“Era no comer completamente nada, tomar agua y a la noche un caldo, nada más”, recuerda Julia Benítez luego de traer el café a la mesa en la que ya hay azúcar, edulcorante y galletitas. Para llegar a la casa de las Hermanas Azules, el colegio Notre Dame sirve como guía: “Doblan en la esquina”, indica Benítez. La religiosa volvió a Uruguay hace casi 40 años para integrarse a la dirección del colegio y vivir en Jardines del Hipódromo. Benítez se sienta, se acomoda el saco y la cruz que le cuelga del cuello. Dice que llegó al país en el momento del “último golpazo” contra la dictadura.

En agosto de 1983 corría el rumor de que el Servicio Paz y Justicia (Serpaj) iba a ser clausurado: la organización había denunciado en el exterior la detención y tortura de jóvenes del Partido Comunista, una provocación al régimen. La organización de derechos humanos, basada en el modelo argentino, proponía una acción no clandestina, con una inspiración cristiano-ecuménica. A sabiendas de que serían clausurados, sus miembros decidieron despedirse por lo alto y anunciaron un ayuno para la reflexión a partir del día 11: “Nos haremos estas tres preguntas: ¿qué he hecho por mi Uruguay?; ¿qué hago en este momento?; ¿qué puedo hacer por mis conciudadanos?”, se lee en el volante de convocatoria.

Los ayunantes fueron el sacerdote jesuita Luis Perico Pérez Aguirre, fundador del hogar para niños La Huella en Canelones, y el sacerdote Jorge Osorio, entonces miembro del clero de Peñarol. Días más tarde se les unió el pastor metodista Ademar Olivera. Estos tres hombres pasaron los días de ayuno en la parroquia del Sagrado Corazón en la Academia Cristo Rey ubicada en General Flores, la primera sede del Serpaj. Al culminar el ayuno, el 25 de agosto, se dio el primer cacerolazo de muchos, una protesta pacífica no convocada por ellos.

“Había que dar un golpe fuerte para cambiar la situación”, afirma Patricia Piera, cofundadora del Sindicato de Maestros del Uruguay, desde un pequeño salón en el que brinda clases privadas. Cuenta que Pérez Aguirre les propuso a ella y a su expareja Francisco Pancho Bustamante integrarse al Serpaj en Uruguay.

Casi dos años después, los miembros del núcleo fundador del Serpaj estaban “enloquecidos” por ayunar, dice Efraín Olivera –entonces coordinador del movimiento Emaús en Uruguay–, pero los vecinos argentinos recomendaron que a la medida se sumase la menor cantidad de gente para disminuir los riesgos. “El resto debía crear un grupo de apoyo”, explica Olivera, rodeado de fotografías de Pérez Aguirre en las paredes del nuevo local del Serpaj en Joaquín Requena.

María Martha Delgado hoy es reconocida por su militancia feminista y su vinculación con la causa palestina. Escribió en 2005 su tesis de maestría sobre la participación de las mujeres en los movimientos por los derechos humanos durante y después de la dictadura; su hipótesis inicial consiste en que las mujeres desarrollaron estrategias “femeninas para sobrevivir”. Ella tenía 22 años cuando colaboraba con el padre Cacho y daba apoyo educativo en los asentamientos de Aparicio Saravia; así conoció a Pérez Aguirre y se sumó, junto con su amiga Mirtha Villa, al proyecto del Serpaj. Aún hoy Delgado se pregunta si en el Serpaj los hombres les impidieron ayunar por ser jóvenes, laicas o mujeres.

“El ayuno no fueron sólo ellos, eso fue lo maravilloso, el ayuno lo hicimos pila de gente”, evoca la religiosa Benítez casi 40 años más tarde. Las mujeres de su congregación adoptaron la medida sin decírselo a nadie para no interrumpir su labor a la cabeza del colegio Notre Dame. Cada día, al caer la tarde, las religiosas visitaban el local del Serpaj en apoyo a los ayunantes.

