Mi nombre es Cristina Mansilla Decesari y tengo 46 años. En junio de 2022 publiqué una columna en la diaria, cuando tenía 43 años y sufría, como hoy, de fibromialgia. Una columna que abogaba por la aprobación de un marco jurídico desde el cual las personas que sufren una enfermedad incurable o están sometidas a dolores que hacen insoportable la vida pudieran ejercer su dignidad en relación con la decisión final sobre su propia vida. Yo, que quizás nunca me ampare en una ley así, pero que conozco de memoria el derrotero de un dolor por momentos inhabilitante y que por otros te orilla al vértigo de lo insoportable, quise en aquel entonces elevar mi voz para sumarla a una lucha colectiva que nos dignificara a todos y todas. Ese sentimiento es el mismo que hoy se configura en estas líneas, las que termino de redondear en medio del debate legislativo sobre la eutanasia.
Estos años han sido de marchas y contramarchas, alejadas quizás de lo central: el sufrimiento de quien padece la enfermedad, de quien atraviesa océanos de dolores y que no puede quedar atrapado en galimatías de lo irreductible. En principio, porque ya está atrapado en lo irreductible de su condición. La demora en la adopción de esta norma no nos honra, más allá de que el debate y la construcción de consensos sobre el tema es imprescindible. No nos honra porque estas demoras tuvieron que ver con medias verdades y sobre todo con miedos.
El debate de ideas resulta fundamental en la construcción de una sociedad democrática. Mantenerlo no necesariamente supone finalizar con el acuerdo irrestricto sobre lo que se discutía al inicio, pero implica una dialéctica que apunta a construir. Mantener el respeto por quienes sostienen una posición distinta a la nuestra no es un ejercicio dado, sino que debe practicarse y desarrollarse más allá de toda tendencia a la confrontación. Porque cuando no logramos avanzar en los acuerdos, especialmente en materia de derechos, lo que se impone es la injusticia.
Mi voz es una más en el marco de la polifonía colectiva, la de una ciudadana, y con ella me siento obligada a señalar, hoy como ayer, que mi muerte me pertenece, como le pertenece a cada uno de nosotros y nosotras, ante la disyuntiva de una enfermedad terminal, degenerativa e incapacitante, o de la convivencia permanente con el dolor. No hay ni habrá fuerza que pueda contrariar esa noción. En principio, porque se vincula a mi condición de ser humano y al ejercicio único de mi libertad, en tanto esta no daña a nadie. Pero sobre todo, porque la vida, aun en su dimensión más maravillosa, no reside sólo en que lata el corazón y entre aire a mis pulmones. No hay un deber ser que me obligue, por fe religiosa o laica, al sufrimiento.
La muerte nos pertenece a cada uno de nosotros si, llegado el momento, las condiciones que experimentamos y nuestra voluntad determinan que adoptemos ese camino. Lo que se pretende con esta norma es que el Estado reconozca esta realidad.
Las derivas en el debate sobre este tema no son meras discusiones argumentales, meras escaramuzas verbales, sino que indican que la discusión pública se ve resentida, no por posiciones distintas, necesarias ellas para la edificación de una robusta sociedad democrática, sino porque, a sabiendas, se expande el miedo como recurso argumentativo y un déficit de empatía que nos condena a todos, reduciendo el espacio cívico a una contienda de miedos.
El debate de referencia ilumina otros debates respecto de derechos y establece, al menos para quien escribe, preguntas legítimas sobre cómo preservarlo dentro de la necesaria alteridad de opiniones. De la discusión nace la luz, decía Emilio Frugoni. Una sociedad que no debate será seguramente una sociedad maniatada. Pero asegurar la calidad del debate es imprescindible, y para ello la lectura del texto propuesto ayudaría a no sembrar falacias. La discusión es necesaria; la falacia y la distorsión, nunca.
Dos aspectos medulares del proyecto de ley en curso, que esta semana aprobó la Cámara de Diputados y ahora será considerado por el Senado, son centrales. En primer lugar, la expresión sin vicio del consentimiento, porque estar enferma no supone renunciar a mi libertad ni tampoco renunciar a ejercerla. Si no conservo la capacidad de expresar por el medio que sea mi consentimiento, entonces no hay debate. En segundo lugar, la estructura garantista que se define en la ley, que supone varios filtros para proceder finalmente a la eutanasia.
La muerte nos pertenece a cada uno de nosotros si, llegado el momento, las condiciones que experimentamos y nuestra voluntad determinan que adoptemos ese camino. Lo que se pretende con esta norma es que el Estado reconozca esta realidad y determine, con su imperio legal, un arreglo colectivo que otorgue garantías y que no obligue a nadie a recurrir a la vulnerabilidad de la oscuridad. Esto es central: el bien jurídico tutelado es la vida, el bien jurídico tutelado es la dignidad. El bien tutelado es el imperio del ejercicio de mi libertad, que no vulnera a nadie.
Es, al fin y al cabo, tener la capacidad de poder optar a plena luz. Poder ser herejes, parecería, dado que, al fin y al cabo, esa palabra significa elección. Es decir, elegir en toda la dimensión de nuestra humanidad. Y si la elección será entre la mencionada vulnerabilidad de la oscuridad o la luz de la decisión libremente elegida, que sea siempre la herejía de la segunda.
Será ley. No como imperativo categórico, sino como construcción colectiva de una ciudadanía que, reconociendo sus diferencias, proyecta empatía.