La rebelión de los partisanos judíos de Varsovia entre febrero y mayo de 1943 no fue un episodio aislado ni anecdótico, sino un punto de inflexión clave en el siglo pasado. El alzamiento del gueto debe contarse entre las primeras derrotas del nazismo y de los totalitarismos del siglo XX, así como uno de los antecedentes inmediatos de los procesos de lucha popular por la autodeterminación de los pueblos en contra del racismo y las políticas de odio, protagonizado además por civiles, hombres y mujeres que, sin ser un ejército regular, lucharon contra la tiranía.

Muchas veces se ha dividido el siglo en dos, en especial siguiendo al historiador Eric Hobsbawm. Desde una mirada europea, de 1914 a 1945 fue la era de las catástrofes, marcada por los totalitarismos colonialistas y los genocidios. De 1945 en adelante la Guerra Fría marcó la agenda internacional, pero se vivieron sendos procesos de democratización, mejora en las relaciones internacionales y la aún inconclusa experiencia de la descolonización. El alzamiento del gueto es uno de los puntos de quiebre a la Era de las Catástrofes y siembra el amanecer de una segunda mitad mucho menos violenta y más consciente de la agenda de los derechos humanos y la autodeterminación de los pueblos.

Para fundamentar esto es necesario ampliar la reflexión al problema de las violencias masivas y la discriminación generalizada que dio lugar a los genocidios. Estas tuvieron un desarrollo extremo con la combinación del colonialismo y la industrialización a fines del siglo XIX. La posibilidad de organizar industrialmente sistemas de represión, traslados masivos de población y armas de destrucción inusitada surgió entonces. Este potencial de dominio y destrucción aumentó las prácticas de barbarie contra los pueblos colonizados, en especial en África con el genocidio del Congo en 1900 y también entre las sociedades de Eurasia, con la catastrófica Primera Guerra Mundial, que asesinó a diez millones de personas, y entre las que ya sabemos que ocurrió otro genocidio, en este caso contra el pueblo armenio. Las barbaries mecanizadas e industriales adquirieron dimensiones nunca vistas en Europa y en Japón, con el ascenso de los totalitarismos y la Segunda Guerra, que asesinó a más de 60 millones de personas. En aquel marco tan tremendo, con la Shoah en marcha, la barbarie moderna parecía incluso triunfar. Sin embargo, allí se levantó el gueto.

Recurro al historiador Tzvetan Todorov, quien plantea una distinción importante para analizar la barbarie: hay acciones bárbaras, aquellas que deshumanizan a otros por la justificación que sea (racial, religiosa, territorial, de clase, de género), pero no hay culturas o personas bárbaras por definición. Lo que ocurre, dice Todorov, es que en ciertos momentos de la historia, en algunas sociedades se vuelven hegemónicos comportamientos bárbaros hacia otros. No se puede atribuir de forma esencialista la barbarie a un pueblo o a una sociedad. Sí se la puede identificar en algún tipo de régimen o en posturas practicadas con fanatismo individual o colectivo, en la medida en que estas deshumanicen a otros.

El nazismo, el colonialismo, el racismo, la esclavitud y el fanatismo religioso fueron y son actitudes bárbaras disfrazadas de superioridad que adjudican una categoría infrahumana a otros, a millones de personas y decenas de colectivos. Su popularidad se explica en parte por actitudes fanáticas hijas del miedo, por la violencia cotidiana instalada por las guerras mundiales, por la represión traumática de las experiencias coloniales y también por la extensión de formas de propaganda y educación dogmática en las que los discursos de odio ocupan un lugar destacado en la vida pública, legitimados desde el poder. Estos sistemas potencian la ignorancia como virtud en tanto no reconocer la humanidad del diferente se presenta como un valor social de jerarquía, cuando en realidad sabemos que es al revés: al fanático le falta capacidad y ejercicio de la empatía. Sus brutalidades exorcizan parcialmente su propia deshumanización incapaz del encuentro con otros, y la destrucción, la pulsión de muerte y el goce en la humillación se convierten en un mecanismo casi insaciable, como el de quien quiere calmar su sed con agua salada.

Y, sin embargo, lo impresionante del gueto de Varsovia como paradigma fue la sistemática teatralización del horror en una escalada que parecía no tener punto de retorno. Primero encerrados “por razones sanitarias” en 1940. Marcados con distintivos cual clase subhumana. Humillados y robados, pero aún vivos. En pésimas condiciones. Luego esclavizados, con la complicidad del complejo industrial capitalista alemán y parte de la sociedad europea que a lo largo de toda la ocupación nazi se dedicó al pillaje de los bienes judíos y a su utilización como mano de obra colonial en la cuna del colonialismo. Y, tras esto, la “solución final”. A mediados de 1942 comenzó la “gran deportación”: ingenieros, arquitectos y “científicos” nazis construyeron los peores dispositivos concentracionarios de exterminio que la humanidad recuerde. Verdaderas ciudadelas industriales de la muerte masiva. Y hacia allí comenzaron a marchar miles de habitantes del gueto por día. En menos de dos meses la población se vio reducida a la mitad. De 450.000 inicialmente pasaron a ser menos de 200.000. Treblinka y Majdanek fueron los destinos finales principales.