El Serpaj marcó el 25 de agosto como una “jornada de reflexión nacional”. Los volantes invitaban a los que quisieran a ayunar un día, en compañía o en soledad. Benítez describe el ayuno como una forma de hacer “fuerza en contra” de la dictadura: “Era un poco lo único que se podía hacer”.

“El trabajo de las monjas y las mujeres siempre ha sido mucho más silencioso”, sostiene Delgado, “era una realidad en la que no había libertad de expresión y nada circulaba, pero ellas movilizaban a la gente en sus parroquias y la gente rezaba por los ayunantes”.

En General Flores la vigilancia policial era tan constante como el rezo colectivo de un padrenuestro. Los efectivos militares no interrumpieron el ayuno, pero prohibieron las visitas a los ayunantes. Cercaron el local y arrancaron los carteles que llevaban el conteo de los días.

El ayuno finalizó el 25 de agosto. En el 158º aniversario de la Declaratoria de la Independencia el pueblo uruguayo se manifestó en forma pacífica. Para persuadir a la gente se había organizado un partido de fútbol entre Uruguay y Paraguay con entradas a precio mínimo, pero las ovaciones en el estadio Centenario fueron opacadas por la protesta. Olivera recuerda que al caer la noche la gente empezó a cacerolear: “La cacerola era como un arsenal de resistencia que tenías en tu casa”. A la medida se sumaron apagones voluntarios y estallidos de petardos “en medio de la oscuridad casi total”, registra una crónica del suplemento La Semana del diario El Día. Hubo caravanas de autos en Pocitos y Carrasco y una manifestación por la avenida 18 de Julio pasadas las diez de la noche.

Esa noche fueron detenidas más de 300 personas, incluidas las mujeres que se manifestaban frente al Serpaj. Piera escuchó la noticia por televisión mientras estaba en la parroquia de La Teja en compañía de otros laicos. Cuando llegó a General Flores ya no había lugar para estacionar: los militares se estaban llevando a la gente detenida, incluidos sus compañeros que, con Olivera al volante de una camioneta de Emaús, habían llegado primero al lugar.

Ya oscurecía cuando el arzobispo de Montevideo, Carlos Partelli, recibió a Piera y otros miembros del Serpaj en su despacho: se habían llevado a los manifestantes, a laicos y monjas. Monseñor Partelli comenzó a hacer llamadas. Días previos, Partelli había enviado una carta al dictador Gregorio Alvarez: “En especial, le ruego cuidar la vigencia de los derechos humanos en su país”, había solicitado.

Cuando Delgado fue detenida en la sede de la Policía Republicana, en lo primero que pensó fue en sus bolsillos: “¿Tengo algo arriba que no debería tener?”, se preguntaba, pese a que no vivió con temor la detención.

Benítez, en cambio, reconoce que la violencia y el maltrato la asustaron, pensaba que le había llegado el momento de vivir todo aquello por lo que había estado en contra. Sus compañeras eran llevadas aparte para ser interrogadas, dirigidas por un pasillo oscuro sin retorno. Llegado su turno, Benítez descubre que ese pasillo da a la calle, y que sus compañeras habían sido liberadas. Los militares la hicieron sentir vulnerable, “dominada” por el miedo. “Estaban vengándose”, dice con certeza”, sabían que les quedaba poco tiempo.

El pronóstico del cierre del Serpaj se concretó a fines de agosto, cuando el dictador Gregorio Álvarez lo clausuró por su actividad ilegal.

La opción por la justicia

“Al jefe de Policía te tenés que enfrentar vos y cuando se hizo el ayuno acá, las últimas responsables fuimos nosotras”, dice Milagros Barranco, religiosa de la Congregación Cruzadas Misioneras de la Iglesia, a quienes pertenecía el local clausurado, en el testimonio que dio para el libro Vinieron unas mujeres... un informe latinoamericano, texto que recoge las experiencias de iglesias dirigidas por mujeres. Partelli había confiado a la congregación la conducción de la parroquia de San Lorenzo en Piedras Blancas: para cumplir mejor su función, las monjas se trasladaron al barrio y ofrecieron la vivienda de General Flores para que allí funcionase el Serpaj. Barranco cuenta que muchos miembros de la parroquia vieron con malos ojos esta decisión.

