“Yo trabajo en Pedidos Ya, pero en realidad no trabajo en Pedidos Ya”. Así comienza uno de los testimonios que recogí durante mi investigación sobre plataformas digitales de reparto. Lo que parece una paradoja encierra una práctica extendida y poco discutida: el alquiler y la venta de cuentas para trabajar en estas aplicaciones.
Esta escena, que ocurre todos los días en Montevideo, también aparece en la ficción. En los primeros minutos de la serie El Eternauta, los protagonistas esperan un whisky pedido por la app y, cuando llega, lo trae una repartidora que no coincide con la persona que figuraba en la aplicación. Los personajes reaccionan con desconfianza: la identidad visible no coincide con la identidad digital. La escena puede parecer trivial, pero en realidad sintetiza una realidad profunda: la desconexión entre quien realiza el trabajo y quien figura como titular de la cuenta.
En paralelo al estreno de la serie, Pedidos Ya lanzó una campaña publicitaria en la que todos los usuarios, durante algunos días, vieron un mismo nombre para sus repartidores: Inga. “Inga está en camino con tu pedido”, decía la aplicación. Junto al nombre genérico aparecía un ícono animado con la máscara del eternauta, el traje emblemático del personaje creado por Héctor Oesterheld. Se trata, claramente, de una estrategia de marketing conjunta entre Netflix y Pedidos Ya. Pero esta alianza comercial también nos deja pistas para pensar críticamente el modelo de trabajo en plataformas. Porque lo que aparece como una estética de ciencia ficción es, en realidad, una metáfora bastante precisa del presente.
En la historia original, la máscara del eternauta es una herramienta de supervivencia frente a una nevada mortal. En el mundo de las plataformas, la máscara digital –el nombre genérico, el avatar animado, la figura intercambiable– es una estrategia para mantener operativa una red de trabajo precarizado sin reconocer la identidad ni los derechos de quienes la sostienen. La ficción encubre la realidad. O peor: la estetiza. Esta colaboración publicitaria entre Netflix y Pedidos Ya promovió una hipervisibilización ficticia que encubre una invisibilización estructural.
El mercado informal de cuentas funciona desde hace años en plataformas como Pedidos Ya, Rappi, Uber o Cabify. Personas que no pueden acceder formalmente a la plataforma –por no tener documentación, por estar suspendidas en los sistemas, por no tener los medios para crear una empresa unipersonal, por haber sido desvinculadas de las aplicaciones, etcétera– alquilan cuentas ajenas para poder trabajar (o las compran). Pagan semanalmente, muchas veces entre 50 y 75 dólares, por usar un perfil que no es suyo, pero que les permite trabajar. A veces, los dueños de las cuentas ni siquiera están en el país. Lo que circula es el acceso al trabajo, convertido en un bien transable. Por eso he definido que la cuenta de trabajo de reparto, de traslado de personas o de cualquier servicio de plataformas es un activo: se puede intercambiar, su valor depende de la zona, del ranking algorítmico, del historial de cumplimiento.
Este mercado no es caótico ni improvisado. Se organiza en torno a redes de confianza, reglas tácitas y jerarquías. Hay quienes poseen múltiples cuentas y las subalquilan como un pequeño emprendimiento. Hay cuentas “buenas”, asociadas a zonas céntricas y de alta demanda, y cuentas “malas”, que se ofrecen a menor precio. Algunas incluso se venden a quienes están por emigrar al país y ven en esa transacción una forma de recuperar parte de lo invertido, pero también generando para nuevos migrantes la posibilidad de ingreso inmediato a una actividad que permita obtener un mínimo sustento. Todo esto ocurre con la vista gorda de las plataformas, que no controlan la identidad real mientras el servicio funcione.
¿Por qué las plataformas no miran esta realidad? Porque no les conviene. La lógica empresarial de estas aplicaciones está diseñada para externalizar todos los riesgos y responsabilidades posibles. Si una cuenta se alquila, y alguien distinto realiza el trabajo, la empresa no asume ninguna obligación laboral ni social. Mientras el pedido llegue a destino y la calificación del cliente sea positiva, no hay incentivo para controlar quién está realmente detrás de la cuenta. En ese sentido, el anonimato funcional se convierte en una ventaja operativa. Las plataformas prefieren no mirar, porque mirar implicaría asumir. Y asumir, en términos de derechos laborales, significa responder ante problemas de seguridad, accidentes, licencias o reclamos. Es decir: costos.