Terrible situación, además, porque mucha de la población del gueto no podía creer que volvieran a vivirse, y en un grado superior de horror, los tiempos de los pogromos o del caso Dreyfus. Ya las noticias de Babi Yar en 1941, el barranco de Kiev donde los nazis y los nacionalistas ucranianos ejecutaron masivamente a más 35.000 judíos a sol descubierto, daban para temer. Pero ¿cámaras de la muerte colectiva? ¿Cómo imaginar que la avanzada y culta Alemania podría llevar adelante tal plan? ¿Cuándo esperar que renacieran las peores formas de odio al judío en parte de las sociedades como las bálticas o las polaco-ucranianas que colaboraban con el nazismo? ¿Qué hacer y sentir ante la inacción internacional de otros pueblos y países liberales que no corrieron en su ayuda? Y, para peor, ¿qué esperar de una Europa que, entre 1939 y 1941, no le había infligido una mínima derrota seria a los nazis?

Una respuesta genérica, tentativa, para tratar de entender la expansión social de la violencia totalitaria es la dinámica de militarización y brutalización de las relaciones sociales en los contextos de guerra. La deshumanización de los soldados, la violencia de los discursos políticos, la celebración pública por tener mejores armas más destructivas, la invención de amenazas y enemigos permanentes como parte de una propaganda pública y social que justifica las violencias.

La historia muestra que todo intento de “apaciguar” o contentar los comportamientos bárbaros para evitar males mayores no termina sino postergando un desenlace de lucha. Por eso, quizás, es muy importante trabajar con harto cuidado todo discurso militarista y belicista en el terreno que sea. Cuidado con los agitadores de guerras lejanas que brutalizan nuestra vida, sean contra el “terror”, contra un pueblo vecino, contra el narcotráfico o contra otras hinchadas. La cultura de guerra y la postura del “a mí no me toca” o el “algo habrán hecho” son semillas de brutalización latente.

Y, sin embargo, el alzamiento del gueto, con sus protagonistas de todas las tiendas, armados con pistolas robadas y cócteles molotov, derrotó un día tras otro al nazismo desde febrero a mayo de 1943 y en la peor condición. Pero lo hicieron además como fruto de una experiencia sembrada en la tierra del gueto mediante la palabra escrita y guardada para defender la vida ante la muerte.

El poder nazi parecía no tener freno ni discusión. Su presencia era total, su legitimidad (desde los Juegos Olímpicos de 1936) en el escenario internacional era casi indiscutida. Desde 1941 hegemonizaba toda Europa, con la salvedad de Inglaterra, aislada, y de la polémica neutralidad suiza y sueca. Había invadido media Rusia europea, y su aliado japonés se expandía por el Pacífico. Recién en estos extremos empezó a encontrar algo de frente y oposición de los soviéticos y de Estados Unidos. Pero en el corazón de Europa el totalitarismo era total.

En ese marco de dominio absoluto comenzó la Gran Deportación. Treblinka y Majdanek, la propia policía colaboracionista judía entregando habitantes del gueto, el vaciamiento de orfanatos y miles de familias que fueron encajonadas en los vagones de los trenes de la muerte. El gueto iba quedando semidesierto, miles de clandestinos trataban de sobrevivir y de no ser llevados. La muerte fuera, la muerte dentro, se puede respirar cuando uno repasa imágenes o fotos.

Y, sin embargo, hay algo que las imágenes no muestran, que en las películas no se ve... Hay palabras que valen más que mil imágenes. Y sí, quizás por ser, como decían los musulmanes tolerantes en la Edad Media, “el pueblo del libro”, los judíos en el gueto comenzaron escribir y a enterrar documentos sobre la vida en esa cárcel urbana de la maquinaria racista. Los escribieron y los enterraron, bien guardados para que su palabra nos llegara, haciéndonos saber que querían vivir y que hoy siguen vivos a través de ella.

Justo cuando quedaban 50.000 personas, más 50.000 documentos enterrados, se produjo el levantamiento del gueto. Un último halo de humanidad comenzó el punto de inflexión.

Parece paradójico, pero escribo/leo esto y creo/recuerdo, aunque no lo viví (pero pasa por mi corazón, como imagino nos pasa/recorre a todos... re coure es recordar también), pienso en la destrucción casi total de los bárbaros nazis y siento los miles de letras y papeles arrugados escondidos, esas manos de las víctimas deshumanizadas por el nazismo al escribir y esconder estaban conectando con la vida, y quienes en realidad ya estaban medio muertos eran los nazis. Hay algo de eternidad humana en esos papeles, como los hay en la hojilla filtrada del preso político que llega a la familia, que conecta con el germen de la libertad y frena la tiranía.

Algunos historiadores dicen que Adolf Hitler y su entorno se sintieron desacomodados y querían obsesivamente dar con los escondites documentales y borrarlo todo. Locura de la ficción del poder absoluto del que creyeron gozar.

