El martes 19 de marzo se cumplieron 40 años de la liberación del general Liber Seregni, de su injusta prisión por la dictadura cívico-militar que sometió al país desde junio de 1973 hasta el 1º de marzo de 1985.

Nítidas en mis retinas, y en lo más profundo de mi espíritu, permanecen las imágenes, las emociones, los ecos de aquella instancia imborrable que refleja en toda su magnitud, en toda su luminosidad, al entrañable compañero: desde el balcón de su domicilio en Bulevar Artigas, megáfono en mano, acompañado de Lily, de Bethel y de otros familiares y amigos, luego de una década de durísimo cautiverio y proscripto aún para actuar o expresarse en el terreno político, dirigiendo su primer mensaje a una multitud que –congregados durante varios días frente a su morada algunos, asomados a los balcones de los edificios linderos otros, desbordando el cantero central y las aceras del bulevar los más– lo esperaba, ¡lo esperábamos!, con avidez, con coraje, con la rebeldía que sólo las lágrimas mojando nuestras mejillas podían expresar.

Una sola palabra suya, una mínima arenga, una ínfima insinuación escondida con sentido revanchista, hubiera bastado para incendiar aquella pradera, corriendo el riesgo de frustrar la serenidad y la madurez que el tiempo político imperiosamente demandaba. Y sin embargo... el sentido de la responsabilidad con la mañana siguiente que primó siempre a la hora de tomar sus decisiones, su capacidad estratégica para discernir, aun en las más complejas situaciones, entre lo trascendente y lo transitorio, estuvieron, como siempre, por encima de cualquier resentimiento negativo, de toda especulación egoísta personal.

“Han pasado diez largos años”, inició su saludo a la multitud, aquel hombre, aquel conductor de pueblos que, habiendo podido exiliarse –como en más de una oportunidad le fue ofrecido durante su cautiverio, desde diversas naciones–, optó siempre por quedarse “a compartir la suerte” de sus compatriotas, de sus camaradas. ¡Y vaya si lo hizo!

“Salgo con la conciencia tan tranquila como entré”, señaló a continuación. “Salgo más firme, salgo más convencido de nuestros ideales, salgo más decidido que nunca a entregar hasta el último átomo de mis energías al servicio de nuestro pueblo”.

Y enfatizó: “La patria marcha a la reconquista de la democracia. En ese camino está. Todos nuestros esfuerzos para facilitar esa marcha y para alcanzar la libertad y el total ejercicio de la democracia. ¡Ni una sola palabra negativa! ¡Ni una sola consigna negativa! ¡Fuimos, somos y seremos una fuerza constructora, obreros de la construcción de la patria del futuro!”.

Aun hoy, como entonces, se me eriza la piel al recordarlo.

Porque la salida de la dictadura, en todo su extenso proceso, no había sido hasta entonces –no lo sería tampoco luego– producto de una dádiva, de un regalo de la providencia. La salida de la dictadura era la síntesis de una trabajosa, compleja y en muchas ocasiones encontrada y contradictoria elaboración de toda la oposición política al régimen, que, paso a paso, con inteligencia y valor, fue construyendo, al amparo y en conjunto con el pueblo movilizado, las fortalezas y los consensos imprescindibles a la hora ineluctable de negociar el traspaso del poder por el usurpador.

En un tiempo en el que, como en el actual –como casi siempre–, solíamos andar los partidos políticos por veredas diferentes, orientados quizás en rumbos parecidos; pero que finalmente parecíamos haber comenzado a transitar todos juntos… la gente en la calle, allá, hacia el Obelisco.

La liberación de Seregni, y ese primer mensaje suyo ordenador de la estrategia política colectiva, fue, a mi entender, el hecho más trascendente de aquella incierta coyuntura de la salida democrática. Una instancia de quiebre, que despejó toda idea de plebiscitos constitucionales, provisoriatos dilatorios, elecciones parciales, y aun de algún “todo o nada” que comprometía la conclusión positiva del proceso de salida. Fue el cable a tierra que centró el esfuerzo y la preocupación política del país en la concreción efectiva e imperiosa del retorno a la democracia, y el reintegro del poder al soberano, a partir de las elecciones del último domingo de noviembre de aquel año.

Una estrategia que se complementaría en los meses siguientes, con la instancia de la Concertación Nacional Programática (Conapro), expresión de una vocación de unidad nacional por soluciones, como respuesta a la crítica situación que la dictadura le heredaba al país. Una Conapro avalada por toda –casi toda– la sociedad (sólo la Asociación de Bancos rehusó participar), para una sociedad urgida de cambios, para una sociedad urgida de paz.

“La gran preocupación de este momento, para poder transitar efectivamente los caminos de la recuperación de la democracia, es la pacificación de los espíritus, la pacificación nacional. Lo sentimos como la necesidad: no hay democracia si no hay paz”, sentenció Seregni aquel 19 de marzo de 1984. Por ello: “¡Paz para los cambios! Y ¡cambios para la paz!”.

