Esta semana, el oficialismo presentó en la Cámara de Representantes un proyecto de ley que busca regular “la producción, planificación, contratación y distribución” de la publicidad oficial, basado en una propuesta del Centro de Archivo y Acceso a la Información Pública (Cainfo). Es una buena noticia, porque en esta materia se han producido históricamente numerosos abusos que conviene prohibir de modo expreso, y el desarrollo de la tecnología exige, a su vez, actualizar definiciones y criterios.
El sistema partidario ha estado omiso. La iniciativa fue presentada en 2015 por legisladores de los cuatro partidos con mayor representación parlamentaria en aquel momento y aprobada en Diputados, pero no pasó lo mismo en el Senado y se archivó.
Lo que se debe impedir está claro en el proyecto. Por ejemplo, “el uso discriminatorio de publicidad oficial con el objetivo de presionar y castigar o premiar y privilegiar a los comunicadores sociales y a los medios de comunicación en función de su línea informativa o editorial”, o “la utilización de publicidad oficial como subsidio encubierto para beneficiar, directa o indirectamente, a los medios de comunicación u otros sujetos que la reciban”.
Aplicar el segundo criterio requiere un debate legislativo complementario y muy delicado. Es perjudicial para la sociedad que el Estado pueda otorgar subsidios encubiertos y sin regulación alguna, utilizables para consolidar favoritismos recíprocos, como ha sucedido a menudo. Pero los subsidios explícitos a los medios de comunicación existen y es necesario considerar si deben ser fortalecidos y perfeccionados, entre otras cosas para contrapesar las tendencias a la concentración de su propiedad y la correspondiente pérdida de diversidad en el servicio a la ciudadanía.
Esto implica, entre otras discusiones difíciles, considerar de qué modo y con qué requisitos corresponde subsidiar, evitando que la exigencia de contrapartidas afecte las libertades de información y de expresión.
Es bienvenida la idea de que el Estado aplique criterios rigurosos de transparencia, incluyendo la información a la ciudadanía sobre los fundamentos de sus elecciones, apoyados en mediciones de llegada al público deseado en cada caso. Sin embargo, está claro que hay dificultades considerables para medir el alcance de los contenidos difundidos mediante internet, cada vez más importantes en el consumo de la población y como vehículos publicitarios.
Está también el tema de la regulación de la publicidad de los gobiernos departamentales, discutida en nombre de la autonomía que la Constitución les asigna, pero de indudable relevancia. En escalas menores, esa publicidad tiene un peso mucho mayor para la supervivencia de los medios y, por lo tanto, en lo referido a las presiones y el clientelismo.
Estas y otras cuestiones exigen un análisis cuidadoso, pero lo peor sería mantener los márgenes actuales para las malas prácticas, que afectan los derechos ciudadanos y la calidad de la democracia.