“Por los altos andamios de las flores,
pajareará tu alma colmenera”.
“Elegía”, Miguel Hernández

Es muy difícil escribir algo original sobre José Mujica después de todo lo que se ha dicho y escrito sobre él en las últimas horas. Más difícil aún, decir algo original sobre un ser tan increíblemente original. Original sin proponérselo, seguramente.

No me propongo hacer un análisis de su gobierno, ni de sus logros o fracasos. Tampoco recorrer su biografía política que lo llevó a ocupar los más altos cargos en nuestro país.

Me interesa tratar de desentrañar al hombre que logró una conexión fuera de lo común con gente de todas las latitudes, en tiempos de atención superacotada a unos pocos minutos. En tiempos en los que una reflexión debe tener la extensión de los caracteres que entran en el formato de las diferentes redes sociales, en momentos en que, al decir de Beatriz Sarlo, “las sociedades posmodernas tienen como único valor ser joven”. Me intriga cómo este uruguayo que conoció “la gloria” después de los 70 años, nacido en una familia y un barrio humildes, exguerrillero, ex preso político rehén de la dictadura, intelectual a su pesar, que fue presidente de los 75 a los 80 años por la izquierda de este pequeño país ignoto para muchos, logró la atención de sus discursos y la admiración de buena parte del mundo. Al punto de que hoy pronunciar la palabra Uruguay en el extranjero implica que la asocien a Mujica.

¿Cuál es la razón que hay detrás de este fenómeno de comunicación de masas y de seducción de multitudes?

No sabemos si todo esto lo imaginó en su infancia de abuelos italianos, cuya fotografía sepia me mostró más de una vez, volviéndose más recurrente en los últimos tiempos en que los recuerdos ocupaban cada vez más espacio, describiéndome quién era cada uno de ellos. Una imagen en la que él es un niño parado al lado de una mujer muy joven y linda, que era su madre.

A Pepe le gustaba recordar este origen casi campesino como la explicación de su amor por la tierra. También aparecía allí su explicación del origen de esta sociedad uruguaya, crisol de nacionalidades, lenguas, culturas y religiones, y su especial valoración del aporte inmigrante que intentaba jerarquizar en la actualidad.

Tampoco si lo imaginó en su adolescencia de madre viuda y hermana menor, que lo llevó a dejar la secundaria porque debía ayudar a sostener su casa. Es bueno agregar aquí que no hay relato familiar que no recuerde la devoción que sentían su madre y su hermana por él. Su hermana le puso José Alberto a su único hijo. Mujica lo bautizó poco después de salir de la cárcel. Devoción que era mutua, por lo que cuentan.

La originalidad empieza a aparecer en una juventud, que lo lleva a ir a leer a bibliotecas públicas, libros a los que no tuvo acceso antes, al tiempo que junto con su madre cultivaba y vendía flores. También aparece en su fascinación por ir a escuchar clases de maestros de la literatura como José Bergamín o Francisco Paco Espínola a la Facultad de Humanidades en las noches, e integrarse al grupo de jóvenes intelectuales en el que estaban también Omar Moreira y Alejandro Paternain, que serían después insignes profesores de literatura. Las charlas literarias continuaban en mesas de boliches y rondas de copas.

Su militancia política comenzó a los 14 años en el Partido Nacional junto con Enrique Erro. En los años 60 se involucró en la guerrilla urbana del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros. Fue capturado y llegaron la cárcel y la tortura. Su condición de preso político, considerado uno de los líderes del movimiento tupamaro, endureció sus condiciones de reclusión. Pero además le quitó todo vínculo con otros seres humanos y lo condenó a la más estricta incomunicación. Allí aparece otra originalidad en su forma de vivir esos 12 largos años de soledad y aislamiento: decidió cultivar su memoria y analizar lo leído hasta el momento como forma de salvarse de la locura, que de todas formas lo visitó, porque durante años no le permitieron ver un libro.

Y la gran paradoja de su vida es que este revolucionario que estuvo años incomunicado, sin hablar con nadie, tuvo en la comunicación a través de la palabra su arma más importante para salir al mundo. Diría que aprendió a cultivar el arte de la palabra como forma de ir al encuentro del otro.

¿Algo podría hacerle pensar a José Mujica, cuando salió del Penal de Libertad, con su extrema delgadez y su mirada triste, que su discurso iba a cautivar multitudes a lo largo y ancho del mundo?

Su salida del calvario carcelero y su ingreso a la vida política institucional revelan tal vez su mayor originalidad y también su gran virtud: la capacidad de dejar el odio y cualquier sentimiento negativo de lado para siempre, para transitar un camino de paz y encuentro con los demás: “En mi jardín no cultivo el odio”, decía Pepe con frecuencia.

