Existieron épocas en las cuales era casi imposible pensar los temas del delito y la violencia sin referir a los condicionamientos estructurales, fueran los más inmediatos y lineales vinculados a la situación de pobreza o aquellos argumentos más elaborados sobre el impacto en las subjetividades que las diversas manifestaciones de la desigualdad iban tallando con el transcurso del tiempo, especialmente entre los sectores más jóvenes de la población.

La recepción de estas interpretaciones contaba con la firme oposición de quienes colocaban el énfasis en un variado repertorio de factores institucionales como elementos decisivos a la hora de explicar las razones por las cuales el crimen parecía extenderse por estas latitudes, desde la escasa adhesión por parte de algunas personas para conciliar sus intereses con la legalidad existente, pasando por el bajo rendimiento de las fuerzas que deberían mantener el orden conteniendo el delito.

No es necesario extenderse en esta columna sobre la multiplicidad de matices o incluso las posibles combinaciones entre ambas familias de enfoques teóricos. Nuestro propósito es plantear que ya no interesa mucho ninguna de ellas desde que el fantasma del crimen organizado comenzó a recorrer el continente.

El atentado contra la fiscal de Corte colocó en los medios de comunicación la expresión crimen organizado con una dimensión que no lograron otras manifestaciones del mismo fenómeno, dignas todas ellas también de integrarse a la vasta gama de comportamientos que el término supone. Pensamos, por ejemplo, en las cuantiosas estafas perpetradas con alevosa intención por los fondos ganaderos que afectaron a miles de personas o en las 9.000 libretas de conducir ofertadas al mejor postor en un pequeño pueblo del interior del país. Sin duda, manifestaciones delictivas que expresan una operación concertada entre tres o más personas que actuando en forma estable durante un tiempo, características que colocan a los imputados dentro de lo que la norma define como crimen organizado. Los hechos son de manifiesta gravedad, en tanto provocaron un significativo daño económico y en la salud de miles de personas en un caso y en el otro, comprometiendo la seguridad pública de la población en general por cuanto no parece razonable que los cotizantes de las libretas estuvieran todos ellos en condiciones de obtenerla en la oficina que corresponde y que en consecuencia brinden las necesarias garantías en la vía pública. A pesar de la manifiesta peligrosidad de quienes planificaron estos hechos, no son presentados con la misma visibilidad ni con los apodos habituales que suelen adjudicárseles a los que protagonizan los titulares de las páginas violentas del crimen organizado. Circulan en otros ambientes, poseen otras relaciones, tejieron los vínculos sociales necesarios como para ahorrarse el apodo identificatorio, que sí parece imprescindible utilizar cuando se trata de señalar a los betitos, los colos o los albines.

Estas breves reflexiones sobre algunos hechos de notoriedad pretenden introducir las complejidades que supone definir el crimen organizado tal cual se presenta actualmente, esa particular construcción comunicacional que, de acuerdo con Raúl Zaffaroni, constituye una “categoría frustrada”. El difuso contorno de conductas y situaciones que pueden integrarla no representa un llamado a limitar su aplicación, sino, por el contrario, parece ser que cuanto menos se logra diagnosticar y mayores dificultades metodológicas se agregan para su estudio científico, más situaciones del presente pretende comprender y ambiciones predictivas acumula, al tiempo que se multiplica la potencialidad fáctica de su utilización para diseñar políticas criminales o directamente para hacer política electoral en su nombre.