La exreligiosa Emmelia Bonetto explica que la congregación siguió desde un principio los lineamientos del Serpaj. “Era lo que había que hacer, estar con todos ellos como habíamos estado siempre”, afirma con voz pausada. Bonetto abandonó la congregación y se fue a vivir a Nueva Palmira, desde donde atiende su teléfono de línea, pero prefiere ser breve porque no confía en su memoria.

En 2008, la Intendencia de Montevideo nombró Ciudadanos Ilustres a los ayunantes Olivera y Osorio por “su contribución a la recuperación de la democracia”. En ese acto Delgado leyó una carta de agradecimiento en nombre de Osorio y aprovechó la instancia para dar un discurso reivindicativo sobre “el trabajo silencioso e invisible que habían hecho las mujeres cristianas, monjas y laicas”.

Lo que inspiró a los cristianos a tomar la opción por la justicia fue el Concilio Vaticano II, convocado en 1959 por el papa Juan XXIII –a casi 100 años de haberse desarrollado el primero–, cuando la sociedad del siglo XX les exigió un cambio a las autoridades eclesiásticas. Antes, acudir a una institución cristiana significaba presenciar una misa en latín, con el cura dándoles la espalda a sus fieles predicando sobre un Dios todopoderoso y castigador, un Dios que “me miraba todo el tiempo por si acaso hacía algo mal”, en términos de la religiosa Benítez.

El cristianismo posconcilio se perfiló en la vida en comunidad. Le siguieron dos eventos clave en América Latina: la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en 1968 en Medellín, seguida por una tercera edición en Puebla en 1979, a partir de la cual la iglesia católica latinoamericana debía centrarse en los pobres. Para el Comando General del Ejército uruguayo, estas conferencias habrían agudizado la “infiltración” marxista leninista a la interna de la iglesia católica uruguaya, dice el texto “Testimonio de una nación agredida”.

La monja Beatriz Benzano decidió abrirse “a la realidad de América Latina” y en 1968 se fue a vivir a una pequeña comunidad al oeste de Santiago de Chile, bajo el amparo de la Congregación de las Hermanas Dominicas. Allí presenció situaciones de extrema pobreza, conoció personas que vivían a la intemperie y mujeres que perdían sus vidas por abortos clandestinos. Esas vivencias le cambiaron la cabeza “y el corazón también”, cuenta. En un ómnibus destartalado rumbo a la ciudad de Puno, en Perú, una de las regiones más empobrecidas de América Latina, una mujer indígena le ofreció su bebé recién nacido a la joven religiosa. “Me lo regalaba”, recuerda con espanto aun después de mucho tiempo.

Aun lejos de casa, Benzano se interesó por las propuestas del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN), que optó por la guerrilla armada: “Vi que buscaban la justicia social y me pareció que era lo que había que hacer en ese momento, que no había que esperar a que los gobiernos democráticos cambiaran algo”. Así tomó la decisión de volverse tupamara siendo monja. A su retorno a Uruguay, en 1969, Benzano vio un país “convulsionado por las revueltas sociales y por una sangrienta represión”, y decidió abandonar el amparo de la congregación para involucrarse activamente en el MLN. “El mismo idealismo de cuando me metí de monja, de querer cambiar el mundo, me llevó a meterme de tupa”, cuenta.

Otras monjas abandonaron el hábito y se integraron en los barrios populares. Las mujeres buscaban “acompañar a la gente desde la base y desentenderse de lo institucional”, dice Delgado, por lo que la red de Comunidades Religiosas Insertas en Medios Populares (Crimpo) estaba conformada principalmente por mujeres. La congregación de Benítez integró la red luego de mudarse a Jardines del Hipódromo, donde todavía viven, pese a que las rejas que rodean la casa son cada vez más altas.

