El funcionamiento del sistema judicial y, específicamente, el uso del proceso abreviado se han situado en lo más alto de la agenda pública tras las recientes valoraciones del presidente Yamandú Orsi y del prosecretario de Presidencia, Jorge Díaz. Mientras que el mandatario subrayó la necesidad de revisar la frecuencia con la que se recurre a esta herramienta para evitar distorsiones en el régimen de condenas –calificando la situación como un “problemón”–, el prosecretario sostuvo una posición complementaria al señalar que, desde su perspectiva, no se advierte un uso abusivo de este mecanismo procesal.

Este intercambio de enfoques marca un punto de partida necesario para analizar los desafíos que enfrenta la justicia penal en el marco de la reforma estructural del Código del Proceso Penal, a ocho años de su entrada en vigor.

Al abordar el proceso abreviado, conviene realizar algunas precisiones técnicas. Se trata de un mecanismo intrínseco a los sistemas acusatorios. De hecho, la literatura especializada sostiene que no es posible un modelo acusatorio funcional sin su existencia. Presente en más de 60 jurisdicciones, su aplicación es diversa; en tanto en algunos países se ha convertido en la norma de resolución, en otros, como Costa Rica, Italia, Panamá y Perú, mantiene un carácter más restrictivo. Esta disparidad nos enfrenta a un dilema jurídico profundo: mientras que para algunos estos dispositivos son una fuente de arbitrariedades que degradan la justicia penal a meros acuerdos transaccionales entre la fiscalía y el acusado, para otros representan una herramienta esencial que agiliza el funcionamiento de las agencias judiciales, optimiza la persecución penal e incluso contribuye a disminuir los niveles de impunidad.

Ahora bien, como indica el fiscal neuquino Germán Martín, refiriéndose específicamente a su aplicación en la justicia penal juvenil, hoy resulta casi un lugar común y políticamente correcto enrolarse en la detracción de este mecanismo. Sin embargo, el autor sostiene que “el reto es el rito”: que el juicio abreviado devenga en un proceso deficiente o de uso generalizado no es una falla inherente al dispositivo legal, sino una consecuencia directa de las prácticas de sus operadores, de su localización y de los contextos normativos.1 Bajo esta premisa, es posible afirmar que, aunque el proceso abreviado sea percibido como el foco del conflicto, el verdadero problema radica en la dinámica integral y el funcionamiento sistémico de la justicia penal.

Para comprender entonces por qué el proceso abreviado forma parte de un problema mayor, es necesario desglosar las deficiencias estructurales que condicionan la labor diaria de los operadores y la calidad del servicio de justicia. No estamos ante fallas aisladas, sino ante una serie de nudos críticos que, al combinarse, terminan por estrangular las garantías del modelo acusatorio. Estos síntomas no sólo explican la dependencia casi absoluta del acuerdo, sino que revelan las grietas de un sistema que, a menudo, prioriza la finalización del caso sobre la calidad de la respuesta judicial.

En primer lugar, se evidencia una alarmante carencia de instrumentos para encauzar los conflictos. El sistema actual parece atrapado en una dicotomía: o se descarta el caso o se condena al imputado. Esta falta de alternativas posiciona a la pena –y concretamente a la cárcel– como la opción preferente, limitando un abanico de respuestas que se estrechó aún más tras la derogación de la suspensión condicional del proceso y la escasísima aplicación de los acuerdos reparatorios, ambas vías alternativas de resolución del conflicto penal.

Aunque el proceso abreviado sea percibido como el foco del conflicto, el verdadero problema radica en la dinámica integral y el funcionamiento sistémico de la Justicia penal.

En segundo lugar, la complejidad de los juicios orales conspira contra su viabilidad. No sólo son excepcionales, sino que su calidad es incierta. ¿Quién puede asegurar que toda condena en juicio es justa y que no existen inocentes sentenciados? La realidad se grafica en “megacausas” interminables sin dirección clara, en una prueba pericial que sigue anclada a lógicas inquisitivas, donde el experto actúa como “prueba del tribunal” y no de las partes, bajo criterios difusos –por no decir inexistentes– de admisibilidad. Además, el litigio real es una quimera cuando no existe igualdad de armas entre la fiscalía y la defensa, situación agravada por las brechas en el acceso a una asistencia letrada de calidad entre defensores públicos sobrecargados y la variada oferta del sector particular.

En tercer lugar, y quizá como el factor más crítico, surge la ausencia de una política de justicia criminal definida. Si bien el modelo acusatorio representó un avance al centralizar la investigación en la fiscalía, las unidades fiscales operan mayoritariamente de forma reactiva a las denuncias, sin una estrategia de persecución proactiva. Esta carencia se explica, en parte, por la limitación de recursos de un organismo que padece una anomalía institucional persistente, en tanto es visible la incapacidad del sistema político para designar un fiscal general titular desde hace años, lo que debilita una jefatura clara y estratégica. Sin embargo, el problema de fondo es estructural, dada la inexistencia de un órgano rector de políticas públicas, como lo sería un Ministerio de Justicia. La misión de una cartera de este tipo sería trazar el rumbo estratégico de la justicia criminal, proponer mecanismos alternativos para la resolución de conflictos y articular a las diversas agencias involucradas en la construcción de una política pública de seguridad y justicia penal que sea, finalmente, coherente y unificada.

Todo esto nos enfrenta a una realidad innegable. Cuando el 99% de las sentencias condenatorias se dictan en procesos abreviados –según datos del Poder Judicial para 2023–, estamos ante una señal de alerta que no se puede ignorar. Lo que hoy presenciamos no es una anomalía aislada, sino el síntoma de un sistema penal que no está funcionando, sino simplemente sobreviviendo. Centrar el cuestionamiento únicamente en el proceso abreviado sería un error de diagnóstico que sólo postergaría la solución. El mecanismo no es el culpable, sino el refugio y la única válvula de escape de una estructura asfixiada que ya no ofrece otras salidas para evitar el colapso. Por ello, el imperativo es dejar de cuestionar el parche y comenzar a examinar la integridad de una vestidura que carece de alternativas y de una política criminal clara. En definitiva, si bien el abreviado presenta sus dilemas, el verdadero “problemón” no es el mecanismo, sino el sistema de justicia criminal en su conjunto.

Daniel Zubillaga es doctor en Derecho y docente de la Universidad de la República.


  1. Martín, Germán. (2021). Ni menores, ni jóvenes, ni conflictivos, ni locos. Deconstrucción del adultocentrismo penal para una teoría específica penal adolescente. IUS Libros Jurídicos, pp. 182-183.