Esa es la primera gran lección del líder político, que lo asemeja a unos pocos grandes de la historia de nuestro país y del mundo. Pocos seres humanos sometidos a tan duras condiciones lo logran. Mujica ha sido capaz de perdonar, mientras algunos nunca lo perdonarán a él, algo de lo que era totalmente consciente. “No vivo para cobrar cuentas”, solía repetir.

Y empezó así el largo periplo de un político no tradicional, que fue encontrando en el lenguaje sencillo la forma de transmitir contenidos profundos, envueltos en largos silencios que le daban un ritmo diferente a la conversación, porque el silencio, lejos de generar separaciones, mantenía en vilo a quien lo escuchaba, como lo hacen los blancos del texto de un buen libro.

Encontró una forma de comunicar su mensaje a la gente sencilla y a los intelectuales encumbrados; a multimillonarios y a pobres, a jóvenes y a viejos, siendo la autenticidad su carta de presentación y al parecer toda una rareza en el mundo de la política en el que se movió.

Fue a foros internacionales en los que criticó el tiempo que se perdía en ellos y el dinero que se gastaba para enriquecer compañías aéreas y cadenas hoteleras que los alojaban. Su condena al capitalismo feroz y al hiperconsumo que agrede al planeta tenía lugar en centros de poder económico mundial.

¿Y cuál era el centro de ese mensaje que cautivó a tanta gente? Algo tan sencillo como vivir la vida y no malgastar el tiempo corriendo atrás de aspectos materiales finitos que sólo nos generan nuevas carreras una y otra vez, en una trampa destructiva en la que seguramente nos sorprenderá la muerte con la sensación de no haber vivido.

Cualquiera que escuche un discurso de Mujica hoy puede seguramente asociarlo con el filósofo surcoreano Byung-Chul Han y su Sociedad del cansancio o Las no cosas. Pero es bueno recordar que el expresidente uruguayo viene hablando de esto desde mucho antes, desde comienzos de este siglo, antes de que anduvieran por aquí estas publicaciones. De hecho, Mujica mencionó varias veces sus coincidencias con el pensamiento de Byung-Chul Han (su capacidad de lectura le permitía estar al día con las nuevas corrientes que se publicaban y sus autores). Y coincidían en su condena al capitalismo neoliberal, a la hiperinformación que ha generado seres cada vez más solos, a la competencia salvaje y el consumo que condicionan toda la vida. A propósito, ninguno de los dos ha querido tener celular.

Mujica decía que se sorprendía de lo que despertaba en la gente. De a ratos lo agobiaba y también lo expresaba, a veces incluso con enojo. La gente quería tocarlo como a un rockstar, abrazarlo, sacarse selfis. Es famosa su frase de que “un abrazo es un mimo, cien son una paliza”. Él entendía que estaba diciendo algo que era natural y obvio. Pero su mensaje se fue volviendo cada vez más humanista y universal. Amar la vida, proteger el tiempo, dejar de lado el consumo, disfrutar la naturaleza, guardar espacio para los afectos, la familia y los amigos.

Su prédica contra el consumo, que en algunos países y foros parecía ser como arar en el desierto, le valió un lugar de consideración especial. No le importaba dónde, gritaba a los cuatro vientos su convocatoria al carpe diem formato siglo XXI. Así lo hizo en discursos que han pasado a la posteridad, como el que pronunció en Río+20 o ante la Asamblea de Naciones Unidas en 2013.

Mujica “vivió” su muerte como su vida, es decir, como quiso. Mantuvo las últimas conversaciones con quienes decidió, dejó regalos y deberes para varios, pidió canciones y sosiego.

Su discurso se condecía con una vida en la que el consumo no tenía espacio, y en un mundo de simplificaciones impactantes fue rápidamente identificado como el “presidente más pobre del mundo”. Él se apuraba a aclarar que no era pobre, sino sobrio y se inspiraba en Séneca para decir: “No es pobre el que tiene poco, sino el que mucho desea”. Mujica se consideraba un estoico a la manera de Epicuro, que jerarquizaba la vida sencilla en búsqueda de la felicidad que pueden proporcionar los placeres simples.

