En el correr de este mes, distintos protagonistas del pasado (sean personajes u organizaciones políticas) se han manifestado en relación a los eventos ocurridos en aquel “febrero amargo” de 1973. Sus posicionamientos y ciertas versiones difundidas nos permiten visualizar cómo el presente intenta modificar el pasado por medio de estrategias discursivas que tergiversan el desarrollo de los hechos a través de interpretaciones con fuertes intenciones político-partidarias.

Esto no representa una novedad, pues ha sido parte de las inquietudes teórico/filosóficas de aquellos que han reflexionado sobre los procesos de construcción de los relatos históricos.

En ese sentido, utilizar el olvido o la memoria como mecanismo para reconfigurar el pasado con base en una representación ideológica de este es un peligro que siempre está latente. De allí la necesidad de una actitud de alerta que es habilitada por el distanciamiento. Es por ello que resulta imprescindible abordar las distintas formas de olvido (Paul Ricoeur, Tzvetan Todorov) como una actitud de alerta epistemológica que permita desentrañar las formaciones discursivas de la historia y de la memoria, y el rol que ambas juegan en el presente.

Estas “precauciones” son claves, tanto a nivel de la investigación como de la enseñanza. Las consecuencias políticas del olvido (entendiendo que uno de sus mecanismos es la tergiversación o la negación) deben analizarse a la luz de la voluntad de olvidar. Cuando los olvidos son impuestos por una voluntad política de ocultamiento, la memoria debe ser recuperada para comprender el sentido que poseen esas omisiones (Todorov, 2000). De esa forma, comprender lo no dicho, alumbrar lo silenciado, nos otorga la posibilidad de historizar esa memoria y elaborar una reconstrucción histórica que dé cuenta de esos vacíos al tiempo que intente, de cierta forma, llenarlos y pensarlos críticamente.

Una forma práctica de trabajar con estos problemas es la interpelación de esos “testigos” y sus testimonios. Interpelación que se basa en el ejercicio de historizar la palabra y las trayectorias biográficas y políticas de sus portavoces.

Pensar la relación entre historia y memoria es poner en juego la experiencia de cada uno con su propio pasado, ayuda a pensar los prejuicios y las suposiciones que se posee a la hora de trabajar con un pasado que le es cercano, que está atravesado por las pasiones políticas, por la genealogía a la que pertenece, por las trayectorias ideológicas que haya recorrido. No es que estas cuestiones no puedan emerger en cualquier temática, sino que en este campo su presencia se hace evidente, y operar críticamente sobre los posicionamientos personales, sin dudas ayudará a una práctica éticamente más responsable y democrática.

Volviendo a febrero

Es importante visualizar los hechos que acaecieron en ese momento como parte de un proceso de advenimiento del autoritarismo y resquebrajamiento democrático que encontrará su momento cúlmine el 27 de junio de 1973. Las investigaciones historiográficas plantean como hipótesis firme la idea de que el golpe, más que un solo acontecimiento, fue un proceso en dos tiempos: febrero y junio. Vamos a detenernos en el primero.

En primer lugar, parece importante reconstruir mínimamente los episodios y tratar de pensar cómo lo vivieron los diferentes protagonistas. La crisis de febrero podría ubicarse entre el 6 y el 13 de aquel mes y sus hitos fueron la respuesta del senador colorado Amílcar Vasconcellos a la avanzada del poder militar juzgando políticos, que provocó la reacción de los mandos militares, el intento de sustitución del ministro de Defensa para controlar estos mandos, la posterior insubordinación de ellos desconociéndolo y un punto culminante de “vacío de poder” en el que una parte de las fuerzas (la Marina) mantenía la legalidad, mientras el Ejército y la Fuerza Aérea la desafiaban. En medio de ello, no se sabía si el presidente continuaría al mando (la renuncia estuvo entre sus posibles opciones) y qué pasaría con el resto de las fuerzas políticas. El punto crítico fue de un jueves para un viernes: la noche del 8 de febrero los alzados comunicaron que no reconocían al ministro Antonio Francese. Allí se dudó sobre qué pasaría con el presidente Juan María Bordaberry, que además tuvo dificultades para comunicarse con la población, porque el Sodre estaba en manos de las fuerzas que lo desconocían. Pudo enviar un mensaje a la población por Canal 4 recién a las 22.30 y no tuvo el eco esperado en cuanto a respaldo popular. Convocó a la ciudadanía a manifestar su apoyo en la plaza, pero no fueron más de 200 personas, contando a los curiosos.

