La seguridad en debate es un espacio que promovemos desde la diaria para dar una discusión a fondo sobre sociedad y políticas de seguridad. Profesionales en la materia brindan sus aportes para abrir un debate necesario en estos tiempos.
Dos conceptos dominan la discusión política sobre seguridad en Uruguay: convivencia y prevención. Confluyen en ellos sentidos diversos, incluso contradictorios. Ambos han adquirido tal nivel de generalización que se han convertido en “conceptos-baúl”, capaces de agrupar significados diversos y a menudo contradictorios. Así, las luces y –principalmente– las sombras de la seguridad se sintetizan en el limitado horizonte de imaginación que la política nos propone para vivir sin miedo y seguros. En el generoso paraguas de la convivencia y la prevención hay lugar para todo.
La policía queda atrapada en esta compleja red de significados. Se espera de ella que prevenga el delito, que construya convivencia, que pegue cuando haya que pegar y, al mismo tiempo, funcione como una especie de asistente social. Este “multitasking” debilita su desempeño y frena su profesionalización.
En este texto queremos cuestionar los conceptos de convivencia y prevención, mostrar sus claroscuros y sobreentendidos peligrosos. Nos interesa especialmente reflexionar sobre qué tipo de policía necesitamos para lograr la convivencia democrática que anhelamos todos, y señalar algunos caminos para guiarla en esa dirección.
Convivencia y prevención: el pacto de la seguridad realmente existente
Los políticos suelen lamentarse por la falta de acuerdos en seguridad. Pero lo cierto es que ya existe un consenso tácito que atraviesa todas las ideologías: hay que prevenir el delito y fomentar la convivencia. A este acuerdo lo llamamos “el pacto de la seguridad realmente existente”.
La política firma este pacto con premura. No es casualidad que casi todos los partidos hablen de seguridad y convivencia en sus programas de gobierno. Pero ¿qué entendemos por convivencia? ¿Qué prevención? Y, sobre todo, ¿qué tipo de policía necesitamos para cumplir con estas expectativas?
La noción de convivencia, entendida como lo opuesto a la inseguridad, tiene sus raíces en América Latina, especialmente en la Bogotá de la década de 1990 bajo la alcaldía de Antanas Mockus. Su propuesta era crear una cultura de tolerancia y no violencia mediante intervenciones urbanísticas, programas culturales y dispositivos de resolución pacífica de conflictos.
Sin embargo, Bogotá no es América Latina. Con el tiempo, el concepto de convivencia se fue extendiendo y desvirtuando. Se convirtió en un eslogan que, en algunos casos, justifica medidas punitivas.1 En Uruguay, por ejemplo, ha servido de pretexto para el endurecimiento de penas y allanamientos nocturnos, una contradicción flagrante con su espíritu original.
El secreto de la prevención policial
La prevención, por su parte, es otro terreno espinoso. El nuevo consenso sobre seguridad exige que la policía se adelante al delito. Es mejor prevenir que curar. Sin embargo, investigaciones criminológicas demuestran que la prevención policial es ineficiente. David Bayley lo advirtió hace más de 30 años: “La policía no previene el crimen. Este es uno de los secretos mejor guardados de la vida moderna. Los expertos lo saben, la policía lo sabe, pero el público no lo sabe”.2
La prevención supone reducir los riesgos y las causas del delito. La policía puede investigar eficazmente el delito y disuadirlo en ciertos contextos, pero la verdadera prevención generalmente recae en otras instituciones. Sin embargo, las fuerzas policiales de todo el mundo se suman a esta lógica porque las mantiene en la agenda política.
El problema es que la lógica preventiva también alimenta la estigmatización y la discriminación social. Como bien señala Esteban Rodríguez Alzueta, “la prevención es el caballo de Troya del punitivismo”.3 En su nombre, proliferan linchamientos, hostigamiento policial, detenciones arbitrarias y encarcelamientos masivos que no sólo no resuelven el problema del delito, sino que crean las condiciones para que se perpetúe.
Una policía profesional para el nuevo pacto de seguridad
A primera vista, la versatilidad conceptual de la convivencia y la prevención podría parecer ventajosa. Sin embargo, oculta una serie de problemáticas profundas: invisibiliza las violencias estructurales y las causas complejas que las generan, perpetúa políticas ineficaces y, lo que es aún más preocupante, bloquea la imaginación política.
Estos conceptos, tan frecuentemente utilizados en el debate público, se han vuelto parte del discurso habitual en tiempos electorales. ¿Por qué? Porque funcionan como mercancías políticas altamente cotizadas. En un contexto en el que el miedo y la seguridad se han convertido en temas prioritarios para el electorado, los eslóganes de “convivencia” y “prevención” ofrecen una respuesta rápida, fácil de comprender y aparentemente efectiva. Sin embargo, si se limitan a ser meros eslóganes, no lograrán mayor desarrollo que el que ocupan algunos párrafos en un programa de gobierno.
