Hannah Arendt, en su libro Eichmann en Jerusalén, se centra en la historia de Adolfo Eichmann, un oficial de las SS alemanas escondido en Argentina. En 1960 un grupo de fuerzas especiales israelíes (el Mossad) lo secuestra y lo lleva a Israel para ser juzgado; Arendt concurre a dicho juicio y de sus observaciones surge este libro.

El cargo que se le imputa y sobre el que había abundantes testimonios es el de haber sido uno de los principales responsables de lo que se denominó “solución final”, por la cual los judíos eran deportados y trasladados a campos de concentración donde su destino era la muerte. Eichmann era uno de los responsables de la instrumentación de los traslados en tren, lo que hizo –en sus propias palabras– con absoluta eficiencia.

Pero lo que se va develando a lo largo del juicio que culminará con la sentencia a la pena de muerte del acusado es que este no era ni un “monstruo” ni un fanático ideologizado; Eichmann era un hombre muy corriente que si de algo se lo podía catalogar era de ser un “buen burócrata”.

Esta “normalidad” es lo que aterroriza a Arendt, quien reflexiona que tanto desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas como de nuestros criterios morales, este nuevo tipo de “delincuente” comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber que cometen actos de maldad.

Esta es una de las principales conclusiones del libro, que sigue generando grandes polémicas hasta hoy. Otra conclusión relevante es que estos actos, sin duda atroces, sólo podrían ser cometidos en un ordenamiento jurídico criminal o por un Estado criminal.

Para eso resulta relevante una masa conformista, embrutecida, manipulable por la acción propagandística, que terminó siendo un engranaje fundamental de la maquinaria nazi.

Una deriva autoritaria

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, que fue el escenario de los acontecimientos brevemente relatados, los países parecieron comprender la lección y tomaron algunas decisiones para minimizar los riesgos de tener que transitar por coyunturas similares.

Primero fueron los acuerdos de Bretton Woods en julio de 1944, por los cuales se buscaba terminar con el proteccionismo iniciado con la Primera Guerra Mundial, promoviendo el libre comercio como forma de alcanzar la paz y la prosperidad.

Posteriormente, el 26 de junio de 1945 se firma la creación de las Naciones Unidas con la finalidad de mantener la paz y la seguridad internacional, promover las relaciones de amistad entre las naciones y la cooperación para resolver los problemas globales. Finalmente, el 10 de diciembre de 1948, se votó la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Este combo explosivo se complementa con una cultura hegemónica que fomenta un individualismo radical y formas de comunicación virtuales basadas en el maniqueísmo y la superficialidad.

Esta arquitectura, si bien se viene debilitando desde hace tiempo, parece haber acelerado ese proceso, de la mano de Donald Trump, y se consolida una coyuntura en la que regresan el proteccionismo y el nacionalismo como norma.

Pero, a su vez, esto viene acompañado por discursos y políticas promotoras de la violencia y el odio en sus más amplias dimensiones, y el fascismo parece recobrar fuerza en Occidente.

Arendt afirmaba, creo yo que con razón, que para que los horrores del nazismo hayan sido posibles fue necesaria la consolidación de un ordenamiento jurídico o de un Estado criminal.

Un Estado criminal es lo que parece gestarse en la actualidad en varios países del mundo no sólo por acción, sino fundamentalmente por omisión. Cuando uno de los países más poderosos del mundo desampara y persigue a los más débiles, comienza a convertirse en un Estado criminal. Cuando los inmigrantes son perseguidos y criminalizados en varios países del mundo, se comienza a caminar inexorablemente hacia el abismo de la barbarie.

Pero este combo explosivo se complementa con una cultura hegemónica que fomenta un individualismo radical y formas de comunicación virtuales basadas en el maniqueísmo y la superficialidad. Donde la comunicación parece extinguirse para ser sustituida por la propaganda, las noticias falsas y el mero espectáculo.

A veces lo que provoca más asombro es que estos fenómenos se dan principalmente en países democráticos donde estos liderazgos surgen de la voluntad popular. Pero en la medida en que los avances de las neurociencias comienzan a develar eso que se denomina “naturaleza humana”, ya no asombra tanto el apoyo a estas políticas de odio.

El psicólogo Steven Pinker1 expresa que los seres humanos no somos una “tabla rasa” como durante mucho tiempo se pensó. La mente humana tiene una estructura inherente, y la sociedad y nosotros mismos no podemos escribir sobre ella a voluntad. Esta idea de la tabla rasa ha venido acompañada por otras dos. Una de ellas es la idea del “buen salvaje” defendida fundamentalmente por Jean-Jacques Rousseau, que sostenía que los seres humanos en su estado natural son desinteresados, pacíficos y cooperativos. La otra es lo que el autor citado denomina el “fantasma en la máquina”, expresada fundamentalmente por Descartes: “Pienso, luego existo”. Cada una se identifica con corrientes de pensamiento muy relevantes de la modernidad: el empirismo, el romanticismo y el dualismo.

Hoy los avances en el conocimiento de nuestro cerebro comienzan a arrojar luz sobre ese concepto tan escurridizo de la “naturaleza humana”, y sugieren que nuestro cerebro viene cargado con un “primer borrador” producto de millones de años de evolución. Que nuestros instintos y emociones cumplen un rol determinante en el razonamiento. Como sostiene el psicólogo evolutivo Jonathan Haidt, las emociones son como un elefante que pretende ser guiado por un pequeño jinete que es el razonamiento, pero generalmente es al revés. También sostiene que la evolución hace que seamos un 90% chimpancés y un 10% abejas, es decir, más competitivos que colaborativos.

Esto no debería llevarnos a defender un determinismo genético; sin duda que la cultura puede cumplir y cumple un rol relevante, pero la tarea de “pulir” nuestras deficiencias no es cosa de “soplar y hacer botellas”, como lo demuestra la historia.

En todo caso, parece que las viejas tradiciones políticas de izquierdas y derechas difícilmente estén en condiciones de dar cuenta de los desafíos que nos plantea esta época, y que lo que habría que construir es un pensamiento que congregue a una pluralidad de sensibilidades, lo que Pepe Mujica definió como un “humanismo progresista”. Que se proponga colocar en el centro de nuestros desvelos la defensa de los derechos humanos, la paz, la sustentabilidad ambiental, la igualdad, la libertad y la democracia.

Marcos Otheguy es integrante de Rumbo de Izquierda, Frente Amplio.


  1. Steven Pinker, La tabla rasa. Madrid: Paidós.