Denunciar situaciones de abuso policial es tan complejo como frustrante. Quizá sea una de las peores experiencias que puede enfrentar un ciudadano a la hora de formular un reclamo concreto contra el Estado. Algunas razones que explican estas dificultades son intuitivas y estructurales. Entre ellas, puede destacarse que resulta funcionalmente incómodo que las mismas personas que llevan a cabo tareas de investigación también estén corporativamente comprometidas y, en ciertas ocasiones, jerárquicamente subordinadas a los imputados y/o responsables de esos posibles delitos.
También existen motivos adicionales, como la dificultad de recabar evidencias mínimas, el riesgo de exponerse a una posible denuncia por desacato y/o agravio a la autoridad, el temor de los testigos frente a la incriminación de policías, el temor del propio denunciante, los actos de entorpecimiento de la propia policía investigadora, entre otros.
En esta pequeña contribución propongo repasar brevemente algunos dispositivos normativos e institucionales que montan el laberinto perfecto para extraviar la denuncia efectuada por una víctima de violencia policial, y las razones que hacen prácticamente imposible encontrar una respuesta eficiente en la administración de justicia.
En primer lugar, se advierten todo tipo de dificultades prácticas a la hora de denunciar a funcionarios policiales en las seccionales policiales. Las magras disponibilidades de turno de la Fiscalía General de la Nación no permiten contar con una alternativa distinta para efectuar la denuncia. En todo caso, dejar pasar el tiempo hasta tener un turno –que llegará varios meses después– para presentar una denuncia en la Fiscalía implica lisa y llanamente renunciar a cualquier posibilidad sustentable de obtener una respuesta del Estado.
Lo segundo es la evidencia y las dificultades para recolectar algunos elementos cruciales. “La cámara no tenía pilas” es una respuesta que pretende ser convincente en un proceso real en el que actualmente se investiga la responsabilidad penal de policías por lesiones graves. La imposibilidad de acceder al registro fílmico que portaba ese funcionario fue cancelada, en ese caso, con un argumento tan infantil como arrogante. Y, por supuesto, es un claro síntoma de la sensación de impunidad que campea en ciertos círculos policiales producto del reforzamiento distorsionando del principio de autoridad en las distintas reformas contenidas en la ley de urgente consideración.
En tercer lugar, muchos de estos procedimientos implican que las declaraciones preliminares de los funcionarios son recolectadas también por policías y las preguntas y respuestas de estos interrogatorios revelan un sesgo de irresponsable parcialidad corporativa. Y lo que es grave, esas actas de investigación policial –que muchas veces no consisten más que en dos o tres oraciones– son consagradas como evidencia incontestable y excluyente de cualquier tipo de responsabilidad penal de los funcionarios. Las demoras en la asignación de competencias y diligenciamiento de evidencias básicas, como la orden de una pericia forense para constatar lesiones, hacen que la evidencia necesaria desaparezca, y con ella, la existencia de un auténtico “caso” de responsabilidad penal de funcionarios.
Denunciar situaciones de abuso policial es tan complejo como frustrante. Quizá sea una de las peores experiencias que puede enfrentar un ciudadano a la hora de formular un reclamo concreto contra el Estado.
Como si fuera poco, en algunas ocasiones las víctimas de violencia policial son citadas para prestar testimonio en investigaciones administrativas sancionatorias sin que exista un acompañamiento institucional apropiado, y en esos casos la falta de información hace que muchos denunciantes crean que están siendo investigados como responsables de vaya a saber qué delito contra la autoridad.
Si bien la dirección técnica de la investigación pertenece a los fiscales, en muchas ocasiones la escasez de recursos o la propia solidaridad corporativa hace que ni siquiera esos funcionarios policiales sean citados nuevamente a declarar ante la Fiscalía. La versión de la Policía siempre va a tender lógicamente a la exclusión de su responsabilidad. Sin un protocolo claro y preciso de cómo se debe investigar y tomar declaración a los policías es imposible asegurar un estándar de mínima imparcialidad para esas investigaciones. Precisamente, es crucial despolicializar las investigaciones de violencia cometida por funcionarios policiales, so riesgo de incumplir seriamente los deberes soberanos que emanan, por ejemplo, de la ratificación del Estatuto de Roma y de otros instrumentos del sistema interamericano y universal de derechos humanos.
Frente a este mínimo diagnóstico se pueden proponer remedios de inmediata aplicación. Es necesario contar con una instrucción general que regule específicamente el recetario de actos de investigación pertinentes y conducentes que deben ser preceptivamente ejecutados en casos de violencia policial. El contenido de este recetario puede variar, pero resulta fundamental regular deberes de diligenciamiento de ciertas evidencias, de forma tempestiva, y tomar recaudos necesarios para evitar el entorpecimiento de la investigación. Por otra parte, deberíamos contar con una policía judicial de investigaciones, especializada e independiente de los lazos funcionales de subordinación que muchas veces pueden perjudicar la calidad e imparcialidad de las investigaciones.
En síntesis: sin un reajuste estructural, es posible que las cámaras nunca tengan pilas, que los machucones sean producto de una caída, que las lesiones sean accidentales, y toda una serie de excusas y objeciones que pretenden sustentar cínicamente que la violencia policial no existe en nuestro país. Y lo que es más grave: la falta de investigación de situaciones de violencia policial contribuye a las generalizaciones injustas sobre cientos de funcionarios que cumplen responsable y diligentemente con sus deberes, pese a que ciertos círculos políticos se dediquen cobardemente a azuzarlos con discursos belicistas y profecías de impunidad.
Rodrigo Rey es abogado.