En 1989, desde las organizaciones de base de la sociedad, surgió un clamor por detener la injusta, deliberada y pertinaz política por la cual el ajuste anual de las pasividades se realizaba siempre muy por debajo de la inflación, lo que afectaba severamente el goce de un derecho humano a un amplio sector de la ciudadanía. Dicha demanda fue entendida como justa y necesaria, a tal punto que se plasmó en un plebiscito de reforma constitucional validado por el 71,5% de los votos, sin perjuicio de contar con apoyos de último momento desde el sector político. Fueron muy pocos los que alzaron su voz alegando la inviabilidad económico-financiera de lo acordado por la “catástrofe” que auguraban a partir del consiguiente aumento del gasto público.

Sin embargo, llegado el año 1996, blancos y colorados acuerdan un primer intento para revertir los hechos. Alzando banderas proindividualistas, antiestatistas, priorizando el ajuste fiscal regresivo y amenazando con la incobrabilidad de las jubilaciones, inventaron el sistema mixto y con su implantación, las Administradoras de Fondos de Ahorro Previsional (AFAP). Los objetivos declarados: reducir el gasto público, aligerando el pasivo del Banco de Previsión Social (BPS) en el largo plazo a medida que se fueran sustituyendo las jubilaciones “caras” (100% a cargo del BPS) por jubilaciones “baratas” (50% a cargo del BPS). Llevaba implícito que por ese otro 50% cada cual se las arreglaría como pudiera en la AFAP. En efecto, el financiamiento de las prestaciones del BPS siempre se basó en los aportes del trabajador, del empleador y del propio Estado. Era por lo tanto presumible que, sin los dos últimos, a todas luces iba a ser insuficiente la capitalización de los ahorros de los trabajadores, menguados además en 20% por la comisión y el seguro. Claro está, ahora se rectifica aumentando el tiempo de aportación, o sea, la edad mínima para el retiro.

Mucho más inviable que pagar la mejora de las pasividades fue pagar los costos de la transición de un sistema a otro. Era lógico y predecible que el deterioro financiero de corto plazo se ahondaría al transferir a las AFAP una masa importante y creciente (llega a ser del 1,9% del PIB) de recursos genuinos resultantes del aporte de los trabajadores, mientras se tenía que seguir afrontando la erogación por las pasividades ya constituidas. Significó un aumento del gasto público porque el aporte estatal debía cubrir la brecha entre el gasto de BPS y los aportes de trabajadores y empleadores. Sin AFAP, esa brecha era 2,9% del PIB (10,4% - 7,5% respectivamente), luego de la reforma, con AFAP, pasó a ser 4,8% del PIB (12,3% - 7,5% respectivamente).

De esta forma, la existencia de las AFAP y los intereses que paga el Gobierno Central para hacerse de esos recursos que necesita para cubrir el “agujero” que surge de las transferencias a las AFAP es el único y gran problema financiero del BPS de acá a 15 años, con repercusión negativa inmediata en el resultado final del sector público. Sin AFAP y considerando el aporte estatal a través de los siete puntos del IVA, el BPS sería superavitario. En cambio, la Ley 20.130, al extender el sistema AFAP, hará más vulnerable aún en el corto plazo el financiamiento genuino del BPS y profundizará el déficit fiscal. El nuevo sistema no soporta la transición y atenta temerariamente contra la estabilidad de las finanzas públicas en los próximos 15-20 años.

El segundo estrepitoso fracaso alcanzó al plato fuerte del cambio de sistema, consistente en la capitalización individual del 50% de los aportes de los trabajadores. En efecto, en vez de una mejor jubilación por ese tramo de aportes administrado por las AFAP, buena parte de los trabajadores se enfrentó a la perspectiva de una jubilación inferior a la que hubieran obtenido en el BPS de no haber sido obligados a afiliarse a una AFAP. De hecho, el promedio de las rentas jubilatorias que perciben los actuales jubilados por ese tramo es menor a 3.000 pesos para el 80% de los rentistas. El movimiento llamado “los cincuentones” puso de manifiesto dicho fracaso y logró que el gobierno del Frente Amplio dictase una ley que permitió revertir los efectos de la afiliación a quienes lo solicitaran por sentirse afectados.

Por si fuera poco, la Ley 20.130 crea “los cuarentones”, refiriéndose a aquellos trabajadores que no estaban obligados a afiliarse a alguna AFAP, pero que fueron seducidos a hacerlo, con la promesa de bonificar 50% su sueldo base jubilatorio. La ley deroga esa bonificación y otorga la posibilidad de revertir dicha afiliación, con lo cual efectivamente se les confisca un derecho que iba a reportarles una mejora en su pasividad BPS.

Fue también un fracaso la presunta competencia entre las compañías de seguros que otorgarían la renta a partir de la capitalización individual. Se retiraron del negocio y quedó sólo el Banco de Seguros del Estado. Y allí quedó evidenciada otra arista del descalabro, ya que el nivel de la renta jubilatoria queda supeditado a la tasa de interés técnica que fije el Banco Central del Uruguay (BCU), aplicable a los capitales acumulados, así como a la determinación de los años en que se brinda la renta, dada la esperanza de vida. Decisiones unilaterales que inciden a la baja en el nivel de la prestación.