En medio de este confuso entramado, es fundamental formular y resolver una pregunta anterior a las ya tradicionales de cómo prevenir el delito o cómo fomentar la convivencia: ¿qué tipo de policía necesitamos para cumplir con estas metas?
Sabemos que el tema de la profesionalización policial no es el más sexy desde una perspectiva electoral, pero nadie puede negar su importancia. Al margen de las modas políticas, es crucial esbozar acciones concretas.
Si realmente aspiramos a tener una policía democrática, la política no puede gobernarla mediante eslóganes vacíos. Es necesario replantear la discusión y enfocarnos en cómo profesionalizar la Policía Nacional.
Sabemos que el tema de la profesionalización policial no es el más sexy desde una perspectiva electoral, pero nadie puede negar su importancia. Al margen de las modas políticas, es crucial esbozar acciones concretas que no han recibido la atención que merecen en las plataformas de campaña. Profesionalizar la policía no se limita a ofrecer capacitaciones esporádicas, crear nuevas unidades o adquirir equipamiento, sino que también significa construir una institución que pueda responder a las exigencias del contexto social actual y a las expectativas de la ciudadanía. Esto implica una serie de reformas profundas que aborden no sólo la formación, sino también la estructura y las condiciones de trabajo dentro de la institución.
La profesionalización de la policía implica una formación especializada y basada en la evidencia. No basta con un entrenamiento físico y táctico; es fundamental dotar a los agentes de competencias que les permitan no sólo reaccionar ante el delito, sino también prevenirlo e investigarlo de manera eficaz. Esto implica la capacidad de analizar datos, elaborar diagnósticos empíricos, manejar tecnologías avanzadas y gestionar conflictos de manera proporcional y eficiente. Además, los policías deben ser consumidores activos de la literatura criminológica y contar con la habilidad de diseñar estrategias de intervención basadas en estudios científicos.
Para alcanzar este nivel de preparación, es necesario desarrollar un sistema educativo policial más robusto, que ofrezca carreras especializadas desde la formación inicial. Estas carreras permitirían a los agentes enfocarse en áreas clave como el análisis criminal, las ciencias forenses, la mediación de conflictos o la investigación criminal, disciplinas esenciales para una actuación de calidad. La creación de un instituto universitario policial sería un avance importante en este sentido, al ofrecer no sólo formación policial, sino también profesionales capaces de nutrir a la institución con enfoques interdisciplinarios y un diálogo constante con el ámbito académico.
Por otro lado, es necesaria una organización policial distinta a la actual, atrapada en prácticas burocráticas y lógicas de poder que perpetúan la ineficiencia. La clave para lograr una organización funcional radica en eliminar la creación arbitraria de cargos y los ascensos basados en vacantes en lugar de méritos, así como poner fin a operativos y detenciones injustificadas que sólo buscan inflar estadísticas sin mejorar realmente la seguridad. Para ser efectiva, la policía debe operar bajo un sistema de evaluaciones continuas que le permita aprender de sus propios errores y aciertos. A su vez, la transparencia debe ser un principio fundamental, abriendo la institución a auditorías externas que puedan identificar sus falencias y sugerir mejoras.
Una transformación organizacional de este tipo requiere una gestión de recursos policiales racionalista, muy diferente a la actual. Y es que la política suele ser muy generosa con la policía. Responde a las demandas policiales del mismo modo que lo hace con todo el sistema penal: dadivosamente. Todos los partidos proponen aumentar (a veces dicen fortalecer) la policía ya existente: específicamente, más policías y comisarías más robustas. Pero nuestra Policía ya se encuentra bastante fortalecida. La Organización de las Naciones Unidas sugiere una tasa de 2,8 policías cada 1.000 habitantes, y Uruguay ronda los 9 cada 1.000 habitantes ¿Por qué continuar sumando policías cuando ya tenemos tantos? ¿No tiene más sentido profesionalizar a nuestros funcionarios en lugar de sumar nuevos? Por otro lado, ¿qué comisarías imagina la política? Se asume que en una comisaría se previene, se disuade, se investiga y se reprime mejor que en otras unidades, pero nunca se explica el fundamento de esa lógica. No necesitamos más policía (ni más sistema penal). Por el contrario, necesitamos pensar las instituciones penales de un modo racional, minimalista, dinámico. El delito corre a otra velocidad que la del sistema penal, acostumbrado a reproducir estructuras y prácticas ineficientes. Lo que necesitamos son instituciones versátiles, altamente profesionales, capaces de diagnosticar, anticiparse y responder ágilmente a las dinámicas delictuales. Insistimos: sin una racionalización de la gestión de recursos policiales, continuaremos engrosando una institución vetusta e incapaz de resolver nuestros problemas de violencia y criminalidad.
