La presidenta de México asoma en el escenario del Palacio Nacional con paso firme y tranquilo. Como todas las mañanas, aparece alrededor de las 7.00, saluda a la prensa y se muestra sonriente y amable. Peinado recogido, alisado su cabello ondulado y vestimenta que siempre incluye algún detalle indígena o criollo local. En un amplio salón, dispone de un escenario sencillo que incluye un atril, un escudo discreto, unas pocas sillas y un gran mural de fondo donde se lee “Conferencia del Pueblo” junto a la imagen de una mujer de rasgos indígenas sosteniendo una bandera mexicana.

La presidenta es algo así como la maestra de ceremonia, la presentadora, la front-woman, rol que desempeña sin titubeos y con cordial seguridad. Maneja los temas casi sin textos de apoyo; en una narración sencilla, introduce, guía y explica a la prensa los temas de esas casi dos horas de conferencia diaria. Usualmente se ve acompañada por miembros de su gabinete, pero también por representantes de empresas privadas u otros actores gubernamentales. Los presenta, introduce el tema en cuestión y los escucha. Algunos asuntos se repiten como programados: seguridad los martes, los jueves “mujeres en la historia”.

Sheinbaum va hilando las cuestiones dentro de un marco mayor de sentido, en el que se van describiendo políticas y tendencias, cambios, procesos, avances y decisiones gubernamentales. Incluso puede incorporar algún video previamente producido para resaltar alguna cuestión que le interesa, marcando agenda todo el tiempo. La cámara la enfoca en el centro de la pantalla; el lente la observa de frente y al mismo nivel; al otro lado, la bandera de México.

La llegada de la primera presidenta de México al poder marca un hito histórico en términos de género y representación política, así como una transformación significativa en las estrategias de comunicación. Su uso de los medios, tanto tradicionales como digitales, introduce elementos disruptivos respecto de sus antecesores inmediatos. A diferencia del estilo confrontativo y centralizado en la figura presidencial que caracterizó el mandato de Andrés Manuel López Obrador, ella optó por una narrativa más institucional, con una comunicación más estructurada, profesionalizada y abierta al diálogo con distintos sectores. Sin renunciar al contacto directo con la ciudadanía, ha dado un mayor peso a las redes sociales como espacios de construcción de imagen, pero con un tono menos polarizante.

Esta transición en el estilo comunicativo refleja una apuesta por reconstruir la legitimidad institucional a través de nuevas formas de mediación pública. En este artículo analizo cómo estas prácticas de comunicación configuran un nuevo modelo de liderazgo político en México y qué implicaciones tienen para la relación entre gobierno, medios y ciudadanía en otras realidades.

Antecedentes: del control mediático al protagonismo digital

La Presidencia mexicana ha sido históricamente un actor central en la configuración del sistema mediático del país. Desde mediados del siglo XX, el presidencialismo del Partido Revolucionario Institucional (PRI) cultivó una relación simbiótica con los grandes medios, especialmente con la televisión. Durante décadas, el acceso a la información política estuvo mediado por acuerdos implícitos con los conglomerados mediáticos, en los que la crítica era limitada y el presidente gozaba de una presencia cuidadosamente coreografiada.

Este modelo comenzó a fracturarse con la transición democrática iniciada en los años 90. La apertura del sistema político, el fortalecimiento de la sociedad civil y la irrupción de medios más independientes marcaron un nuevo escenario. Sin embargo, el cambio de fondo llegó con la masificación de internet y, particularmente, con el ascenso de las redes sociales como plataformas directas entre líderes y ciudadanía.

La presidencia de Enrique Peña Nieto (2012-2018) combinó formas tradicionales de control del mensaje con una presencia digital todavía subordinada a las lógicas del marketing político. Fue una administración altamente dependiente de las televisoras (particularmente Televisa) y marcada por escándalos de corrupción y descrédito, que minaron su capacidad de interlocución legítima con diversos sectores sociales.

La ruptura más evidente llegó con Andrés Manuel López Obrador (2018-2024), quien reconfiguró por completo la relación entre el Poder Ejecutivo y los medios. Su estrategia comunicativa se centró en la mañanera, una conferencia de prensa diaria en la que el presidente fue el emisor central de la agenda pública. Con este formato, desintermedió a los medios tradicionales, cuestionó su credibilidad y se dirigió de forma directa al “pueblo”. López Obrador usó intensamente las redes para replicar sus mensajes, pero con un enfoque centralista y polarizador: definió a sus críticos como parte de una “prensa vendida” y apeló constantemente a una narrativa de confrontación.

Su relación con los medios “tradicionales” estuvo siempre teñida de desencuentros y críticas. Denunció repetidamente a una élite económica que, según él, consolidó su influencia política durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, llegando a operar por encima de las estructuras constitucionales. Para AMLO, este sistema oligárquico se definía por dos aspectos clave: primero, el presidente de turno actuaba como una figura simbólica, subordinado a los intereses de ese grupo dominante; segundo, dicho poder se perpetuaba gracias al dominio casi absoluto que ejercía sobre la televisión. Este control permitía moldear la opinión pública, manipular a amplios sectores de la población y mantener un velo de desinformación en el país.

El estilo AMLO, si bien innovador en términos de visibilidad y frecuencia, generó tensiones con periodistas, medios independientes y sectores académicos, además de erosionar la pluralidad del debate público.

El estilo de Sheinbaum: entre la técnica y la confianza social

La presidenta irrumpe con un estilo comunicacional disruptivo, después de una historia de control mediático y una etapa de hiperexposición presidencial cargada de ideología. Su innovación radica no sólo en los canales que privilegia, sino en sus tonos y formas de construir autoridad política. Prioriza la construcción de un liderazgo más colectivo, basado en el diálogo y la profesionalización, en lugar de imponer una visión única. En vez de centralizar la narrativa política en una figura carismática que encarna al pueblo, su discurso se apoya en la idea de gobierno colectivo, sustentado en datos, argumentos técnicos y vocerías múltiples.

