La ultraderecha actual tiene como principal pilar “la batalla cultural”, que intentan definir con base en escritos de Antonio Gramsci, fundador del Partido Comunista italiano. Es un antepasado más decente que Joseph Goebbels.

La pregunta es por qué eligieron a Gramsci como fundamento. Primero, es parte de una muy larga tradición occidental que el dominio económico y político debe ir acompañado del dominio de las ideas. Segundo, en los últimos siglos hay relevantes pensadores y movimientos de derecha que lo han elaborado. Y, tercero, es claro que lo que denominan hegemonía no tiene nada que ver con la concepción de Gramsci, sino con la de otros, como veremos. En Gramsci, “hegemonía” se refiere a alianza y concesión a las ideas del aliado. En las nuevas derechas actuales significa grieta y la anulación personal de quienes discrepan e incluso de quienes tienen matices. Hablan de vencer las ideas de la clase dominante; las clases dominantes no precisan gramscismo, por definición.

Del iluminismo al oscurantismo

Ya vamos a los nazis. Pero antes hagamos un pequeño repaso histórico. Por ejemplo, que el hecho de que las sociedades tienen dimensiones y tensiones políticas, económicas y culturales es una idea que ronda desde la Ilustración alemana del siglo XVIII. Está emparentada con las tres esferas: el Estado, la sociedad civil y la familia; lo que hoy podríamos llamar Estado, mercado y ámbito privado. La sociedad civil incluye las interacciones de los hombres por motivos propios, no por orden del gobierno.

La lucha política –eventualmente armada–, la económica –frecuentemente sindical– y la ideológica –propaganda de ideas y agitación coyuntural– estaban en el abecé de la Segunda Internacional. Pero “Kulturkampf” –guerra cultural– fue la palabra usada antes para describir la lucha del canciller alemán Otto von Bismark contra la iglesia católica entre 1871 y 1878.

Tampoco es nuevo apropiarse de pensadores con los que se discrepa. Cuando los bolcheviques tomaron el poder en Rusia, Gramsci escribió que los libros de Marx eran de cabecera para los burgueses rusos para combatir la revolución. Gramsci participó en el levantamiento de Turín, centro industrial italiano de la época. Cuando fueron derrotados, se vio obligado a pensar en las causas de la derrota. Entendió que los comunistas italianos no tenían apoyo de los campesinos, es decir, de la mayoría de la población. Y, mientras eso siguiera así, perderían siempre. Marx había planteado una posición similar en sus primeros escritos juveniles cuando hablaba de la unión de la filosofía y los más desamparados, unión que debía aliarse con los campesinos, la mayoría de la población.

Ese es el origen del interés de Gramsci por temas de la cultura, entendida como conjunto de posiciones políticas y explicaciones del mundo que impulsan a acciones en determinado sentido, pero también como un espacio más difuso y por eso mismo más potente: lograr que los valores, creencias y normas sean aceptados como universales y transformarse en una “dirección intelectual y moral” sobre la sociedad.

Un concepto que retomó fue el de hegemonía aplicado a la cultura, las ideas: hacer que el sentido común predominante sea el de los trabajadores socialistas. Esto, dicho como un tosco resumen de una larga reflexión que sirvió a otros, por ejemplo, para pensar que la Europa del Oeste tiene un grado cultural mayor que el que tenía Rusia y por lo tanto su revolución no podía ser tan basada en lo militar. Y que llevó a otras muchas conclusiones.

Hacia 1958, el francés Alain de Benoist gana fama con su idea de una Nueva Derecha que lograba borronear los nexos con el fascismo de la generación anterior, que todavía era considerado un demonio. Sus posiciones nacionalistas, antiestadounidenses, antidemocráticas y en defensa de un “racismo científico” las presentaba como un gramscismo de izquierda, porque creía hacer fuerza para gradualmente ganar terreno “al enemigo”. O mentó a Gramsci sólo metafóricamente, o lo hizo para hacer rabiar a los comunistas citando a uno que estaba siendo publicado recién, con cuyas ideas los partidos comunistas no sabían mucho qué hacer.

Acabada la Guerra Fría, muchos comenzaron a buscar un bonito enemigo capaz de darle sustento a un enfrentamiento permanente que parecía necesario. Unos se inclinaron por la guerra de civilizaciones, que se llevó adelante contra musulmanes a costa de millones de muertes y acabando con derrotas estratégicas de Estados Unidos.

En Estados Unidos se habló de guerra cultural desde la década de 1920. Luego, a fines de los 80, un investigador notó que una serie de temas que parecían independientes tendían a darse juntos en los ciudadanos, incluyendo la inclinación partidaria. En 1992, Pat Buchanan, quien acababa de perder la interna republicana, se basó en ese estudio para dedicar su discurso en la Convención partidaria a alertar sobre una guerra cultural. Así popularizó el término.

Acabada la Guerra Fría, muchos comenzaron a buscar un bonito enemigo capaz de darle sustento a un enfrentamiento permanente que parecía necesario. Unos se inclinaron por la guerra de civilizaciones, que se llevó adelante contra musulmanes a costa de millones de muertes y acabando con derrotas estratégicas de Estados Unidos.