Finalmente, no es realista esperar que todo lo anterior pueda materializarse sin antes mejorar las condiciones laborales de los funcionarios policiales y abordar los graves problemas de salud mental que los afectan.
Si las experiencias laborales de los policías salieran a la luz por completo, probablemente un ministro del Interior no podría mantenerse en el cargo ni una semana en un gobierno verdaderamente comprometido con la transformación de la institución. Los casos de acoso sexual y laboral que sufren las mujeres policías por parte de sus jefes y compañeros, la estigmatización que enfrentan aquellos que solicitan licencias por problemas de salud mental, la persecución sindical y las sanciones arbitrarias y humillantes, así como el uso de subalternos como servidumbre personal por parte de algunos comisarios, son sólo una parte del sombrío panorama que enfrentan nuestros suboficiales. Todo esto se agrava con un dato inquietante: en Uruguay, los policías se suicidan tres veces más que los civiles, en un país que ya tiene la tasa más alta de suicidios en América Latina.
Pensar que estos problemas pueden resolverse con la simple implementación de talleres o la contratación de psicólogos es ingenuo. Lo que se necesita es una organización comprometida con diagnosticar las variables ocupacionales que generan estos problemas, para luego desplegar un conjunto de políticas de salud mental dirigidas específicamente al personal en situación de riesgo. Es fundamental contar con juntas médicas permanentes y con los recursos adecuados para asegurar una evaluación continua y precisa de la situación de los policías afectados por problemas de salud mental.
Sin embargo, tal vez lo más urgente sea transformar las relaciones sociales dentro de la policía, en particular las dinámicas entre jefes y subordinados, y las interacciones entre hombres y mujeres. En una policía moderna y profesional no debería haber espacio para las lógicas verticalistas y autoritarias que actualmente dominan la relación entre superiores y subalternos. Estas deben ser sustituidas por formas de interacción más horizontales y colaborativas, acompañadas de incentivos y oportunidades de formación para el personal en posiciones de liderazgo, con el objetivo de fomentar estilos de mando más positivos y constructivos.
Cimientos para un nuevo pacto de seguridad
Quizás es momento de que la política vaya pensando en firmar un nuevo pacto de seguridad. No es necesario un documento extenso ni complejo, sino partir de dos puntos clave.
El primero es la profesionalización policial. Una policía como la que hemos descrito, creemos, estaría capacitada para brindar un servicio público de calidad, a la altura de las políticas de convivencia y prevención que tanto se mencionan pero que tan poco se concretan.
El segundo punto implica reformular estas políticas, superando los eslóganes vacíos y los clichés. Es fundamental que las nuevas políticas se basen en diagnósticos precisos y en un enfoque multiagencial que integre la seguridad como un aspecto central. Porque en temas de seguridad, a menudo se exige demasiado a la policía, pero muy poco o nada a otras áreas clave, como la protección social o el urbanismo, y en este asunto todas las agencias involucradas tienen deberes pendientes.
En política, las ideas no pueden darse por sentadas; son siempre terreno de disputa. Si no se debaten y se desarrollan adecuadamente, corremos el riesgo de caer en sobreentendidos peligrosos y en apropiaciones malintencionadas de conceptos clave, como ha ocurrido con la palabra “libertad”. Si la política no define de manera clara cómo concretar la convivencia y la prevención dentro de un nuevo pacto, y cuál será el lugar de la policía en ese marco, perderá una valiosa oportunidad para construir una agenda de seguridad verdaderamente alternativa.
Lo que tuvo Bogotá en los 90 fue imaginación política, audacia y un verdadero deseo de cambio. Ese es el espíritu que necesitamos hoy para crear un nuevo pacto de seguridad. La gran duda es si nuestra clase política estará a la altura de ese desafío.
Federico del Castillo es investigador de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam) y docente del Instituto Universitario Vucetich del Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires. Es candidato a doctor en Antropología Social por la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales de la Unsam y máster en Criminología por la City University of New York. Investiga sobre cuestiones policiales y de seguridad. Ricardo Fraiman es antropólogo social, investigador y consultor independiente especializado en violencias juveniles, violencias institucionales, fuerzas de seguridad y seguridad pública. Ha sido docente en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de la República, y coordinador del Programa de Seguridad Ciudadana (Ministerio del Interior/BID).
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Un oficial de la más alta jerarquía de la Policía Nacional uruguaya solía decir, con una sonrisa socarrona tras haber visitado el caso colombiano: “Jamás vi un arsenal más completo de rifles automáticos en una comisaría en mi vida”. ↩
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Bayley, DH (1996). Police for the Future. Oxford University Press. ↩
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Rodríguez Alzueta, E (2020). Prudencialismo. El gobierno de la prevención. Cuarenta Ríos. ↩