Viernes 28 de febrero de 2025. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, humilla a su homólogo ucraniano, Volodímir Zelenski, en la Casa Blanca y frente a los medios de comunicación, en una reunión con un tono inédito en la diplomacia mundial. Trump le reclama al líder europeo estar jugando con una posible tercera guerra mundial y no manifestar agradecimiento con el país norteamericano por el apoyo que le ha dado en la guerra que mantiene con Rusia desde febrero de 2022.
No es la primera vez que Trump ataca, a través de la humillación, a sus adversarios o interlocutores: en diciembre de 2015, durante un acto, se burló de un periodista que tiene problemas de movilidad en sus brazos; el 19 de setiembre de 2025 le dijo a una periodista, que le preguntó por el despliegue policial y militar en Memphis, que era desagradable y que debía callarse; unos días antes, el 17 de setiembre, mandó a callar a un reportero australiano y le dijo que con su pregunta (“¿Cree que un presidente puede estar involucrado en tantos negocios mientras está en el cargo?”) estaba dañando a su país.
Además, ha creado sobrenombres a muchos de sus contrincantes políticos: al expresidente Joe Biden lo apodó Sleepy Joe (Joe el Dormilón o Soñoliento Joe); a Hillary Clinton, con quien compitió en las elecciones de 2016, Crooked Hillary (Hillary la Corrupta); mientras que a Marco Rubio, que ahora ocupa el cargo de secretario de Estado, lo llamó Little Marco (Pequeño Marco o Marquito) durante las internas republicanas de 2016.
La humillación y la constante exhibición de fuerza son dos de las principales estrategias que Trump utiliza como herramienta para ejercer el poder. Esta característica permite reflexionar en torno a un concepto que define su práctica política comunicativa, su forma concreta de gobernar, así como su modelo de ejercicio del poder: bully-política. Este término puede entenderse como una forma de ejercicio de poder que se basa en la exhibición de la fuerza, la humillación del adversario y la conversión de la dominación en espectáculo. Su legitimación se centra en su capacidad de amedrentación y subordinación, especialmente sobre aquellos a los que considera más débiles o vulnerables. Además, implica una demostración de la superioridad por intermedio del espectáculo o de la performatividad, lo que habilita un vínculo con los seguidores en el marco de la agresión como aquello que es auténtico y que celebra el insulto y la violencia como verdad.
Se utiliza el anglicismo bully tomado de la práctica del bullying. En el caso de la bully-política, que se podría literalizar como la política del matón, es importante destacar que la agresividad y la violencia no se dirigen simplemente contra otra persona o colectivos, sino que se vuelven una representación del ejercicio del poder, un acto de performatividad que hemos visto a Trump practicar en reiteradas ocasiones. De hecho, toda su estrategia política y comunicacional está amparada en el show, por lo que su agresión y violencia se vuelven un acto claramente visible que se busca capitalizar a nivel político y social.
El concepto planteado tiene como intención explicitar las prácticas y estrategias de un poder que no debe entenderse como una característica de un individuo en particular. Por el contrario, tiene que comprenderse en un marco político que lo habilita, en un contexto sociocultural que reproduce esas mismas lógicas e, incluso, en una dinámica geopolítica que es propicia para su aparición. En este sentido, si bien parece sólo aplicarse al caso de Trump, puede adaptarse a diferentes contextos o líderes, ya que las características del término lo hacen ingresar en un marco sociocultural más amplio, donde puede vincularse con análisis relativos al capitalismo o el patriarcado.
Trump está constantemente performando desde el lugar del matón o acosador, convirtiendo la política en un campo de jerarquías personales, a tono con una actividad política cada vez más personalista y alejada de la discusión pública e ideológica.
Es decir, el término emerge de las propias condiciones estructurales, no a partir de una mera casualidad, sino a través de una meticulosa y específica forma de producción del poder; hay todo un conjunto de prácticas, subjetividades y estrategias de legitimación que operan a su alrededor. La producción de la bully-política no se da de manera aislada, sino que es continuamente fabricada y responde a hechos socioculturales concretos, por lo que opera en un espacio micro. No surge sin razón aparente, sino que internaliza la lógica del matonaje, la agresividad como una forma de autenticidad e identidad y la transgresión normativa (desde un plano reaccionario) como una manifestación de fuerza.
La bully-política se trata de la explotación recurrente de simbología y lenguaje burlesco; precisa, a tono con la sociedad de la información, del espectáculo y la visibilidad constante. Además, es una demostración de un poder abusivo que puede utilizarse en cualquier momento, especialmente contra aquellos a los que considera más vulnerables, sean estos representados por los inmigrantes, las mujeres, las disidencias sexuales o, como Trump ha demostrado de forma recurrente, contra otros líderes de países con menos poderío económico y militar. En este sentido, lo que hay es un corrimiento constante del límite de lo permitido.
Trump encarna la bully-política en su forma más pura: un modo de hacer política que sustituye el argumento por la intimidación, la negociación por la humillación pública y la diplomacia por la amenaza. Esto queda patente en su política exterior, donde el chantaje comercial (con la presión de la imposición de aranceles), la presión y amenaza militar (pensemos en la retórica alrededor de la anexión de Groenlandia o en lo sucedido con Irán) o el desprecio a las alianzas son moneda corriente. De hecho, en 2024 dijo, en referencia a Taiwán, que si el país asiático quiere la protección de Estados Unidos entonces debería pagar por ella: “Taiwán nos robó el negocio de los chips. Quieren que los protejamos y quieren protección, pero no nos pagan dinero por la protección. La mafia te hace pagar dinero”. Se trata, efectivamente, de una dinámica de negociación de estilo cuasi mafioso.
Trump está constantemente performando desde el lugar del matón o acosador, convirtiendo la política en un campo de jerarquías personales, a tono con una actividad política cada vez más personalista y alejada de la discusión pública e ideológica. Esto va en línea con el personalismo autoritario y el antiinstitucionalismo que el mandatario estadounidense ha ejecutado de manera sistemática durante su gobierno. Trump actúa continuamente rompiendo los límites preestablecidos de las instituciones democráticas, pasando por encima del Congreso y obviando las propias reglas y restricciones que le impone el cargo que ocupa. Su exacerbado uso del poder discrecional del Ejecutivo, especialmente en migración y política exterior, pero también en seguridad nacional, son ejemplos del abuso que hace para apuntalar su posición de poder.
Asimismo, si bien la bully-política corre el riesgo de sólo representar el aspecto acosador o matonil de Trump en su ejercicio del poder, no se debe dejar afuera del término la explotación de una construcción de la identidad colectiva (como su movimiento MAGA) ni el cálculo estratégico de tal aplicación. De hecho, el concepto de bully-política tiene anclaje en una dinámica cultural en concreto y en el que la figura del acosador y de la humillación son recurrentes en el imaginario popular estadounidense, para lo que basta pensar en algunas referencias al cine o la televisión, por ejemplo. De este modo, no se trata simplemente de una conducta individual, sino de una mecánica específica y estructural del poder, que evidencia además la relación entre cultura, poder y política. Además, también conecta con lo que es el mundo digital y las prácticas que allí se pueden encontrar: el trolling, la cancelación o la violencia verbal y simbólica de las redes sociales.
En síntesis, la bully-política no es una anomalía ni un caso aislado, sino una forma emergente de ejercicio del poder en democracias en crisis, donde la intimidación se transforma en un recurso legítimo de negociación, la humillación en espectáculo y la coerción en un principio de funcionamiento político.
Martín Aguirregaray es politólogo.