En esta edición publicamos una entrevista muy interesante con la nueva ministra de Defensa Nacional, Sandra Lazo, quien tiene por delante tareas arduas. Todas las instituciones del Estado presentan, en mayor o menor medida, inercias y desvíos que atentan contra sus finalidades básicas, pero las Fuerzas Armadas son, quizá más que ninguna otra, un gran hecho consumado, cuyos cometidos originales se desdibujaron hace ya tiempo.

La defensa contra una eventual invasión y la salvaguarda de las riquezas naturales son objetivos de enorme relevancia para nuestra soberanía, pero están por encima de lo que pueden hacer los militares uruguayos, por razones obvias de escala. Contamos con unos 23.000 efectivos, insuficientes para combatir contra ejércitos de los países vecinos, pero son a la vez personas que, en alta proporción, tendrían dificultades de inserción laboral en otras ocupaciones. Es insólito que tengamos Fuerzas Armadas para evitar el desempleo, pero bastante de eso hay.

Algunas de las tareas que llevan a cabo son ante todo un aprovechamiento de su existencia. Por ejemplo, la participación en misiones de paz de la Organización de las Naciones Unidas. Ningún país crearía Fuerzas Armadas con el solo objetivo de aportar al despliegue internacional de los “cascos azules”, y la experiencia militar que se puede acumular en esas misiones es funcional sobre todo para otras por el estilo, no para actividades en tiempo de paz dentro del territorio uruguayo.

Si hubiera que crear desde cero una institución con personal e infraestructura disponibles para prestar servicios cuando hay inundaciones, epidemias u otras emergencias, no tendría mucho sentido integrarla con gente adiestrada para la guerra y habilitada a utilizar fusiles de asalto, tanques y lanzacohetes.

Otras tareas tienen que ver con la prevención del crimen organizado, y en particular –pero sin demasiado éxito– del narcotráfico internacional. Varias de ellas están emparentadas con las típicas del Ministerio del Interior, y podrían ser realizadas por grupos policiales especializados: asimilarlas a los cometidos militares porque implican la custodia de fronteras es un poco exagerado.

A todo lo antedicho se suman problemas de gran importancia que tampoco tienen que ver con fines justificables de las Fuerzas Armadas. Para empezar, las secuelas de la última dictadura, que incluyen un pacto de silencio sobre lo que ocurrió con las personas detenidas y desaparecidas, así como la perpetuación de una ideología hostil a gran parte de la población uruguaya.

También, con menos vileza pero indudable gravedad, tramas de corrupción propias de una institución que maneja considerables recursos y cultiva una mezcla peligrosa de corporativismo e impunidad. Además, un sistema de jubilaciones y pensiones sumamente costoso, pero que no corrige las grandes desigualdades entre el personal que vive en la precariedad y los altos oficiales.

La gestión del Ministerio de Defensa presenta de por sí numerosas complejidades, pero alguna vez hay que concebir e iniciar planes de cambio estratégico.