Pero la pobreza quedó asociada a su nombre y pronto su casa campestre humilde y de comodidades mínimas se transformó en un lugar de peregrinación para cadenas de comunicación de todo el mundo que querían registrar cómo vivía el presidente pobre. Todo abonaba esa tesis: su discurso, su atuendo, su casa, su trabajo en la tierra, su arado, su “juego de jardín” compuesto por sillones construidos artesanalmente por internos del Vilardebó con tapitas de plástico reutilizadas. En ellos sentó al rey de España y a Lula da Silva, y a todo el que lo visitara. La tesis de su pobreza era finalmente abonada también, y por qué no, por su perra de tres patas, Manuela, que también se transformó en parte de ese paisaje austero y humano con especial protagonismo y narrativa propia.

El día que murió José Pepe Mujica

Así de seca y dura fue la noticia. Así de seca y dura es la muerte. Pero todo indica que él no la veía así, porque la conocía bien. Y aquí seguimos transitando por sus originalidades. Una muerte que lo cercó y lo rodeó con la pretensión de llevárselo con ella más de una vez y que, a diferencia del “enamorado” del Romance español, él supo demorar con su seductora conversación y sus pícaras estratagemas de sobreviviente. También, como en el mentado romance, había una “amada” que hubiera “añadido sus trenzas” para salvarlo, pero no fue necesario, porque conquistó la muerte en varios momentos. Tanto que terminó formando parte de su vida y su relato de futuro, y fue él quien le habló de ella a su gente, construyendo también una narrativa de esas circunstancias, cuando decidió que no la retenía más y que había llegado el momento “del descanso del guerrero”. Frase con la que pretendió conformar y preparar a su pueblo cuando quiso convencerlo de que era inexorable ese momento. También aquí aparecen Epicuro y su filosofía de la muerte, descalificando la importancia del hecho.

Mujica “vivió” su muerte como su vida, es decir, como quiso. Mantuvo las últimas conversaciones con quienes decidió, dejó regalos y deberes para varios, pidió canciones y sosiego.

Resolvió vivir su último tiempo en su casa, atemperando mínimamente las molestias de su enfermedad, renunciando a tratamientos dolorosos que condicionaban su calidad de vida y en conversación permanente con su compañera de vida, Lucía. También dejó indicaciones precisas para la despedida de su pueblo, al que no quería desairar en su último adiós, y para la disposición final de sus cenizas, cerca de donde fue enterrada su perra, Manuela, en su chacra de Rincón del Cerro, bajo un árbol que tiene también un sentido especial.

Todavía conmovida por lo que fue la multitudinaria reacción de su pueblo, que hizo horas de fila para despedirlo en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo, no puedo dejar de recordar algunos momentos que ayudan a terminar de construir, si es que es esto posible, un retrato del inabarcable y original expresidente.

Por ejemplo, viene a mi memoria la imagen de una mujer con atuendo árabe que dijo ser de origen sirio, integrante de aquellas familias que Mujica trajo de los campos de refugiados, que entre sus pocas palabras en español aprendió a decir “gracias, Pepe”, y lo hizo emocionada frente al féretro del presidente que le cambió no sólo la geografía, sino que le dio una nueva oportunidad a su vida.

O el del niño que le hizo unos dibujitos en una hoja de cuaderno, que quedó a los pies de su ataúd, diciendo “Gracias, Pepe, tengo un hogar digno”, o el mensaje, uno entre miles, que dejó una joven que decía “gracias por pensar en los humildes”. Y de humildes estuvo llena la larga fila de la despedida. Gente a la que seguramente no le fue fácil llegar hasta el lugar, pero que estuvo allí para homenajearlo y agradecerle.

Un momento especial se vivió con la señora que le cantó a voz en cuello “Cuando un amigo se va”. Y así decenas de miles de personas dejaron flores, plantas, banderas, carteles, artesanías, dibujos, cartas, aplaudieron, vocearon consignas y lloraron deseándoles fuerza a los integrantes de su gobierno allí presentes. Vi jóvenes, creo que sólo he visto tantos en algún espectáculo de rock, con rostros llorosos. Viejos que alzaban su puño como en un ritual de los 60. Niños que seguramente recordarán de por vida lo que vivieron allí, porque esto ocurre pocas veces en la historia de un país.

Pero nunca lograremos terminar de retratar a Pepe Mujica, porque es una personalidad inasible y seguramente esa es una de las razones del magnetismo de su personalidad.

