Estamos en época de campaña electoral y, por lo tanto, de discusión de programas. En todos ellos, y con buen criterio, aparece el tema de la salud mental, en tanto eje de preocupación de uruguayas y uruguayos. Mucho se habla de la desmanicomialización, de evitar la estigmatización y de cortar el círculo consumo-enfermedad mental. Pero ¿de dónde surge este estigma y cuánto de él está arraigado en nuestro interior?

Habrá que indagar en los orígenes mismos de las concepciones de salud-enfermedad. Porque lo que sí ha sucedido es que en la Antigüedad, en épocas de paradigmas mágicos y de brujos y chamanes, aquellas y aquellos que eran capaces de delirar, lejos de ser discriminados, eran venerados, en tanto se creía que poseían dones y visiones que les permitían entrar en trance con dioses y muertos.

Con el transitar de la historia, y con la visión dual (biológica y mental), comienza la aceptación de la salud como algo físico, lo que se intensifica con el paradigma mecanicista, hegemónico durante la Revolución Industrial. Allí, a semejanza de las máquinas, se asume el cuerpo como uno y, por lo tanto, los órganos como piezas que deben actuar en perfecto funcionamiento. La salud pasa a ser la máquina silenciosa en la que todos sus órganos están bien y trabajan en armonía. Por otro lado, también da lugar a la medicina especializada, en la que el objeto de estudio y tratamiento son los órganos. En consecuencia, surgen la cardiología, la neumología, la gastroenterología, la reumatología, y así las distintas especializaciones que, sin lugar a dudas, mucho han aportado al desarrollo de las ciencias de la salud. Pero no es menor que también hayan generado una mirada centrada en la enfermedad y la aparición de los hospitales como grandes palacios de la enfermedad.

Después de que Louis Pasteur descubrió el origen de las enfermedades infecciosas y, por lo tanto, del contagio, de alguna manera surgió el temor de la transmisibilidad de las enfermedades mentales como si fueran las infecciosas, y con ello el prejuicio y la idea de aislar a las personas en manicomios, que más que centros de tratamiento eran lugares de confinamiento más similares a prisiones que a hospitales. De hospitalarios no tenían nada. Y ni que hablar de las terapias. Pero eso excede este texto, que no pretende hablar del pasado sino explicar por qué hasta el día de hoy tenemos tan incorporados esos prejuicios.

En 1946, la Declaración de Alma Ata de la Organización Mundial de la Salud (OMS) revolucionó el campo de la salud y la redefinió como “completo bienestar de salud física, mental y social y no sólo la ausencia de enfermedad”, señalando por tanto esos tres componentes en interrelación: aspectos biológicos, psicológicos y sociales. Posteriormente se han ido incorporando dimensiones políticas y ecológicas a este concepto, como la capacidad de funcionamiento y los determinantes sociales de la salud.

Pero la salud mental, que comienza a ser considerada, no encuentra herramientas terapéuticas eficaces en el manejo de las enfermedades psiquiátricas hasta la década del 50 del siglo XX. Por eso el tratamiento que se utilizaba hasta entonces consistía en internar a dichas personas en centros en contacto con la naturaleza. Así surgen en Uruguay las colonias psiquiátricas Bernardo Etchepare y Santín Carlos Rossi.

Tal como lo habíamos mencionado, se descubre en el siglo XX, de forma “accidental”, la acción antimaníaca del litio, en 1949, y luego se introduce la clorpromazina en 1952 y el meprobamato en 1954, se descubre la imipramina en 1955, así como el uso psiquiátrico de la iproniazida en 1957 y la introducción del clordiazepóxido en 1960.

A pesar de ello y del cambio de paradigma, en los hechos persiste en el imaginario y en la praxis el modelo médico preponderante, sin considerar el resto del equipo de salud en igual jerarquía, y dentro de ello la consideración del especialista en detrimento de la medicina generalista y la priorización de la atención a la enfermedad por sobre mantener a las personas en salud.

Hasta el día de hoy, es más considerado y mejor remunerado el especialista que los generalistas, lo que explica las largas listas de espera para especialistas y, en muchos casos, la derivación absurda de patologías prevalentes y sin complicaciones que bien deberían ser manejadas en el primer nivel de atención, donde además se evalúan en integralidad con un enfoque de determinantes sociales.

También, lamentablemente y a pesar de estas herramientas, persiste la estigmatización de las afecciones de salud mental y con ello la priorización de los “hospitales psiquiátricos” por sobre la atención en policlínicas, centros de salud y hospitales generales y por sobre un enfoque familiar y comunitario de estas patologías.

Nadie que tenga una afección de su salud cardiovascular recurre a una internación en un “hospital del corazón”, salvo que requiera una cirugía híper especializada. Nadie que tenga una enfermedad respiratoria es internado en una “clínica pulmonar”. Y aun en estos casos, luego del tratamiento, la persona es dada de alta y devuelta a su hogar, a su vida familiar y social, y, cuando las condiciones lo permiten, a su vida laboral o escolar. Sin embargo, esto no siempre sucede con las personas con patologías psiquiátricas. De este modo, podemos ver personas que viven desde hace muchos años en lugares como el hospital Vilardebó o las colonias. Sumado a ello, están las personas que frente a un delito han sido evaluadas como “inimputables” y son derivadas por la Justicia, quedando muchas veces más años internadas que si hubiesen sido declaradas imputables y hubiesen cumplido una condena. Estando de alta médica, sin un juez que la autorice, quedan confinadas en el hospital psiquiátrico y lo más probable es que la Justicia “olvide” su situación.