Había jóvenes que no querían ser curas ni monjas, pero querían asumir un compromiso más radical con la lucha contra la pobreza y las injusticias. La propia Delgado cuenta que vivió un tiempo con “una pata en Montevideo y otra en Las Piedras”, cuando decidió mudarse a un barrio popular.

Prohibido hablar del ayuno

A principios de agosto, el gobierno había decretado la suspensión de la actividad política. La Dirección Nacional de Relaciones Públicas (Dinarp) prohibió a los medios de comunicación difundir cualquier noticia relacionada con el ayuno del Serpaj. El semanario Aquí ya había impreso 10.000 ejemplares cuando llegó la notificación de la Dinarp. La publicación se retrasó un día entero y los funcionarios arrancaron a mano cada una de las páginas que contaban lo que ocurría en el local de General Flores, informa el diario argentino La Nación el 18 de agosto.

Días más tarde, el ministro del Interior, el general Hugo Linares Brum, convocó a la prensa para alertar sobre el carácter ilegal del Serpaj: “Funciona mediante recursos que son de origen extranjero. Es apoyado por nuestra ya conocida Amnesty International, de clara infiltración marxista leninista y que nos ha atacado toda la vida”. Además, Linares Brum le prohibió el ingreso al país al presidente del Serpaj en Argentina y Premio Nobel de la Paz de 1980, Adolfo Pérez Esquivel, cuando quiso apoyar a sus amigos uruguayos.

Una iglesia marcada

No sólo los católicos emprendieron acciones de resistencia, también los fieles metodistas se solidarizaron con los afectados por el autoritarismo. Algunos miembros de la comunidad metodista sabían que la pastora Araceli Ezzatti ayudaba a los perseguidos por la dictadura; uno de ellos, caracterizado por su conservadurismo, le ofreció un aporte mensual para esas “cosas” que ella hacía y de las que él “prefería no saber”, que eran los paquetes solidarios para llevar a las cárceles, cuenta con una sonrisa. Fueron las mujeres quienes más colaboraron en esta tarea; pese a hacerlo en silencio, “siempre hubo gente que se animó y es por eso que siempre hubo resistencia”, asegura Ezzatti.

A diferencia de la iglesia católica, las mujeres metodistas pueden ejercer como pastoras. Era una mujer, Ilda Vence, quien estaba a cargo de la Iglesia Metodista Central en Cordón cuando su iglesia fue marcada como tupamara. El 14 de abril de 1972, el MLN tomó el edificio para conseguir una posición estratégica desde la que disparar al subsecretario del Ministerio del Interior, Armando Acosta y Lara, acusado de ser uno de los ideólogos del Escuadrón de la Muerte. Dos días después, un grupo paramilitar de extrema derecha colocó una bomba que rompió la entrada del templo. Desde entonces, militares vestidos de civil presenciaban los cultos de los domingos y vigilaban las entradas y salidas, recuerda Ezzatti.

La incorporación del pastor Ademar Olivera al ayuno del Serpaj generó una crisis entre los fieles metodistas. La institución comunicó a sus fieles que la participación de Olivera en el ayuno era en nombre del propio Serpaj y no de la iglesia. Olivera había estado preso entre 1972 y 1973 por vinculaciones con el MLN.

Pese a las discrepancias internas de la iglesia, Vence se solidarizó con los perseguidos y participó activamente en su favor. Como la primera pastora metodista en América Latina, ejerció su trabajo con un perfil singular: “El ministerio femenino lleva en sí una carga que la mayoría de los hombres desconocen; es decir, toda la tarea y responsabilidad doméstica”, escribe para Vinieron unas mujeres... un informe latinoamericano.

La comunidad se solidarizó con las mujeres –generalmente desempleadas y con niños a cargo– cuyos maridos habían sido detenidos. Los días de visita, Ezzatti y otras mujeres de la iglesia les daban productos para su higiene personal y vestimenta adecuada para el viaje. Cuando las madres partían, algunos niños quedaban bajo su cuidado. Ezzatti recuerda el apoyo que recibieron de la empresa de ómnibus Agencia Central, que les daba pasajes gratuitos a estas mujeres.

