En un contexto global marcado por tensiones geopolíticas, crisis climática y cambios tecnológicos acelerados, Uruguay se enfrenta a una pregunta decisiva: ¿seguiremos confiando en las inercias de un modelo productivo basado en ventajas comparativas tradicionales, o apostaremos por un cambio estructural que nos permita diversificar, sofisticar y hacer más resiliente nuestra economía? No se trata de un debate académico sin consecuencias prácticas. La historia económica muestra que los países que han logrado altos niveles de desarrollo lo hicieron construyendo capacidades productivas y tecnológicas propias, y no esperando que el mercado global, por sí solo, dictara su destino.
En nuestro caso, la estabilidad institucional, la calidad democrática y la dotación de recursos naturales constituyen una base sólida, pero insuficiente. Persisten problemas de baja diversificación exportadora, dependencia de ciclos de precios internacionales y una estructura productiva con escasa densidad tecnológica. Además, la urgencia ambiental obliga a repensar el rumbo: no basta con crecer, es necesario hacerlo de forma sostenible y con inclusión social.
La transformación productiva debe entenderse, entonces, como un proceso deliberado, guiado por políticas públicas que orienten la inversión, el conocimiento y la innovación hacia sectores con mayor potencial de arrastre, generación de empleo de calidad y bajo impacto ambiental. No es un lujo opcional ni una aspiración de largo plazo: es una necesidad inmediata para sostener nuestro bienestar y nuestra soberanía económica.
Más allá del crecimiento: el cambio estructural como política
Luis Bértola lo plantea con claridad: el cambio estructural no es simplemente un resultado del desarrollo, sino una condición para alcanzarlo. Esto implica reconocer que la estructura productiva determina, en gran medida, las posibilidades de innovación, empleo y distribución del ingreso. En economías primario-exportadoras como la nuestra, la falta de sectores industriales y de servicios intensivos en conocimiento limita la capacidad de generar cadenas de valor más complejas y de insertarse en nichos dinámicos de la economía global.
El desafío es doble. Por un lado, debemos aprovechar las capacidades y recursos existentes –como la agroindustria, la forestación o la bioeconomía– pero dotándolos de mayor contenido tecnológico, trazabilidad ambiental y articulación con industrias de base digital y de conocimiento. Por otro, es imprescindible abrir nuevos frentes productivos en áreas como energías renovables avanzadas, economía circular, biotecnología y servicios globales, que diversifiquen la matriz y reduzcan vulnerabilidades externas.
Para ello, el Estado no debe limitarse a “facilitar” o “no interferir” en la actividad privada. Su papel es crear mercados allí donde aún no existen, coordinar inversiones estratégicas, y articular esfuerzos entre empresas, centros de investigación, gobiernos locales y sociedad civil. La experiencia internacional muestra que las transformaciones profundas requieren políticas industriales y tecnológicas activas, con visión de largo plazo y mecanismos de retroalimentación que permitan corregir rumbos sin abandonar el objetivo.
Ciencia, tecnología e innovación: la base invisible del desarrollo
Uno de los puntos más débiles de nuestra estrategia actual es la escasa inversión en investigación y desarrollo (I+D). Uruguay destina alrededor de 0,4% de su PIB a I+D, muy por debajo del promedio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) (2,7%) y también de países de la región que han apostado con fuerza a la innovación. Sin un salto significativo en este campo, es ilusorio pensar en un cambio estructural sostenido.
La política de transformación productiva debe ir de la mano de una política científica y tecnológica robusta, que priorice la formación de capital humano avanzado, el financiamiento de proyectos estratégicos y la creación de infraestructura de innovación. Esto no se logra dispersando recursos en múltiples programas desconectados, sino concentrando esfuerzos en áreas clave mediante fondos de financiamiento de desarrollo sostenible (FFDS) o mecanismos equivalentes.
¿Seguiremos confiando en las inercias de un modelo productivo basado en ventajas comparativas tradicionales, o apostaremos por un cambio estructural que nos permita diversificar, sofisticar y hacer más resiliente nuestra economía?
Además, la articulación entre universidades, institutos tecnológicos, empresas y el sector público debe ser mucho más estrecha. No basta con generar conocimiento; es necesario traducirlo en procesos, productos y modelos de negocio que aporten valor agregado. Aquí la innovación no es sólo tecnológica, sino también organizativa, comercial y social, integrando criterios de sostenibilidad y equidad.
Una institucionalidad a la altura del desafío
La escala del reto requiere una institucionalidad sólida, capaz de coordinar ministerios, agencias y gobiernos subnacionales en torno a una estrategia compartida. Esto implica jerarquizar el área de transformación productiva y política industrial, dotándola de capacidad técnica, recursos estables y legitimidad política.
No menos importante es la gobernanza territorial de estas políticas. La transformación productiva no puede pensarse únicamente desde Montevideo; debe incorporar las potencialidades y necesidades de cada región, fomentando la descentralización productiva y el desarrollo de polos de innovación en el interior del país. Las cadenas de valor emergentes, como las asociadas a la bioeconomía forestal o la pesca sostenible, requieren una mirada regional que combine conocimiento local y visión global.
Una de las respuestas posibles está en un concepto que hoy se discute en todo el mundo: la especialización inteligente. Dicho así, puede sonar a jerga técnica, pero es bastante sencillo: se trata de descubrir y potenciar aquello que cada región sabe hacer mejor –o tiene potencial para hacer mejor– y concentrar esfuerzos ahí, con una mezcla de inversión pública y privada, innovación y acuerdos entre actores.
En Europa, este enfoque se implementa bajo el nombre RIS3 (Research and Innovation Strategies for Smart Specialisation). No es repartir lo mismo a todos, sino focalizar recursos y políticas en sectores y cadenas de valor estratégicos, basados en ventajas reales y en las capacidades de cada territorio.
Una oportunidad histórica
Uruguay tiene una ventana de oportunidad. La transición energética, la digitalización y la creciente demanda global por productos sostenibles crean nichos donde podríamos posicionarnos con ventaja. Sin embargo, el tiempo juega en contra: otros países de la región y del mundo ya están dando pasos decididos en esa dirección.
La inacción no es neutral. Si no actuamos ahora, corremos el riesgo de quedar atrapados en una estructura productiva de bajo dinamismo, más vulnerable a crisis externas y menos capaz de generar empleos de calidad. Por el contrario, una estrategia bien diseñada y sostenida en el tiempo podría no sólo diversificar la economía, sino también fortalecer nuestra soberanía tecnológica, mejorar la distribución del ingreso y liderar en áreas donde la sostenibilidad es un valor creciente.
Esto exige coraje político, consenso social y capacidad técnica. Y exige también aceptar que no hay recetas mágicas: el camino será complejo, con avances y retrocesos, pero el peor error sería no intentarlo.
La transformación productiva no es un eslogan ni un ejercicio retórico. Es la hoja de ruta que definirá el Uruguay de las próximas décadas. Decidir no tener política también es una política, y en este caso, una que nos dejaría a merced de las fuerzas del mercado global sin capacidad de moldear nuestro propio destino. La pregunta ya no es si debemos impulsar políticas para la transformación productiva, sino si estamos dispuestos a hacerlo con la ambición y la coherencia que el momento histórico demanda.
Juan Ignacio Dorrego es doctor en Gestión, Finanzas y Contabilidad, y es presidente de la Agencia Nacional de Desarrollo.