¿Es que acaso el Poder Ejecutivo no conlleva sus propias responsabilidades? ¿No tiene límites administrativos, éticos, reglamentarios que lo contienen y por los que responder?

Ese, sin dudas, fue el factor determinante que decanta en esta institucionalidad que el país ha sabido construir desde entonces, con el esfuerzo, el desprendimiento, la responsabilidad y el compromiso de todos, y que –no me canso de reiterar, con sano orgullo– constituye el más largo período de democracia ininterrumpida de toda la historia nacional.

Por eso nuestra insistencia en el respeto y el cuidado de esa institucionalidad alcanzada, entendida como la estructura social y política en valores, escenarios y calidad democrática, que posibilitan, administran, resguardan y garantizan la convivencia en equidad, inclusión y justicia social efectiva de todos los ciudadanos.

Es esa institucionalidad que reivindicamos la que nos ocupa. Así como las acciones que propendan a su preservación y profundización. Y son las situaciones que por acción u omisión atentan contra ella lo que nos preocupa.

Porque no alcanza con llenarse la boca invocando el fundamento. No alcanza con la promoción mediática del respeto y el acatamiento al mismo, cuando los hechos –“la tozuda realidad de los hechos”, como solía decir Seregni– nos están demostrando todos los días lo contrario. Nos está mostrando una suerte de Pilatos que sólo atina a decir “Yo no fui”, “no es mi responsabilidad”, “fui engañado”, “nadie me informó”, “es resorte de la Justicia”.

Una realidad “farandulesca”, específicamente promovida desde algunos ámbitos, donde los Astesiano, los Marset y los Penadés nadan en una misma piscina. Y donde las viviendas de favor a correligionarios, los acomodos en la Comisión Técnica Mixta (CTM) en Salto Grande, las exoneraciones a los grandes medios de comunicación, y los decretos específicos en favor de empresarios “amigos”, forman parte de un “botín electoral” con el que el oficialismo aspira a mantenerse en el poder.

Una realidad que busca “naturalizar” la terrible gravedad que conlleva la destrucción de documentos de un expediente judicial –por parte de jerarquías del mismísimo Poder Ejecutivo– con la finalidad explícita de ocultarle información, engañar, mentirle al Parlamento, a la voz y los oídos del soberano, justificando el hecho a partir del grotesco comentario de la máxima autoridad del país: fulano de tal “¡se comió un garrón!”.

Pero ¿acaso el Poder Judicial no constituye, junto al Poder Ejecutivo y el Parlamento, la trilogía institucional superior del país? ¿Es que acaso el Poder Ejecutivo no conlleva sus propias responsabilidades? ¿No tiene límites administrativos, éticos, reglamentarios, que lo contienen y por los que responder?

Son demasiadas interrogantes –todavía hay muchas más– que desde las jerarquías del gobierno permanecen sin respuesta. De allí entonces nuestra preocupación, que, en la especial coyuntura del país –como entonces enmarcada en un tiempo y circunstancia electoral–, nos mueve a una última reflexión.

En la línea histórica del pensamiento seregnista, siento que siempre es tiempo de elevar nuestra mirada, nuestro enfoque. De poner el acento en los fundamentos y en la satisfacción de las reales necesidades de la gente, como razón superior de las valoraciones y las responsabilidades políticas que hacen a los estados. De seguir insistiendo y profundizando en los valores inherentes a la democracia: en la integración, en la equidad, en la inclusión, en la justicia social. Para que las institucionalidades así construidas sean verdaderas cajas de resonancia de las inquietudes de las personas, en lugar de meras cotas de protección de circunstanciales gobernantes. De comprometernos en el rumbo abierto de ese horizonte de paz que Seregni señalaba y que todos anhelamos, afirmados en las cuestiones y fundamentos que nos asemejan y nos ocupan –el amor, la familia, la solidaridad, ¡la vida!– para ir elaborando a partir de ellos la comprensión, la aceptación y el respeto sobre aquellos otros que nos diferencian –el color de la piel, la religión, el idioma, el género, las lealtades políticas–.

Y, fundamentalmente, de seguir preservando y profundizando las herramientas de seguridad jurídica y garantías individuales y colectivas, que hacen a la construcción de escenarios de concordia, de tolerancia, de comunión, de respeto mutuo, a través de todas las herramientas que la vida en sociedad nos permite. Donde los pueblos, las personas, por encima de las visiones y los egocentrismos políticos, nos miremos a los ojos, nos compartamos, nos aceptemos.

Porque como bien hemos aprendido de nuestra propia historia, la integración real y sostenible de la paz no vendrá como decreto de estados o de gobiernos de turno: la construirá, la construiremos –tendiendo puentes, rellenando brechas, abriendo caminos– los pueblos, las personas.

Liliam Kechichian es seregnista y senadora de la República por el Frente Amplio.