Y, sin embargo, cuando los nazis quisieron destruir definitivamente un gueto diezmado, vaciado y empobrecido, un puñado de centenares de partisanos les plantó cara, expulsó a las patrullas alemanas y letonas, liberó las fábricas vigiladas por comandos ucranianos, capturó a la policía judía colaboracionista y tomó el control del gueto en febrero de 1943.

Así como las cartas en la tierra derrotarían la barbarie para la posteridad, las bombas molotov lanzadas desde los tejados darían un segundo golpe al nazismo: la rebelión que se extendió de febrero a mayo quiso ser aniquilada en abril y dio muestras de fortaleza rechazando los ataques de batallones nazis y comandos SS; esa rebelión vino a desmentir el corazón de la teoría racial y del prejuicio que la sustenta. En medio de los escombros de los barrios, por las alcantarillas, con minas de fabricación casera y armas robadas al enemigo, los partisanos judíos desmintieron el mito de la invencibilidad aria, confirmando las noticias que llegaban desde Rusia (habían caído los nazis en Stalingrado). La gesta coordinada desde Mila 18, la mítica calle en cuyos subsuelos de reunía la jefatura de la ZOV, mostró cuadra a cuadra, casa a casa, que los judíos luchaban.

Y vaya si pelearon, con palabra escrita y con armas caseras. Diciendo no a la barbarie con rasgos tan parecidos a la antigua Mazada ante el avance romano, los alzados del gueto desmintieron otro mito: aquel de que eran menos humanos, que estaban derrotados y por ello no se atreverían al combate. La barbarie se hacía espejo en la cara nazi, en la propia sede elegida para ser ejemplo de purificación racial. Los nazis no pudieron dar batalla de frente contra los judíos.

En su obsesión por quemarlo y gasearlo todo, bombardearon y dinamitaron el gueto y luego incendiaron la sinagoga principal de Varsovia, pero no pudieron pelear cara a cara. La palabra escondida, los últimos disparos del ZOV, los fugados a los bosques que luego rescatarían los documentos ocultos dieron una segunda derrota al nazismo.

Resistir y apostar por la vida es una de las facetas en las que el alzamiento del gueto de Varsovia nos da una de las páginas más intensas de la historia: escribir para vivir, leer para intentar entender, luchar contra la deshumanización… educarse con dignidad… la rebelión del gueto, en la última situación desesperante.

Esa lucha, la de los partisanos, las de otros grupos de la resistencia judía, la de las palabras guardadas bajo siete suelos, se revive también en tantas personas y culturas, que hay que celebrarlas. Pienso en los pueblos originarios de nuestra América cuando recuperan su palabra y sus dioses prohibidos; pienso en los quilombolas afroamericanos que guardaron oralmente, tras siglos de genocidio esclavista, su cultura; pienso en los luchadores sociales de los años 60 que supieron resistir al autoritarismo y nos legan, entre tantas cosas, esta valoración de la vida como espacio de convivencia democrática y plural.

En todos ellos, y tantos más que resisten la opresión, hay una búsqueda por conectar con la trascendencia vital que supere la barbarie. Tan poderosa es esa búsqueda, que incluso tiene la capacidad de rehumanizar al opresor bárbaro. Recuerdo por un segundo a Nelson Mandela y Desmond Tutu, quienes tras casi un siglo de totalitarismo y apartheid sudafricano ofrecieron su tradicional filosofía bantú, el Ubuntu (“soy porque somos”) para una vida democrática y de reconciliación. El Ubuntu de Mandela es la melodía del pianista que entre ruinas hace que un guardián nazi se humanice y le traiga comida.

Por eso, cuando el mundo se enteró de que había molotovs y resistencia en Varsovia, algo en la humanidad respiró diferente. Cuando se desenterraron los documentos, la humanidad recuperó a sus judíos perdidos. Como dicen las tradiciones mexicanas, muere quien es olvidado, y los partisanos aquí recordados, vaya milagro, vaya realidad, estarán con nosotros siempre.

Jorge Drexler, en una hermosa pieza, recordó las manos y la música del pianista. Otros quizás podemos encontrar que nuestras manos serían las de quien escribía una nota secreta, las de un médico que acompañaba hasta el final a sus niños en un tren o las de quien arrojaba una molotov libertaria, y esas manos, judías, polacas, partisanas, resistentes, antinazis, plurales (recordemos también que hubo circuitos clandestinos de ayuda de toda procedencia), son manos de todas y todos los que enfrentan la barbarie.

Con ellas seguiremos escribiendo y haciendo futuro, y, sin embargo, no tengo ya más palabras para agradecer este momento que unifica en la diversidad y celebra la vida, la educación, el libro, la actitud digna ante al opresor y la palabra. Por ello insisto con un aspecto que me es muy caro: la clave en la lucha cotidiana contra cualquier barbarie está en una mejor educación con pluralidad. Educación, palabra y dignidad van de la mano para seguir navegando juntos y en diversidad en esta aventura de la vida, por la que celebramos reconociendo el dolor, pero sabiendo que cuando se pone todo, la vida puede más.

Porque con manos plurales se escribe vuestra y nuestra historia.

Este artículo está basado en el discurso pronunciado por el autor en el homenaje realizado por el Centro Cultural Zhitlovsky.