Tras la liberación de los presos políticos, un arduo trabajo para la reintegración a la sociedad quedaba pendiente, ya que la represión política en Uruguay se caracterizó por ejercer torturas físicas y psicológicas, así como la prisión prolongada. Desde Salto, Ezzatti participó, como psicóloga, en un grupo técnico de recepción dirigido a más de 100 presos que salieron en la largada final. Cerca de 60 presos liberados aceptaron ir voluntariamente. El grupo también estaba destinado a las esposas e hijos de los expresos para quienes era duro retomar la vida matrimonial y familiar. Ezzatti rememora tiempos difíciles: hubo suicidios a la salida de la cárcel, familias que se disolvieron y unas pocas que lograron salir adelante. En la ciudad de Salto, los expresos se cruzaron cara a cara con sus torturadores, lo que provocó varios enfrentamientos.

Numerosas familias metodistas integraron el Movimiento Familiar Cristiano y albergaron personas en sus casas, en especial a los familiares de presos políticos perseguidos por la dictadura y a los niños que quedaban solos cuando sus padres eran detenidos por las fuerzas militares. Ezzatti también albergó por muchos años a un estudiante de Arquitectura, cuyo padre estaba preso en Artigas y cuya madre, Ulma, pasó ocho años en prisión por viajar en un camión de tupamaros que la había levantado en la ruta cuando ella hacía dedo. Criar al hijo de Ulma fue algo natural para Ezzatti; años más tarde se cruzó con esa madre en un evento, quien la sorprendió con un abrazo: “porque tú fuiste... tú y tu familia fueron la familia de mi hijo”, evoca Ezzatti sus palabras.

Resistencia femenina

“Hace un mes que no encuentro a mi hijo”, escuchaba Piera cuando recibía a las madres que iban a la parroquia de Paso Molino a pedir ayuda. Allí empezaba un proceso, había que solicitar un pase de ingreso al cuartel –si es que se tenía alguna pista de dónde podía estar– y empezar a hacer preguntas.

El grupo de familiares de desaparecidos en Uruguay era pequeño, conformado mayoritariamente por madres que buscaban a sus hijos. El apoyo que recibían era individual e informal, con algunas parroquias, monjas o pastores que se solidarizaban con su causa. Ante esta vulnerabilidad, Piera se volcó a vincularlo con el grupo de los familiares de uruguayos desaparecidos en Argentina, que era más numeroso. “Lo que más me marcó fue sentir el sufrimiento de los demás”, dice Piera, y se siente privilegiada por haber podido ayudar.

Las mujeres consiguieron salirse del encuadre institucional y acercarse “sin filtro” al sufrimiento de la gente, asegura Delgado antes de ponerse de pie y pasearse por una estantería en la que predominan títulos escritos por mujeres. Vuelve con los volúmenes de Memorias para armar y otros tantos que recomienda. En los tres tomos de este proyecto se recopilan las experiencias que pasaron las mujeres, dentro o fuera de la cárcel, durante la última dictadura. Sus protagonistas son hijas, madres y abuelas.

“Si tuviera que designar con una palabra la época de la dictadura, diría miedo”, cuenta Luz Ibarburu en su relato. Ella fue creyente hasta el secuestro y la desaparición de su hijo en Argentina, hecho que la hizo perder la fe. Su marido, en cambio, siguió siendo creyente, aunque estaba enojado con Dios.

Durante mucho tiempo los familiares no pudieron manifestarse públicamente. Las mujeres que visitaban a sus familiares presos eran humilladas por los militares por ser fieles a hombres subversivos. En las revisiones para ingresar a las visitas de los presos, las mujeres eran manoseadas: “Nosotras optábamos por no protestar ante la humillación para no perder aquellos pocos minutos con nuestros presos”, cuenta Esperanza Garrido en su relato.