Los partidos de izquierda se enfrentan a un doble desafío: apropiarse de herramientas que las derechas manejan mejor, y a la vez constituir discursos mediáticos que sepan representar sus valores.

Uno de los elementos más distintivos ha sido el uso estratégico de las redes. Si bien mantiene presencia activa en plataformas como X, Instagram y Youtube, sus publicaciones no siguen el patrón de inmediatez y reacción emocional que solían marcar la agenda de su predecesor. Por el contrario, se observa una curaduría cuidadosa del contenido: videos breves, explicativos; infografías sobre políticas públicas; transmisiones en vivo con preguntas moderadas, orientadas a la rendición de cuentas más que al espectáculo. En sus redes se proyecta una imagen de liderazgo técnico, empático y colectivo.

Otro rasgo importante es la renovación del diálogo con los medios tradicionales e independientes. Aunque conserva una relación estratégica con las grandes cadenas televisivas, ha revalorizado el papel del periodismo crítico incorporando mecanismos de vocería institucional que permiten a distintas figuras del gabinete responder preguntas temáticas.

El lenguaje que emplea también marca un cambio relevante. Si bien no renuncia a recursos simbólicos de conexión emocional con el pueblo –como las referencias a la historia nacional o a los valores populares–, su discurso se caracteriza por una mayor sobriedad, precisión técnica y enfoque en resultados.

A diferencia de lo que se temía en algunos sectores conservadores, no ha intentado mimetizarse con los liderazgos masculinos dominantes ni ha radicalizado el uso del lenguaje para marcar su diferencia. Integra el componente de género de forma transversal: destaca mujeres en cargos clave, apela al cuidado y la empatía como valores de gestión pública y resignifica la autoridad como capacidad de escucha más que como imposición.

En conjunto, su estilo comunicacional no sólo responde a las nuevas lógicas del ecosistema mediático, sino que se inscribe en un intento deliberado de construir una nueva narrativa del poder presidencial: menos vertical, más profesional, menos agresiva, más incluyente. En un país marcado por la desconfianza institucional, este giro representa no sólo una ruptura con el pasado inmediato, sino una oportunidad para repensar cómo se ejerce y se comunica el poder en clave democrática.

Recepción pública y mediática: entre estrategia y autenticidad

Esta atención se ha traducido en una recepción ambivalente: por un lado, hay sectores que valoran positivamente el tono mesurado, el enfoque técnico y el retorno a una interlocución más institucional; por otro, persisten dinámicas de desconfianza hacia la figura presidencial, profundamente arraigadas en la cultura política mexicana.

La recepción ha sido más favorable entre sectores urbanos, jóvenes y profesionalizados, que perciben con buenos ojos una comunicación más sobria y orientada a resultados. El uso estratégico de redes sociales –con una estética cuidada y mensajes accesibles– ha sido eficaz para captar la atención de nuevos públicos, sin caer en el efectismo.

No obstante, en sectores populares y en parte del electorado heredado del lopezobradorismo, la ausencia de una figura presidencial fuertemente carismática y permanentemente presente en los medios ha generado cierto vacío simbólico. Para muchos, el estilo directo y emocional del expresidente ofrecía una sensación de cercanía e identidad que no se reproduce automáticamente en el modelo actual. Si bien la presidenta mantiene referencias a la justicia social y a la continuidad del proyecto de transformación, lo hace en un registro más técnico y menos afectivo, lo cual ha generado dudas sobre su capacidad de mantener la conexión con esas bases.

El reto de comunicar desde la izquierda: ¿en busca de un estilo?

El estilo comunicacional de Sheinbaum abre un espacio fértil para repensar el vínculo entre poder, medios y ciudadanía en América Latina. Frente a una región donde la figura presidencial ha oscilado entre el culto personalista y la desafección ciudadana, este nuevo modelo sugiere la posibilidad de construir liderazgo desde la autoridad técnica, la sobriedad narrativa y el respeto por la pluralidad mediática.

Sin embargo, este giro no está exento de tensiones. La comunicación política en América Latina sigue atravesada por fuertes desigualdades informativas, fragmentación de públicos, crisis de credibilidad mediática y una creciente polarización impulsada por plataformas digitales. En este contexto, el riesgo de que el mensaje técnico se pierda entre la retórica del escándalo es alto. Además, la novedad del estilo comunicacional presidencial puede generar expectativas difíciles de sostener si no se acompaña de resultados tangibles en políticas públicas y de una narrativa que logre conectar emocionalmente con distintos sectores sociales.

Lo que está en juego no es sólo un cierto relato, sino el modo en que se construye legitimidad en las democracias contemporáneas. Sheinbaum entiende la comunicación no como una mera emisión de mensajes, sino como un proceso para construir lazos, dotar de significado al proyecto común y generar auténticos espacios de diálogo. Su estilo ofrece una alternativa a los liderazgos ruidosos que han dominado la escena regional en años recientes, pero también pone sobre la mesa una pregunta crucial: ¿puede una comunicación política racional y empática, sin espectáculo ni polarización, sostenerse en el largo plazo frente a sociedades que aún demandan figuras fuertes y narrativas heroicas?

La respuesta no es sencilla. La transformación del lenguaje del poder es una pieza central en cualquier intento de renovación democrática. Los partidos de izquierda se enfrentan a un doble desafío: apropiarse de herramientas que las derechas manejan mejor y, a la vez, constituir discursos mediáticos que sepan representar sus valores.

Mónica Stillo Mello es licenciada en Comunicación y docente en Comunicación, Cultura y Medios.