Cerca de 30 personas murieron el viernes 24 cuando una multitud intentaba cruzar desde Marruecos a España por la valla fronteriza de la ciudad de Melilla. Organizaciones sociales y partidos políticos españoles todavía reclaman una investigación independiente que determine la identidad de esas personas, las causas de cada una de las muertes y qué papel jugó la policía fronteriza en lo ocurrido.
Tres días después, fue hallado en Estados Unidos un camión abandonado por traficantes de personas con 62 migrantes hacinados adentro. De ellos, 46 ya habían muerto, y desde entonces esa cifra subió a 53.
Las dos noticias reavivaron debates sobre los derechos de los migrantes, la distinta recepción que encuentran los de origen europeo y los africanos, y la manera en que se narra el fenómeno en los medios de comunicación. Sobre esos temas, y sobre cómo se percibe al inmigrante, la diaria conversó con Pilar Uriarte Bálsamo, docente del Departamento de Antropología Social de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República.
Una de las críticas que se le hicieron al gobierno de España por lo ocurrido en Melilla es que si bien ya recibió más de 124.000 migrantes de Ucrania, las miles de personas provenientes de Sudán que intentaron pasar la valla días atrás no tuvieron oportunidad de pedir refugio. El gobierno incluso defendió el uso de la violencia para impedirles el paso. ¿Esta es una visión que se reitera frente al inmigrante?
Sí, son políticas que están globalizadas. Hay una política global de control de la movilidad humana que busca restringir que las personas se desplacen y atraviesen sobre todo las fronteras internacionales. Dentro de esas fronteras hay algunas que son más fuertes, que no sólo separan países, sino que separan economías; son fronteras políticas, económicas, sociales, y está todo imbricado. También son fronteras que racializan a las personas. No es que haya fronteras entre las razas, sino que son fronteras que ponen a las personas de un lado u otro de un orden que es geopolítico y también es racial.
Eso ha sucedido siempre, pero desde comienzos del siglo XXI hasta ahora se viene acrecentando. La pandemia ha sido clave en ese sentido porque dio una justificación sanitaria, científica, a lo que de hecho es político y económico. La salud no es meramente salud, porque estamos hablando de salud colectiva, y lo colectivo siempre es político. Entonces se generan cuestiones que están vinculadas a lo racial y a la proximidad, la identidad que toda Europa puede sentir en relación a Ucrania y no a África. Esto no tiene que ver con procesos históricos, sino con estas formas de construir quiénes somos nosotros y un otro.
Después está lo que llamamos la lógica o la razón humanitarista. Aunque no es así, África es visto como un lugar de crisis continuada, como el espacio de lo malo, de la miseria, del hambre, y en muchos casos de la violencia, también. Esa imagen construida en relación a África también tiene su correlato para América Latina o para otras zonas que no son el norte. Eso hace que las personas que vienen de allí sean vistas como del lugar de una carencia que no puede ser resuelta. En cambio, cuando tenemos emergentes como una guerra, aparece esta idea de “bueno, estas personas están sufriendo y nosotros podemos hacer algo para que dejen de sufrir”. Esta lógica más humanitarista permite generar estas políticas que son de selección y de restricción.
Pasó un poco cuando vinieron los refugiados sirios a Uruguay. Las personas de Siria estaban buscando refugio en todo el mundo, pero lo que sucedió acá en Uruguay fue un poco eso, decir: “Bueno, existen muchas situaciones problemáticas, pero sobre esta podríamos hacer algo”. Y los sujetos que son destinatarios de ese tipo de ayuda son siempre construidos como sujetos especiales. Ahí tienen un papel la cuestión racial, el género, la edad, también. Son como imágenes que se construyen en relación a las poblaciones y que hacen que suceda esto. No es que se ayude a unos, sino que con el discurso de ayudar a algunos se restringe el acceso a otros. Porque de hecho nosotros entendemos que la movilidad es un derecho. En términos académicos, académico-políticos, estamos contra toda forma de control o restricción de la movilidad.
Mencionabas la cuestión de género. ¿Qué papel juega?
Las construcciones de género siempre son armas de doble filo, porque, por un lado, habilitan esta idea de víctimas, entonces abren canales de ingreso o de reunificación familiar, cuando están las mujeres y quieren traer a los niños. Pero, por otro lado, quitan lo que nosotros llamamos agencia. Cuando vos sos visto como una víctima, de repente accedés a determinados espacios o a alguna política específica, focalizada, pero también te quita la posibilidad de no ser aquello que se espera de vos. Entonces tenés que continuar en ese lugar de víctima. Y cuando las personas, las mujeres, por ejemplo, no responden a esa construcción, a esa representación de quiénes deben ser, son doblemente castigadas.