Delgado identifica que el fin de esta etapa de silencio fue a partir de 1980, cuando la dictadura pretendió volverse constitucional y el pueblo uruguayo se negó, con un resultado de 57,20% (945.176), superior al 42,80% a favor del proyecto militar (707.118).

“El otro día mi hermana andaba cantando la cancioncita esa de ‘...sí por mi país, sí por Uruguay...’ y mi padre nos explicó que ellos iban a votar el No, porque los milicos querían reformar las leyes para seguir gobernando ellos. Mi hermana preguntó por qué no había una cancioncita del No y él nos explicó que estaba prohibido”, narra Marcela Vitureira Benito en su relato para Memorias para armar.

En 1980, cristianos y ateos se reunían en parroquias para discutir el contenido del plebiscito constitucional propuesto por los militares. Desde su despacho en la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo, la abogada María Josefina Plá –que participó en la fundación del Serpaj– recuerda con soltura sus charlas clandestinas en contra del plebiscito constitucional. En una ocasión, visitó el monasterio de Las Carmelitas en Punta de Rieles y dio su discurso a través de una reja, por tratarse de monjas de clausura que no tienen contacto con los demás. “Estoy segura de que votaron el No”, asegura Plá y ríe. El 28 de noviembre de 1980, Plá presentó en Radio Sarandí su postura como democratacristiana: “Queremos decir que no debemos tener miedo: el No no nos conduce al caos, no es volver atrás, no es buscar el desorden, es mirar hacia adelante y es querer un Uruguay de justicia y libertad”.

Garrido, que tenía a sus hijas detenidas, buscó amparo en el Serpaj para enviar un pedido de amnistía al gobierno. El 5 julio de 1982, 384 madres de prisioneros políticos enviaron una carta al dictador Álvarez. Al no recibir una respuesta, el reclamo se hizo público. Así conformaron el grupo Madres de Procesados por la Justicia Militar. Sus primeros trabajos consistieron en la búsqueda de información dentro y fuera de la cárcel, los encuentros en las iglesias para el armado de paquetes de suministros para los presos y la recolección de fondos para las familias de bajos recursos. A fines de octubre, participaron en el Encuentro del Silencio en la capilla Jackson y leyeron su pedido de amnistía. Las iglesias se convirtieron en un lugar estratégico para difundir sus reclamos entre quienes acudían a las celebraciones religiosas.

En octubre de 1983, las madres comenzaron a juntar firmas para una segunda carta dirigida a Álvarez, esta vez con el apoyo de estudiantes, cooperativas, sindicatos y comités vecinales: la segunda petición de amnistía llegó al despacho presidencial con casi 23.400 firmas.

Las mujeres se encargaron de mantener encendida la “llamita de la democracia”, como le llama Margarita Percovich, exdiputada por el Frente Amplio. “Muchas de esas mujeres se habían quedado solas con sus hijos, eran jefas de familia porque sus maridos estaban presos”, cuenta.

Percovich integró la parroquia del barrio Malvín, escenario de arrestos y allanamientos frecuentes. Conformó un grupo que luego debió pasar a la clandestinidad por colaborar de cerca con familiares de presos políticos, para quienes recolectaban alimentos. Ella recuerda que eran las mujeres las que, en medio de la “brutal censura”, salían con sus “cochecitos y los chiquilines” a repartir folletos en contra del régimen. Los deslizaban por debajo de las puertas de quienes estaban demasiado asustados como para abrirles.

Para Benítez, las mujeres tienen un “espíritu de protección” distinto al del varón. El evangelio fue escrito por hombres, pero lo hicieron “en las casas de las mujeres”, afirma la religiosa. “La mujer está muy en todo, pero cuando llega el momento de decirlo, se oculta”, dice.