Al otro día, la Ciudad Vieja y el puerto aparecieron bloqueadas por la Marina que respaldaba a Bordaberry. El fin de semana, desde el Cerro de Montevideo se preparaba un operativo para tomar por asalto la presidencia. Algunos miembros de la Marina se pasaron al bando alzado y hubo escaramuzas. Bordaberry se negó a ir a la Ciudad Vieja y se mantuvo en la residencia de Suárez negociando con los insurrectos. El sábado 10, el Frente Amplio (FA) celebraba su segundo aniversario con un acto público; allí habló su principal referente, el general Liber Seregni, que solicitó la renuncia de Bordaberry y el mantenimiento de la institucionalidad democrática. Por la noche se conoció el comunicado 4 emitido por los sublevados, que contenía una suerte de programa político social, con ideas generales de redistribución de la riqueza y fin de la corrupción. Al día siguiente, el domingo, algunos sectores vieron con optimismo ese posicionamiento del Ejército, pero luego se emitió el comunicado 7, que reafirmaba el compromiso de mantener la “mística de la orientalidad” y combatir al marxismo, como para no dejar dudas del posicionamiento acorde a los tiempos de la Guerra Fría.

Finalmente, el lunes, Bordaberry fue hasta la Base Aérea de Boiso Lanza y pactó con los mandos la creación del Consejo de Seguridad de la Nación (Cosena) incorporando como asesores en materia de seguridad a los comandantes de las tres armas dentro del Poder Ejecutivo. Se eliminaron todos los contenidos sociales de los comunicados y se procedió a un alejamiento de los grupos constitucionalistas. La crisis de poder había sido superada. La pulseada fue ganada por los militares insurrectos, que no sólo cambiaron el ministro, sino que obtuvieron nuevas potestades en el Cosena. Por su parte, Bordaberry, quien dudó en renunciar la noche del 8, viéndose aislado y sin apoyos, redirigió su articulación política hacia los militares con la precaución de que estos hicieran a un lado a los sectores “peruanistas” o de izquierda que habrían tenido parte en el comunicado 4.

Un trabajo inicial sobre la ideología de la dictadura de José Luis Castagnola y Pablo Mieres muestra con detalle cómo durante la crisis se procesó un vaciamiento de los contenidos de corte socioeconómico (“peruanistas” o “populistas”) de aquel comunicado, en favor de una perspectiva de la seguridad nacional. Con el agregado de que en el memorándum de Boiso Lanza se ratificó la continuidad de los pedidos de desafueros para luchar contra la subversión.

Visto en perspectiva, el resultado de la crisis, lejos de alejar a los “latorritos” que denunciara Vasconcellos, acercó posiciones entre un mandatario con escasas convicciones democráticas y los sectores más politizados de las Fuerzas Armadas (FFAA) con perspectiva conservadora. La resolución de continuar con los desafueros era una señal directa para la escalada de acciones de ese “nuevo” Poder Ejecutivo contra el Parlamento, mientras que el conjunto de los partidos no ofreció una alternativa común. Algunos en principio esperaron un desenlace palaciego con la “solución Sapelli”, por la que sugerían a Bordaberry que renunciara y quedara el vicepresidente. Esto se dio fundamentalmente dentro del Partido Colorado, incluso en el sector reeleccionista, que, sin consultar a Jorge Pacheco, exploró esa alternativa. Otros, como Wilson Ferreira Aldunate, tantearon la posibilidad de un gran acuerdo nacional con el compromiso de llamar a elecciones anticipadas. Y en la izquierda hubo un pronunciamiento público por la renuncia de Bordaberry y algunos grupos simpatizaron con los comunicados. Lo que no existió fue un frente común que desestimara la acción de los insurrectos y respaldara a la Marina, a la que ni el propio Bordaberry escuchó.

Luego de Boiso Lanza la mayoría de los actores políticos emitieron señales de alivio. Algunos dijeron comprender que las FFAA podrían jugar algún rol en la política y no dieron señales de crítica profunda a los comunicados. Personalidades de variadas tiendas e ideologías afirmaron después que la mayoría de los puntos de aquellos comunicados eran compartibles, pero que la forma debía guardar la institucionalidad. Y culpaban a Bordaberry del mal gobierno. Por otra parte, desde las páginas de Marcha, Carlos Quijano, Guillermo Chifflet y Julio Castro mostraron preocupación profunda por el advenimiento de la “era militar” y el colapso político que la crisis evidenciaba, así como pusieron paños fríos respecto del entusiasmo del posible peruanismo entre los militares.