Eso pasa mucho acá con la migración caribeña y latinoamericana en general. Se espera esto, que las mujeres sean más sumisas, siempre vinculadas a una migración familiar, que migren por sus hijos, que envíen remesas, algo que sucede muchísimo. El envío de remesas en las mujeres es casi uno de los objetivos primordiales de la migración. Pero también, cuando aparecen cuestiones como el trabajo sexual, las mujeres tienen las dos opciones: o son víctimas y entonces deben ser rescatadas y deben salir, dejar de ejercer –esto independientemente de lo que nosotros pensemos del trabajo sexual–, o entonces pasan al lado de la no moralidad si no quisieran salir. “¿Por qué una mujer no querría dejar de ser víctima de trata o de explotación?”. Sus motivos tendrán.
Con la infancia pasa lo mismo. Esta idea de las infancias migrantes es una herramienta muy importante para garantizar derechos a un sector de la población que es súper vulnerable, como son las infancias, pero después en la adolescencia la cosa se empieza a complicar. Porque entonces implica que haya que determinar si vos sos o no menor de edad, que no en todos los casos está tan claro. O se dan casos en los que –esto pasa mucho en la migración latinoamericana en todo el continente– los niños están con su familia pero no tienen toda su documentación. Entonces recae una sospecha sobre el núcleo familiar acerca de quién puede llegar a ser ese niño. Porque también tenemos lo que llamamos la criminalización de las migraciones, que es pensar en las personas migrantes como personas sospechosas de estar cometiendo algún delito. “Son ilegales”. No, no son ilegales. No tienen los documentos, pero son personas.
¿Esa manera de verlas ha cambiado con el tiempo?
No, yo pienso que no, pienso que muchas cosas no cambian con el tiempo. Algunas cosas sí han cambiado, pero en este tema no. Hubo en el mundo un movimiento fuerte de pensar la movilidad humana como un derecho, de actualizar y mejorar normativas. Existen dos paradigmas de la movilidad humana en temas legales, administrativos. Uno es el de la seguridad nacional, en el que se ve al migrante como una amenaza porque es un ciudadano de otro estado, y otro es el paradigma de los derechos humanos, que ve a la persona migrante como sujeto de derecho, un derecho que debe ser garantizado tanto por el estado de origen como por el estado de recepción. Eso fue un movimiento fuerte. En Uruguay la ley se aprobó en 2008, y un año antes se aprobó la ley de refugio, que también tiene esta misma perspectiva de derechos. Hubo también algunos avances en ese sentido, pero siempre es pendular, y todo este tema del covid, la pandemia, el cierre de fronteras, hizo echar para atrás muchas cosas.
Nosotros tenemos un trabajo con compañeros de Comunicación, que es un observatorio de medios y comunicación, y allí ves cómo emergen, no tanto en la cobertura, pero sí en las opiniones, por ejemplo durante el período electoral, cosas que no teníamos registradas, como “los uruguayos primero”, o esta idea de que los migrantes estarían recibiendo más apoyo, que es completamente falsa. Estas cosas que empezaron a aparecer no nos permiten decir que estamos mejor. Es cierto que está mucho más en agenda el tema, para bien y para mal. Porque hay muchas más personas migrantes en Uruguay, y también por esto del covid y las fronteras.
Con Donald Trump en Estados Unidos o con la extrema derecha de Europa, ¿ha cambiado en alguna medida esa mirada hacia el inmigrante?
Sí, ha recrudecido un poco. Lo que vemos es que la tendencia a la restricción de la movilidad no es patrimonio de la derecha. Lo que sí hay, y es preocupante y hay que atenderlo, es el habilitar un discurso xenófobo, que eso sí es muy propio de la derecha. En gobiernos de izquierda o de derecha más moderada no se habilita ese discurso, pero la política muchas veces es similar.
Existen figuras muy comunes, muy recurrentes, para hablar sobre migración. Están estas ideas de la ola, el flujo, la corriente, la inundación, el tsunami. Son todas ideas de algo que parece una fuerza natural descontrolada que viene y te lleva.
El modelo de la restricción de la migración en Estados Unidos hoy en día no es impedir el ingreso al territorio, sino lo que llamamos la externalización de la frontera: ir llevando el control de la movilidad a países por donde pasan los flujos. Primero fue México, después Guatemala, Colombia. La herramienta no es la frontera, el muro, sino ir construyendo obstáculos cada vez más hacia afuera del propio territorio. Esto es una política que viene con fuerza, con dinero, con todo tipo de recursos –técnicos, humanos, tecnológicos–, y eso se impone en gobiernos que no necesariamente se caracterizarían como gobiernos de derecha.