El prisionero por la dictadura desde 1972 Adolfo Wasem Alaniz había iniciado el 30 de junio de 1984 una huelga de hambre: pedía amnistía para todos los presos políticos y que les permitieran a los exiliados regresar al país. Desde afuera se convocó un ayuno solidario del que participaron 21 personas de diversas organizaciones sociales y partidos políticos. En esta instancia ayunaron seis mujeres: Graciela Possamay, de Madres y Familiares de Procesados por la Justicia Militar; Cleia Fernández y María del Carmen Almeida de Quinteros, de Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos; Laura Viana, del Partido Nacional; Inés Vidal, de la Comisión de Mujeres Uruguayas; María Josefina Plá, del Frente Amplio.

Plá cuenta su experiencia en una carta dedicada a sus amigos en el exterior: “Para mí, que creo profundamente en la fuerza de la no violencia activa, en la fuerza de la debilidad, en la locura de la Cruz, el ayuno significaba uno de los gritos más clamorosos de denuncia”.

Resistir y solidarizarse con quienes sufrían marcó la vida de estas mujeres. Ya en democracia, se organizaron, aunque sin éxito, para revocar la ley de caducidad, que impidió que fueran juzgados los delitos cometidos durante el período dictatorial. Hoy, varias de estas mujeres están involucradas activamente en defensa de diversas causas sociales, otras integran grupos de reflexión o estudian Teología Feminista. Se habrán cruzado en alguna misa, o quizá un 20 de mayo, sin reconocer todo eso que las une.

Teología Feminista

En paralelo a la represión, en la década de los 80 el feminismo daba sus primeros pasos en América Latina. Feminismo y religión parecen polos opuestos, en la medida en que la religión ha sido un pilar base para sostener a la sociedad patriarcal, por eso el conjunto de mujeres entrevistadas responden con negativas a la pregunta: “¿Se definía a sí misma como feminista?”.

“Yo creo que las mujeres no teníamos para nada una perspectiva de género en ese entonces. Habíamos mamado la Teología de la Liberación, que estaba buena, pero la Teología de la Liberación es ciega al género totalmente. Fue hecha por hombres. Yo me he asomado a la Teología Feminista y Ecofeminista y ahora estoy más en esa línea, pero en aquel entonces nosotras perspectiva de género no teníamos”, cuenta Martha Delgado, y explica que con el pasar del tiempo su visión de Dios ha cambiado. “Sí, hemos ido cambiando a una visión mucho más crítica, inclinándonos a corrientes más modernas que no consideran a Dios un viejo de barba, sino más bien una concepción de Dios como esa fuerza de vida o esa energía divina espiritual que todas las personas llevamos dentro”.

Mujeres como Delgado se acercaron a esta nueva corriente de pensamiento sin alejarse de la iglesia, abiertas a hacer una nueva lectura de los libros sagrados. “La teología feminista latinoamericana se autocomprende como una reflexión crítica sobre la vivencia que las mujeres tenemos de Dios dentro de nuestras prácticas que buscan transformar las causas que producen empobrecimiento y violencia contra las mujeres como grupo social, con el fin de avanzar hacia nuevas relaciones sociales basadas en la justicia y la integridad de vida para las mujeres y para todo organismo de la Tierra”, explican las teólogas María Pilar Aquino y Elsa Támez en Teología Feminista latinoamericana. Entre las lecturas de las entrevistadas surge el nombre de Ivone Gebara, teóloga feminista brasileña que busca hacer teología para las mujeres sin subestimar sus experiencias.

En las acciones de resistencia de estas mujeres existía un afán por generar un cambio, y quizás en el fondo cambiar una institución que las relegaba, pero por entonces las prioridades eran otras.

“[Las mujeres] teníamos espacio, pero nunca hablamos de feminismo ni de igualdad de derechos y de cargos, digamos. Era bastante masculino el movimiento de liberación. No nos planteábamos eso, nos planteábamos la liberación nacional, y no la liberación de las mujeres en aquel entonces. Después cuando yo viví en París, el movimiento de liberación feminista ya era muy fuerte. Y yo pensaba que primero tendríamos que tratarlo, o estar en ese movimiento de liberación femenina para después la liberación nacional, pero las cosas se dan como se dieron y ta”, recuerda Beatriz Benzano sus días en el MLN-T.

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