Un exguerrillero que resuelve transitar por los caminos de la institucionalidad democrática y termina siendo presidente de la República. Un ex preso político que vivió las peores condiciones de reclusión y que sale con un planteo de reconciliación pacífica. Un hombre que no había terminado secundaria pero que adquirió una enorme cultura a partir de sus lecturas, que le permitían conversar con Noam Chomsky o Yuval Noah Harari y generar en ellos una admiración que él retribuía. Un chacarero que estaba preocupado por la inteligencia artificial y el impacto de la tecnología en el mundo del trabajo. Un político que se reunió con los líderes más importantes del mundo, haciendo caso omiso de las formalidades, y que los dejaba entre encantados y desconcertados. Y ni hablar del desconcierto de traductores que debían llevar a su lengua los giros idiomáticos de Mujica. Un presidente que decidió seguir viviendo austeramente en su chacra de las afueras de Montevideo, con comodidades mínimas, porque decía que quería vivir como vive la mayoría de sus compatriotas. Un político de izquierda, que terminó siendo un gran estratega, el creador y recreador de un movimiento en permanente actualización como el Movimiento de Participación Popular (MPP), cuya renovación y relevos lo desvelaban. Un grupo que obtuvo una apabullante votación en las últimas elecciones y al que le dejó la consigna de ser generoso con el resto de los sectores del Frente Amplio, la coalición de izquierda que integran y que acaba de ganar las elecciones en Uruguay llevando a Yamandú Orsi, procedente del “riñón” de Mujica, a la presidencia de la República.

Un viejo, como le dicen los que más lo quieren, que es quien ha logrado el mejor diálogo con los jóvenes de nuestro país y que sentía una predilección especial por hablarles, se le iluminaba la cara cuando llegaban jóvenes a hablar con él. Basta ver la devoción que le prodiga el movimiento Gurises MPP, a quienes convocó para entregar su tiempo a otros jóvenes que necesitan ayuda con sus estudios. Un montevideano que logró sintonizar con los habitantes del interior del país, entendiendo su sensibilidad y acompañando sus preocupaciones. Que podía discutir con empresarios y trabajadores con conocimiento y capacidad negociadora.

Un presidente que renovó la agenda de derechos y volvió a posicionarnos en la vanguardia de las conquistas para los diferentes sectores sociales.

Mujica seguía siendo hoy un octogenario de vanguardia. Un hombre de mil contrastes que los desnudaba en público dando muestras de su humanidad. Un hombre al que varias veces la espontaneidad le jugó malas pasadas, que de todas formas supo resolver con picardía y gallardía.

Mujica asumía también públicamente sus errores del pasado argumentando que pertenecía a una generación que quiso cambiar el mundo pero fracasó. Los temas de avanzada que se impusieron en su gobierno no siempre lo encontraron alineado desde un principio, pero había una virtud que lo destacaba: sabía escuchar.

En el último tiempo, el Mujica filósofo le ganaba al Mujica político e iba planteando su concepción del futuro y la vida que él creía que era la mejor para nuestra gente, apoyándose en sus múltiples lecturas de historia y filosofía. Expresaba su preocupación por la educación con la convicción de que es la única herramienta que puede rescatar a los jóvenes para un mundo cada vez más competitivo.

Mujica se identificaba como ateo y se autodefinía panteísta. Su preocupación por el vínculo de la humanidad con el ambiente y la posible hecatombe ecológica también la transmitía con insistencia, y ese fue otro de los elementos de sintonía con los jóvenes que encuentran en la militancia en defensa del medioambiente una causa que los conmueve.

La mayoría de mis conversaciones con Mujica fueron en el último tiempo, en el último año. Conversar con él siempre era un desafío. Las charlas podían versar sobre política o sobre los clásicos griegos, la filosofía estoicista, su argumentación de por qué Sócrates era el ser humano más inteligente de la civilización o el consumo de arroz de los ejércitos asiáticos, y cómo comenzó y por qué.

Lo encontraba siempre rodeado de libros, a su lado siempre una edición primorosa ilustrada de don Quijote de la Mancha, a cuyas frases acudía con frecuencia, destacando especialmente su recurrencia al discurso de don Quijote a los cabreros, en el que Cervantes recuerda como edad de oro “los tiempos en que no existían estas dos palabras: tuyo y mío”. Y eso también le servía para argumentar en contra del egoísmo humano. Recordaba pasajes enteros de memoria. Citaba también sonetos de Francisco de Quevedo, cuya mordaz ironía lo tentaba especialmente, así como otros autores del siglo de oro español. Pero también sabía de nuestros escritores, famosos e ignotos, textos y biografía.

Quien se dejara llevar por su lenguaje poco académico en su manera de expresarse creyendo que era un hombre inculto se iba a llevar la sorpresa de su vida. José Mujica fue un hombre sumamente culto y sensible que quiso parecerse a todos, y en ese intento logró ser único.

Blanca Rodríguez es senadora del Frente Amplio (Espacio 609), profesora de Literatura y periodista.