¿En el caso de Europa?
La política migratoria en Europa es una sola política. Después los países juegan diferentes roles, de policía bueno y policía malo, o territorios de contención: entran pero permanecen por acá. Y muy por goteo, va pasando gente. No hay una política de recepción de población. La política es de restricción o suspensión.
En cuanto a lo ocurrido en Melilla hubo críticas a los medios porque en algunos se informó que vino una masa de migrantes agresivos, que rompieron una valla y murieron, sin hablar de la represión policial, las demoras en la atención médica o la necesidad que tenían de huir a otro país para pedir asilo.
Es la criminalización de la población migrante, que presenta como problema que las personas quieren entrar, que parece que quisieran hacerlo a cualquier precio. Pero nunca se cuestiona la propia valla, qué hace allí una valla. Y con las características de las vallas de Melilla.
Hay muchísimos trabajos, sobre todo de análisis crítico del discurso y de abordaje de medios, que muestran cómo existen figuras muy comunes, muy recurrentes, para hablar sobre migración. Están estas ideas de la ola, el flujo, la corriente, la inundación, el tsunami. Son todas ideas de algo que parece una fuerza natural descontrolada que viene y te lleva. En realidad, en muy pocos casos podemos hablar de flujos migratorios que ameriten la imagen de la inundación. Es una idea de algo que nos ahoga, además.
Después esta idea de inmigración y peligro. El inmigrante es producido como un sujeto peligroso. De hecho, si no comporta un peligro para los ojos de la sociedad no es calificado migrante. Por ejemplo, si tenés un francés que viene a producir queso de cabra con pastura ecológica, se dice que es un productor, es un francés, es un emprendedor, pero difícilmente la etiqueta migrante vaya a recaer sobre él. Ahí está lo racial, y el género.
Existe la idea de que los varones migrantes jóvenes, racializados, son peligrosos en relación a la ley, a la salud pública, a cuestiones vinculadas a las mujeres y al honor. Uno dice “eso es de otra época”, pero es impresionante cómo en la cobertura de prensa aparecen estas cuestiones de lo moral, lo sexual. En el caso de las mujeres, castigándolas, y en el de los hombres, viéndolos como un riesgo para las mujeres locales. Eso se reproduce cuando hay situaciones de crisis.
Por otra parte, no se puede hablar de migración ni de movilidad humana sin hablar de lo nacional. Esta pregunta que hacías al principio: por qué Ucrania sí y Sudán no o Nigeria no. Es por quiénes son ellos pero también por cómo somos nosotros y cómo nos vemos. Quiénes somos o cómo pensamos que somos. En general, hablamos de migración y lo hacemos en relación a los migrantes –qué sucede, qué pasa, por qué vienen, cómo están acá–, pero hablar de migración es hablar de una sociedad que recibe. Si no, no habría migración; si no construyéramos una frontera, esas personas no serían migrantes. Me parece que lo fundamental es empezar a pensar cómo nos vemos a nosotros mismos, cómo producimos esa diferencia, cómo la proyectamos sobre el otro y qué efecto de realidad tiene en el otro. Decimos que las razas no existen, pero cuando yo digo que vos sos de otra raza, que son negro o que sos de otro país –dentro de América Latina nosotros racializamos a la población latinoamericana también–, eso termina construyendo una realidad para el otro. Es alguien que no puede acceder a determinados lugares no porque no pueda, sino porque se entiende que no va a poder, no se lo deja. Entonces hay que poder pensarnos en diálogo, no pensarnos ni a ellos ni a nosotros, poder pensar en ese encuentro.
En el caso de Estados Unidos, lo que pasó allí, la muerte de más de 50 personas, muestra una realidad que es más amplia.
Es un emergente. Nosotros no sabemos cuántas personas han dejado la vida intentando migrar, porque mueren o porque construyen su vida sólo en la posibilidad truncada de emigrar. Intentan una vez y otra, y se les termina yendo la vida en eso o haciéndose la vida en eso.
¿Eso es muy común?
Sí, y cuanto más control hay, más sucede eso. Son vidas construidas en la posibilidad de migrar. Si vos ves la cobertura de eso, los países tienden a decir que murieron 50 personas y tantos eran mexicanos y tantos eran brasileños. Si hubiera habido un uruguayo, la noticia acá iba a darse en torno a un uruguayo que está migrando. Lo nacional siempre está presente, la pertenencia, la identidad. Aunque se hayan muerto 50. Entiendo que es un recurso periodístico que funciona, pero también va fortaleciendo la idea de quiénes importan y quiénes no. Nosotros y otros.