El crimen organizado es una categoría ahistórica, una especie de mantra cuya mera pronunciación hace innecesaria la tarea de sumergirse en la historicidad y las particularidades locales de los fenómenos de la violencia. Este opacamiento deja en las sombras múltiples factores sociales, económicos y culturales que operan como fuerza reproductiva de las violencias, que sí pueden magnificarse por la incidencia, pero no tienen su origen exclusivamente en el crimen organizado que recluta sus miembros entre los sectores previamente marginalizados desprovistos de futuro. O bien, si se prefiere desde una interpretación en clave de teoría institucionalista, pueden ser también una respuesta a la desidia y violencia estatal, como el hoy tan temido por estas latitudes Primeiro Comando da Capital (PCC), surgido como alternativa defensiva y protectora de derechos ante los abusos del poder luego de la infame masacre de 111 presos indefensos perpetrada por impunes funcionarios estatales en el penal de Carandirú en 1992. En definitiva, el sentido de una historia depende del punto desde la cual empieza a ser contada, y claramente adoptar el concepto en forma acrítica no ayuda a tal propósito.

El crimen organizado es una categoría ahistórica, una especie de mantra cuya mera pronunciación hace innecesaria la tarea de sumergirse en la historicidad y las particularidades locales de los fenómenos de la violencia.

Es posible que no representen la mayoría, pero un conjunto de destacados pensadores y penalistas del ámbito continental empiezan a advertir las consecuencias de lo que describen como un proceso de unificación legislativa que, emanado de los centros de poder, opera en contextos sociales y políticos muy distintos a los lugares de origen de su formulación. En tal sentido, los múltiples acuerdos internacionales que siguieron a la fundacional Convención de Naciones Unidas contra la Delincuencia organizada en el año 2000 (Convención de Palermo) lograron homogeneizar un discurso, legislación e institucionalidad de similares contenidos y funciones, tan válidas y aplicables para quienes tienen la tarea de combatir la mafia albanesa y la camorra italiana en el contexto europeo, como para quienes deben enfrentar en una realidad totalmente diferente a las maras salvadoreñas, el cártel de Sinaloa o el PCC brasileño. Esta dinámica representa la adopción de los lineamientos de una teoría criminológica importada, que bajo el signo de la excepcionalidad que expone la violencia desatada habilita la redacción de una legislación extraordinaria restrictiva de derechos con la disminución de las garantías procesales, focalizando su accionar en algunos delitos que no son necesariamente los que entrañan mayores daños sociales y persiguiendo a determinados actores, generalmente integrantes de los sectores más excluidos de la sociedad.

La perspectiva reduccionista de las complejidades que supone atribuir todos los males actuales al crimen organizado limita las posibilidades de pensar estrategias integrales y multiinstitucionales sobre la violencia, ampliando el ya extendido sentido común de carácter punitivo, que no logra visualizar otra solución que dar respuestas más firmes a un enemigo que se dice que crece y se alimenta de la ingenuidad de quienes proponen alternativas humanizantes. En esta dirección, las posibilidades de consolidar y ampliar propuestas liberales y progresistas con perspectiva de salud pública y enfoques basados en derechos humanos en el terreno de las sustancias psicoactivas se enfrenta con un gran desafío cuando quienes suministran la posibilidad de efectivizar esos derechos son los mismos que integran las desenfrenadas filas del crimen organizado y actúan en los peores episodios de violencia. En otras palabras, en el modelo prohibicionista parcial actual, ampliar los derechos y seguridades de la calidad de los productos para los consumidores no parece ser compatible con la aplicación de enfoques bélicos para quienes atienden esas demandas.

La categoría fomenta el intervencionismo con diversos instrumentos. A las ya señaladas vías legislativas e institucionales como factores de poder se agrega un nuevo y descarado capítulo de la guerra a las drogas, ahora desplegando fuerzas militares que diseñan un nuevo mapa geopolítico en ancas del combate al crimen organizado. Las perversas intenciones de actores de la periferia por suministrar la cotidiana dosis a señores elegantes de billeteras gordas que pueblan la city han devenido en actividades terroristas que pueden ser neutralizadas en aguas internacionales sin prueba ni juicio. Esta designación como fuerza terrorista parece constituir la síntesis superadora para una categoría que promete seguir ampliando el universo de actividades delictivas pasibles de un tan necesario como reparador intervencionismo.

Luis Eduardo Morás es doctor en Sociología.