Similitudes y diferencias con 1989

Este plebiscito de 2024 tiene muchas similitudes y algunas diferencias con el de 1989. Surge de la base popular, reivindicando aspectos cuya justicia y necesidad rompen los ojos, como la equiparación de la pasividad mínima al salario mínimo y la eliminación de las AFAP, y finalmente establece garantías para que el manejo de los parámetros del sistema no desvirtúe la voluntad popular de que el ajuste no lo pague el pueblo. Su financiamiento a corto y mediano plazo está bien fundamentado, salvo que se tenga ceguera ideológica. Libera recursos para que puedan ser aplicados a otras áreas del gasto público, como ser políticas que tiendan a erradicar la pobreza en niños y adolescentes. Cabe preguntarse, con mente abierta, qué asegura más la sustentabilidad financiera del país hacia el largo plazo: ¿la escasa canalización productiva de los recursos del ahorro obligatorio en las AFAP? ¿O la inversión de esos recursos en educación, salud, vivienda? ¿No habremos perdido un cuarto de siglo aferrados a un costoso proyecto que no evidencia resultados ni siquiera en su propia lógica?

El plebiscito trae justicia, financiamiento genuino y descomprime la presión alcista sobre el déficit fiscal en el corto plazo.

Pero, a diferencia de 1989, el neoliberalismo está más fuerte y allí tenemos un sistema político que embiste contra la reforma, o bien la mira de reojo. Particularmente el nerviosismo ofusca al oficialismo multicolor, que festejaba la Ley 20.130 como el segundo intento de revertir los efectos favorables al trabajo dados por la reforma de 1989, aunque sin hacerse cargo del fracaso rotundo que tuvo el primer intento.

Este es un episodio no menor de la pulseada entre el capital y el trabajo. Esta pugna se da entre los partidarios del “ajuste permanente” y quienes, en las antípodas de lo expresado por Javier Milei, entendemos que detrás de cada demanda legítima nace un derecho y es deber del Estado hacer los máximos esfuerzos para obtener el financiamiento adecuado para satisfacerlo.

Entre los que entienden que la mayor productividad debe aplicarse exclusivamente al aumento de la rentabilidad y quienes consideramos que debe redistribuirse, y que una forma importante de hacerlo es, justamente, su mayor contribución a una seguridad social equitativa y garante de derechos.

Entre quienes se presentan como custodios del equilibrio fiscal, pero lo afectan gravemente a corto plazo, detrayendo recursos genuinos de los aportes, y quienes no queremos que siga presionándose al alza el déficit fiscal del sector público (eso sí va a explotarle en la cara a cualquier próximo gobierno).

El plebiscito trae justicia, financiamiento genuino y descomprime la presión alcista sobre el déficit fiscal en el corto plazo.

Al respecto constatamos, en primer lugar, que, de aprobarse el plebiscito, cesará la sangría financiera del BPS por transferencias anuales a las AFAP (1,9% del PBI), lo cual sumará al retorno, aunque sea paulatino, del fondo ahorrado por los trabajadores en poder de las AFAP. Pasa de una titularidad nominal en la AFAP a otra nominal en el BPS, donde respalda los correspondientes derechos jubilatorios. Dicho monto global es el 33% del PIB. Estimando un plazo prudente de 10 años para su retorno, tendríamos un refuerzo del 3,3% del PIB anual en las arcas del BPS. Se cubre con creces el salto en el gasto resultante de la equiparación de la pasividad mínima al salario mínimo (0,8% del PIB), así como el paulatino avance del gasto BPS al retomar el pago de 100% de las jubilaciones “caras”.

La preocupación por el largo plazo es atendible, pero en el marco de un estudio más global sobre el desarrollo económico y social del país, donde la variable demográfica tiene su peso pero no necesariamente es el más relevante, y donde se impone integrar muchas variables, discutiendo a fondo los supuestos que se introducen. La Ley 20.130 pretende desactivar alarmas (exageradamente propaladas) sobre el aumento de la asistencia financiera del gobierno central al BPS, la que, se afirma, al cabo de 50 años, si nada cambia, subiría al 7% del PIB. Al respecto, lo que puede ser correcto desde un punto de vista actuarial, validando resultados a 50 o 70 años, puede ser muy controversial en un mundo cambiante como el actual, donde la velocidad de los cambios tecnológicos y culturales marcan el escenario. Ello sin perjuicio del sesgo ideológico que puede estar presente en cualquier tipo de proyección, tal como aplica al caso, cuando se “silba para arriba” ante el desfinanciamiento de corto plazo. O, peor aún, se lo utiliza para justificar más ajuste invocando un “espacio fiscal” con techo inalterable al alza para no afectar a los “malla oro”. Cabe preguntarse: si la gente vive más y mejor, ¿aplicaremos la misma lógica de ajuste regresivo para el gasto en salud?

La reforma del plebiscito, lejos de ser agravante, da holgura financiera, da tiempo para que se encare por ley una mejor solución a la situación de largo plazo. Eso sí, marca un camino para que no se borre con el codo lo que se escribe con la mano.

Carlos Viera es economista y fue director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (2005-2007).