¿Por qué entonces sólo centrarse en la reacción de algunos sectores ante los comunicados 4 y 7, en especial los de la izquierda, para hablar de la crisis de febrero? Este sesgo es una de las formas de abordar el pasado con uso político presente. Porque si bien es un aspecto de alto interés para la investigación histórica conocer la reacción de los actores, la izquierda no era ni la principal fuerza política ni tenía capacidad de bloquear en forma solitaria la crisis. Es más, resulta evidente que, más allá de los trascendidos, el FA, con sus dudas y perspectivas contradictorias a la interna, tuvo un posicionamiento y a través de su máximo dirigente. Mientras que, en otros casos, los partidos y sectores desplegaron una acción política menos pública y a la espera especulativa de otros posicionamientos.

También es importante no marcar febrero de 1973 como si hubiera sido la primera e inédita acción política de las FFAA. Si bien el desacato y los comunicados fueron un episodio de avanzada política al estilo pronunciamiento militar, lo cierto es que, en términos de coyuntura, tales acciones fueron una consecuencia consistente con el proceso de incorporación de las FFAA al escenario político, que puede remontarse a los usos represivos durante 1968, como –y muy especialmente– a dos decisiones del Poder Legislativo en 1972: la ley de Estado de Guerra interno de abril y la de Seguridad del Estado de julio. Fue en el marco de esta “legalidad” que los mandos militares llevaron detenido a Jorge Batlle y forzaron la renuncia de otro ministro en noviembre de aquel año.

Analizar febrero de 1973 como si fuese una minicrisis histórica aislada de su contexto previo y enfocar las decisiones de algunos actores sólo por sus posibles errores de estrategia, como si fueran responsables en última instancia, sin mirar el conjunto del arco político partidario, se convierte en algo parecido a la sordera o a la miopía histórica. Y esto no sólo cabe para la postura del PCU, sino que podría extenderse a Wilson y su “ilusión” de elecciones anticipadas, o a Sanguinetti y su planteo “perdido” de que Bordaberry renunciase.1

Recuperar la dimensión transversal y compleja de la trama en todos los actores, así como los efectos esperados (y no siempre conseguidos) de sus decisiones, también debe ser parte del ejercicio de la historia. En tal sentido, el trabajo de reciente publicación de Gonzalo Varela, “El golpe más largo”, es un aporte sustancial para comprender la crisis con una mirada de conjunto.

En este sentido, es importante rastrear también las percepciones de los contemporáneos. Porque la sobreinterpretación de la historia puede ser efectista y generar sensaciones, pero una mirada informada y rigurosa no puede pasar por alto que para la gran mayoría de la población aquellos acontecimientos de febrero no fueron el golpe. Hoy, reiteramos, la historiografía secuencia la hipótesis del golpe en dos tiempos. Pero ello no significa que la perspectiva presente estuviera siendo consciente de ello. Puesto que tanto el presidente electo (con tanta polémica) como el Parlamento mantuvieron su funcionamiento. A 50 años de aquellos días sería cómodo señalar con el dedo tal o cual equivocación, pero la tarea de la historia no supone una posición moralizante ni de juicio, sino un intento de comprensión de los problemas del pasado. Y febrero de 1973 amerita ser analizado como una caída de la institucionalidad en un marco de complejidad tal que los principales actores con historia y perspectiva republicana no tuvieron las herramientas para accionar un freno colectivo ante la hondura de la crisis democrática que estaba dando sus últimos llamados de auxilio.

Este artículo es producto del trabajo de formación y extensión académica en el marco de la Sala de Historia del IPA y los cursos de actualización 2023.

Bibliografía

Todorov, Tzvetan LOS ABUSOS DE LA MEMORIA Barcelona: Paidós, 2000.

Ricoeur, Paul. “La historia,la memoria, el olvido.” FCE, Madrid, 2008.

Castagnola, José Luis y Pablo Mieres: “La ideología política en una dictadura”, en Appratto, Carmen et al, “El Uruguay de la dictadura (1973-1985), EBO, 2004.

Varela, Gonzalo: “El golpe de estado más largo. Uruguay 1973”. Planeta, 2023.


  1. Resulta paradójico escuchar que “los comunistas apoyaron el golpe, porque apoyaron los comunicados”. Primero, porque la resolución de la crisis (Boiso Lanza) se realizó sin mantener más que una referencia general a los comunicados. En todo caso, si en Uruguay hubiese ocurrido un golpe peruanista, quizás podría caber aquella observación. Pero segundo, y mucho más denso en términos históricos, porque entre tantos otros, pero como objetivo marcado y explícito, los comunistas fueron víctimas de la dictadura que sobrevino en junio. La polémica, tanto en la interna y la historia del PCU, como en sus vínculos con la izquierda y el resto del sistema político respecto de aquellos posicionamientos es muy relevante, pero su abordaje será enriquecedor para pensar las crisis de la democracia si se hace con criterios históricos.