La economía mundial está en una fase de gran incertidumbre por los vaivenes estadounidenses. Al cierre de esta edición –la necesidad de escribirlo así es muy significativa–, el presidente Donald Trump había dejado en suspenso gran parte de los aumentos de aranceles dispuestos pocos días antes y se declaraba abierto a negociar la cuestión con la mayoría de los países, pero mantenía una escalada de guerra comercial con China. Su meta parecía ser que las turbulencias condujeran a una situación perjudicial para la potencia asiática, cuya creciente influencia viene desplazando desde hace años a la de Estados Unidos.
El sentido de los actos de Trump es difícil de interpretar, y este hecho constituye por sí mismo un problema de gran magnitud. Los especialistas le atribuyen objetivos muy diversos, pero en general consideran difícil que pueda alcanzar cualquiera de ellos, y señalan que lo único indudable son los daños que les está causando al comercio mundial, las economías nacionales y las condiciones de vida de cientos de millones de personas.
Trump y sus defensores insisten en que todo lo que está haciendo es una muestra de su gran astucia, en línea con la narrativa que lo presenta como un maestro de la negociación económica. Lo perturbador es que su presunta maestría se manifiesta en prácticas engañosas, prepotentes y despiadadas, que resultan muy cuestionables en la actividad privada y causan daños enormes en las relaciones entre Estados.
El presidente estadounidense exhibe con insolencia su disposición a violar acuerdos e imponer nuevas reglas por la fuerza. Así, los compromisos asumidos por su país pierden credibilidad y se instala el riesgo cierto de que en las relaciones internacionales gane terreno la ley de la selva. Quizá Trump piense, como cierto personaje de la serie de televisión Game of Thrones, que el caos es una oportunidad para ascender hacia el poder absoluto, un objetivo contrapuesto al desarrollo de relaciones humanas cada vez más libres y solidarias.
Las reglas actuales de la comunidad internacional son insatisfactorias en muchos sentidos y requieren reformas profundas, pero arrasar con esas reglas como lo hace Trump sólo potencia un drama contemporáneo. El drama de la disolución de vínculos sociales, que disgrega a la humanidad y la convierte en una multitud de soledades, presa más fácil para las corporaciones gigantescas y los “hombres fuertes salvadores”.
Como decía un lema que adoptó nuestra revista Lento, la resistencia es cultural. Implica fortalecer y enriquecer el respeto de derechos, la cooperación, la confianza. En la convivencia cotidiana, es profundización de la democracia; en el plano internacional, avance hacia la integración para el desarrollo humano.
La embestida de Trump es un peligro compartido, y también una oportunidad de enfrentarlo colectivamente. Ante las pujas por el predominio mundial, nuestras opciones no se reducen a ser espectadores aterrorizados o elegir a qué amo preferimos servir. También podemos construir, juntos, las bases de nuestra libertad.