La decisión de Pedidos Ya de ponerles a todos sus repartidores el nombre de “Inga” no es sólo una acción publicitaria: es una confirmación de cómo el trabajo se ha vuelto un flujo anónimo, sin rostros, sin nombres.
En ese marco, la decisión de Pedidos Ya de ponerles a todos sus repartidores el nombre de “Inga” no es sólo una acción publicitaria: es una confirmación de cómo el trabajo se ha vuelto un flujo anónimo, sin rostros, sin nombres. Una ficción algorítmica donde lo único que importa es la entrega. Inga no existe, y por eso puede ser cualquiera. En el mercado informal de cuentas pasa lo mismo: el titular de la cuenta no es quien trabaja.
La informalidad no es una excepción del sistema. Es parte del sistema. Y la alianza entre Pedidos Ya y Netflix, lejos de cuestionarla, la enmascara. Literalmente. Mientras miramos la serie, la aplicación nos recuerda que “Inga” está en camino. Tal vez sea una venezolana que alquiló una cuenta, tal vez sea un joven uruguayo que trabaja con el perfil de otro, tal vez sea alguien que ni siquiera conoce la serie. No importa.
Este anonimato funcional, para los trabajadores, implica doble subordinación: a la plataforma, que mide, controla y sanciona por medio de algoritmos, y al dueño de la cuenta, al que le debe el pago de la renta semanal, y corre con el riesgo de cortarle el acceso en cualquier momento. El usuario ve un nombre y un muñeco que se mueven en el mapa. Pero detrás de ese recorrido hay horas de trabajo no reconocido, sin seguro, sin estabilidad, sin derechos. Hay también una cadena de transacciones opacas que convierten el derecho al trabajo en un negocio para terceros.
Uruguay no es el único país donde esto ocurre. En otros países, ya sean vecinos, del Norte o del Sur Global, hay redes similares de alquiler y venta de cuentas. Lo que varía es el marco legal, la visibilidad del fenómeno, el tipo de plataforma. Pero la lógica es la misma: convertir la precariedad estructural en oportunidad para unos pocos y en estrategia de supervivencia para muchos.
La pregunta, entonces, es ética y política: ¿podemos seguir naturalizando que el trabajo se haga sin rostro, sin derechos, sin nombre? ¿Podemos seguir premiando el marketing de las plataformas mientras invisibilizamos la precariedad que hay debajo?
Frente a esta realidad, lo primero es nombrarla. Es necesario reconocer que el mercado informal de cuentas no es marginal ni circunstancial: es estructural. Implica repensar las categorías legales que usamos para definir el trabajo, revisar el rol del Estado en la fiscalización de las plataformas y, sobre todo, abrir el debate público sobre cómo queremos que se organice el trabajo en la era digital. Esto no implica perseguir a quienes alquilan cuentas por necesidad, sino cuestionar un modelo empresarial que se beneficia de esa necesidad.
También es urgente crear herramientas colectivas: más presencia sindical, más redes de apoyo entre trabajadores, y marcos regulatorios que reconozcan las nuevas formas de dependencia y subordinación. Necesitamos políticas que no se limiten a formalizar lo informal, sino que transformen las condiciones que hacen que la informalidad sea la única opción viable para tantos.
Hablar de trabajo en plataformas sin hablar del mercado informal de cuentas es dejar afuera una parte clave del problema. Esa que se mueve en la sombra, sí, pero que sostiene –a fuerza de esfuerzo invisible– la promesa de inmediatez que nos ofrece cada vez que apretamos “confirmar pedido”.
Camila Cutro Dumas es socióloga por la Universidad Nacional de Villa María (Argentina) y magíster en Sociología por la Universidad de la República (Uruguay). Es docente universitaria en las facultades de Información y Comunicación y de Ciencias Sociales de la Udelar en las áreas de pensamiento social y sociología del trabajo.