Los acontecimientos de esta semana en Venezuela causan una profunda preocupación. El país caribeño ha tenido fuertes vínculos con el nuestro y llegó a ser miembro pleno del Mercosur, del que está suspendido desde hace casi ocho años debido a que Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay entendieron que el gobierno de Nicolás Maduro era responsable de una “ruptura del orden democrático”, que hasta hoy no consideran, con razón, restablecido.

En Venezuela hay un creciente deterioro del consenso sobre la legitimidad de las instituciones. Desde los poderes del Estado hasta las organizaciones de la sociedad civil, pasando por unas Fuerzas Armadas muy involucradas en negocios y negociados, han sido instrumentos de una lucha salvaje por el poder, sostenida en gran medida por el interés extranjero en las grandes riquezas naturales del país. Cuesta identificar algún actor de esa lucha que no tenga responsabilidades graves en materia de corrupción, violencia política y quebrantamiento de las reglas de juego republicanas. Faltan escenarios neutrales para el diálogo y personas respetadas por todas las partes.

El año pasado, los acuerdos entre el gobierno y la oposición alcanzados en Barbados, con mediación internacional, crearon la esperanza de que la convivencia comenzara a reencauzarse en forma democrática. Lamentablemente, esos acuerdos no se cumplieron y hubo un manejo inaceptable del proceso electoral por parte de las autoridades, desde las restricciones a la actividad opositora durante la campaña hasta las irregularidades en el escrutinio de los votos el domingo 28 de julio, con un resultado oficial sin evidencia que lo fundamente una semana después.

Para peor, la semana que termina se caracterizó por un aumento de la represión y el hostigamiento a opositores, con denuncias de asesinatos y desapariciones. Todo esto destruye aún más el terreno común, aumenta el aislamiento del régimen encabezado por Maduro y determina un fuerte retroceso de las expectativas, en un contexto socioeconómico con problemas nuevos.

Las sanciones internacionales y la caída de la renta petrolera se sumaron a la mala gestión y la corrupción en el Estado para deteriorar las políticas públicas y aumentar la pobreza, con el correlato de una fuerte emigración que se mide en millones de personas. En los últimos años, el gobierno revirtió varias orientaciones históricas del chavismo y alentó una recuperación económica con protagonismo privado y crecimiento de la desigualdad.

La situación es atroz y puede empeorar. La denuncia y la presión internacional le servirán al pueblo venezolano en la medida en que las acompañen iniciativas inteligentes de mediación, que contribuyan a restaurar condiciones básicas para una salida pacífica.

En Uruguay, el intento de aprovechar la crisis para operaciones electoralistas rastreras no sólo disminuye nuestra capacidad de ayudar a Venezuela. También debilita nuestra propia convivencia democrática.