Otros inventaron el neomarxismo cultural. Una especie de avatar en el que resucitó y se esconde esa malvada filosofía vencida y que permite explicar el feminismo, la legalización del aborto, la lucha contra el racismo, contra el neoliberalismo, la globalización y las guerras, así como otras tantas disidencias, sin contar con las nuevas escuelas francesas en los departamentos de literatura y las universidades en general, y numerosos otros enemigos que se sumaron. En la década pasada, algunos cohesionaron todo eso y otras luchas identitarias, que tienen muy poco que ver con el marxismo y con frecuencia con la izquierda, bajo la palabra woke (despertar o mantenerse despierto). Este concepto surgió como una alianza de buenas causas, pero resultó útil a los neoconservadores para atacar con un solo plumazo a múltiples movimientos. Y Gramsci siempre en el medio.

Hegemonía como alianza con amplitud y concesiones

¿Por qué esa insistencia en decirse continuadores de Gramsci habiendo tantas fuentes propias de las que podrían beber orgullosamente? Una primera contestación es que no se trata de que Gramsci haya hecho un estudio más profundo y detallado que otros, del que ahora quieren aprender; como si se tratara de una herramienta que puede ser usada para una cosa y la contraria.

La hegemonía, para Gramsci, trataba de desarrollar una política de alianzas. Y con eso recordaba el rezongo que Lenin les hizo a los delegados italianos de tendencia izquierdista en una reunión de la Internacional Comunista. De hecho, una cita famosa de Gramsci está tomada casi textualmente de la intervención de Lenin, sin nombrarlo, ya que en la cárcel debía escribir con cuidado. Recordemos, de paso, que el folleto de Rosa Luxemburgo contra la Revolución rusa critica esas concesiones a otros sectores.

En su primera cita de la palabra hegemonía, dice el historiador Perry Anderson, “el término se refiere a la alianza de clase del proletariado con otros grupos explotados, el campesinado, sobre todo, en lucha común contra la opresión del capital. Reflejando la experiencia de la NEP (Nueva Política Económica, implementada por la Unión Soviética en 1921), puso un énfasis algo mayor en la necesidad de ‘concesiones’ y ‘sacrificios’ del proletariado a sus aliados para conquistar la hegemonía sobre ellos, extendiendo con ello la noción de ‘corporativismo’ de una mera limitación a horizontes gremiales o luchas económicas, a todo tipo de aislacionismo obrerista respecto a las otras masas explotadas. ‘El hecho de la hegemonía presupone que se tienen en cuenta los intereses y tendencias de los grupos sobre los cuales se va a ejercer la hegemonía, y que debe darse un cierto equilibrio de compromiso –en otras palabras, que el grupo dirigente debe hacer sacrificios de tipo económico-corporativos–’”, de programa.

Lo que se muestra evidencia lo que interesa esconder

Gramsci reelaboró y refinó muchas veces su concepción de la lucha de ideas, pero nunca cambió la orientación general.

Este 11 de enero, el newsletter de la revista Nueva Sociedad publicó una reseña del libro La cultura en la Alemania nazi, del historiador Michael Kater,1 quien “desentraña cómo el nacionalsocialismo buscó instrumentalizar las artes para aislar progresivamente a la población judía y controlar a las masas. Además, indaga en los diversos modos en que el régimen del Tercer Reich apuntó contra todos aquellos materiales literarios y artísticos asociados al modernismo y a la cultura de izquierda”.

La autora de la reseña agrega que, según el libro, “para que una impronta artística autóctona pudiera arraigar, era necesario eliminar la vanguardia que había cobrado fuerza durante la República de Weimar. Para esto, el régimen nazi atacó, sin distinción, a creadores judíos, de izquierda y modernistas. Y en ese proceso embistió incluso contra personajes políticamente neutrales (como el escultor y escritor Ernst Barlach), pero también contra conservadores o adherentes a la extrema derecha o incluso filonazis, como el poeta Gottfried Benn y el pintor Emil Nolde, cuya obra fue incluida en la lista de ‘arte degenerado’”.

Kater se pregunta por qué el dominio del ámbito cultural fue el primero en ser guetizado y, más adelante, por qué fracasó en crear una cultura o siquiera una estética propia, digna de mención. Aparte indaga sobre el antijudaísmo alemán, que considera insuficiente para explicar los procesos de exterminio, y sobre la eventual influencia de la embestida cultural en los alemanes promedio. “Los judíos, a través de su cultura, expresaban valores como la democracia, la libertad individual y, a veces, los derechos de las mujeres. En resumen, reflejaban elementos de la democracia parlamentaria que Hitler y sus seguidores aborrecían. Estos principios habían sido fundamentales en el auge modernista en Alemania, como en otras partes de Europa, desde antes de la Primera Guerra Mundial”.

La reseña es bastante extensa. Basta lo citado para comprender que el presidente argentino, Javier Milei, y en general las nuevas ultraderechas tienen mucho que ver con los objetivos y enfoques políticos de los nazis alemanes y muy poco con los de Gramsci. Pero eso no conviene exhibirlo mucho.

Jaime Secco es periodista, integrante de Banderas de Liber.