerarcas que en más de un caso tenían antecedentes turbios.

El caso Penadés no sólo nos ha dejado enseñanzas que es imperioso tener en cuenta sobre los mantos de silencio e impunidad que amparan el abuso sexual, sino también sobre la necesidad de un profundo saneamiento de la institución policial.