Los centros especializados de salud mental que se proponen en los discursos de algunos presidenciables, lejos de solucionar algo, retrotraen al papel de los centros manicomiales estigmatizantes del pasado.

Imagine el lector o lectora lo que sucederá con la reciente Ley 18.787, de “Prestación de asistencia obligatoria por parte del Estado a las personas en situación de calle”, en la que se establece: “El Ministerio de Desarrollo Social podrá solicitar al prestador de salud correspondiente o a distintos centros de atención médicos, el traslado a las instituciones médicas de personas que se encuentren en situación de intemperie completa, aun sin que estas presten su consentimiento, siempre que su capacidad de juicio se encuentre afectada como consecuencia de una descompensación de su patología psiquiátrica o por el consumo de sustancias psicoactivas”.

La Ley de Salud Mental (19.529), aprobada en 2017, aborda la temática de la salud mental desde un enfoque integral y de derechos, lejos de la mirada estigmatizante, apostando a la autonomía y a la inserción social. En el artículo 16 establece que “la atención en salud mental se organizará por niveles de complejidad, tendrá como estrategia la atención primaria en salud y priorizará el primer nivel de atención”, y señala además en el artículo 17 que “el proceso de atención debe realizarse preferentemente en el ámbito comunitario, en coordinación desde ese ámbito hacia los niveles de mayor complejidad cuando sea necesario. Esta atención se realizará en el marco de un abordaje interdisciplinario e intersectorial y estará orientado a la promoción, reforzamiento y restitución de los lazos sociales”. Asimismo, se mencionan los dispositivos comunitarios, recursos necesarios y redes territoriales para abordarlos con equipos interdisciplinarios. Establece que la hospitalización es considerada un recurso terapéutico de carácter restringido, que deberá llevarse a cabo sólo cuando aporte mayores beneficios que el resto de las intervenciones realizables en el entorno familiar, comunitario y social de la persona, y será lo más breve posible. Se fundará exclusivamente en criterios terapéuticos con fundamentos técnicos, reservándose especialmente para situaciones agudas y procurando que se realice en hospital o sanatorio general, y en el caso de niñas, niños y adolescentes, en hospital pediátrico o en áreas de internación pediátrica en hospitales generales. Agrega que “en ningún caso la hospitalización será indicada o prolongada para resolver problemas sociales o de vivienda” (véase, sin embargo, el contenido de la Ley 18.787, de internación compulsiva, que entra en contradicción con esta).

Los centros especializados de salud mental que se proponen en los discursos de algunos presidenciables, lejos de solucionar algo, retrotraen al papel de los centros manicomiales estigmatizantes del pasado. El discurso fácil o de “todo se arregla con recursos” es no sólo una falacia, sino también peligroso. Y si bien no todo se arregla con recursos, también es cierto que es necesario un presupuesto importante dirigido a dispositivos comunitarios, con equipos interdisciplinarios que incluyan, además de los trabajadores de salud, cuidadores, educadores y otros profesionales que contribuyan a la reinserción social. Esto exige no sólo la formación de trabajadores en estas necesidades, sino también con el fin de disminuir resistencias aún muy instaladas en el ámbito de las y los trabajadores de la salud. Se requiere para las y los mismos la tranquilidad de que la reconversión en estas áreas, lejos de disminuir su fuente laboral, la incrementa y mejora el ámbito de trabajo, humanizando además tanto a personas que padecen la enfermedad como jerarquizando a los trabajadores que se hacen cargo.

Es necesario abandonar el paradigma médico hegemónico, pero sin sustituirlo por un paradigma antimédico sino, efectivamente, por trabajo interdisciplinario. También es necesario vencer ciertas resistencias en la sociedad, incluida la de las familias que han sido víctimas de aquella historia y han vivido la enfermedad de sus seres queridos con vergüenza y culpa. Llegará el momento en el que los manicomios ya no existan y esos edificios pasen a ser centros de primer nivel de atención con policlínicas de salud mental, sí, pero con otras policlínicas y espacios culturales, dejando la internación psiquiátrica para hospitales generales donde los pacientes convivan con enfermos de patologías orgánicas. Pero eso deberá ser paulatino, sin atropellar historias de años. Es cierto que aún hay personas internadas en las colonias desde que eran niños. Las colonias son, pues, su hogar, y los demás internados y trabajadores son sus familias.

La salud mental implica mucho más que la atención a la salud mental, pero cuando me preguntan, desde mi perspectiva, qué se requiere para abordar el desafío de la atención, respondo que es necesario tener un enfoque integral y de determinantes sociales, un presupuesto mayor al que hoy se dedica (dispositivos comunitarios no implica que sean más baratos), formación y adhesión de las y los trabajadores de la salud promoviendo trabajo interdisciplinario y venciendo las resistencias, trabajo contra la estigmatización de la sociedad en su conjunto y reconvertir espacios de atención en forma paulatina pero con paso firme y sin descanso. Como en otras políticas, se requiere convertirla en una política de Estado que trascienda períodos de gobierno y establezca continuidad en las principales líneas estratégicas.

Susana Muñiz es médica y fue ministra de Salud Pública y presidenta de la Administración de los Servicios de Salud del Estado.