Nicolás Maduro inició ayer su tercer período como gobernante de Venezuela, en circunstancias aún menos democráticas que las de los anteriores. La presencia al frente de la oposición de personajes nefastos y funcionales a intereses extranjeros hostiles, que buscan controlar las grandes riquezas venezolanas, no valida los atropellos del régimen.

De 2013 a 2019, entre otras cosas, Maduro desconoció a la Asamblea Nacional elegida en 2015, en la que la oposición era mayoría (aun sin los cuatro diputados cuya asunción impugnó el oficialismo), e instrumentó que las funciones parlamentarias pasaran a ser ejercidas, en violación de las normas vigentes, por organismos que sus seguidores controlaban. Primero fue la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia y luego una presunta Asamblea Nacional Constituyente, que nunca redactó un proyecto de reforma constitucional. En 2017, los gobiernos del Mercosur (incluyendo el uruguayo, que presidía Tabaré Vázquez) decidieron suspender la participación de Venezuela debido a la “ruptura del orden democrático” en ese país.

Desde 2019, tres informes sucesivos de la alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, denunciaron graves crímenes cometidos por el régimen que Maduro encabeza. Entre ellas, 6.800 asesinatos perpetrados por fuerzas del Estado en poco más de un año, torturas, desapariciones forzadas, falta de independencia del Poder Judicial y una política de hostigamiento, criminalización y censura contra la oposición, el periodismo y militantes por los derechos humanos.

Las elecciones presidenciales realizadas el 28 de julio del año pasado fueron precedidas por una campaña con fuertes restricciones a la oposición, y se anunció como resultado oficial que Maduro había ganado, pero nunca se presentaron las actas del escrutinio.

El oficialismo venezolano declara ser socialista y continuador de los cambios realizados por Hugo Chávez, aunque desde hace años ha revertido sus políticas en áreas clave. Los resultados fueron aumentos de la pobreza, de la desigualdad y del lucro del sector privado, a menudo en alianza con la corrupción gubernamental y con unas Fuerzas Armadas que controlan actividades estratégicas en provecho propio. El régimen afirma que todos los problemas económicos y sociales se deben a la agresión imperialista, pero sus propias responsabilidades son muy evidentes.

Quizá la “unión cívico-militar-policial” de la que se jacta el régimen no sea tan “perfecta” como dice Maduro, pero sus capacidades represivas son muy poderosas. Si las sanciones y la presión internacional no traen consigo mediaciones que hagan posible la negociación de una salida y garanticen el cumplimiento de acuerdos, las perspectivas para el sufrido pueblo venezolano pueden empeorar aún más.

Desde Uruguay, poco aporta sumar adjetivos contra Maduro y tampoco es útil refugiarse en una presunta neutralidad muy parecida al silencio cómplice. Nuestro mejor aporte puede ser, como siempre, contribuir con firmeza e inteligencia a una salida pacífica.