El jueves, en la sala Idea Vilariño del teatro Solís, se presentó Tierra mínima, de Fernando Butazzoni. Pero él no fue el principal protagonista. En el centro de la mesa, hablándole a un salón colmado, estuvo el personaje de su libro, Alicia Lusiardo, coordinadora del Grupo de Investigación en Antropología Forense (GIAF) que una mañana fría de agosto de 2019 encontró en los fondos del ex Batallón 13 los restos del militante comunista Eduardo Bleier, detenido desaparecido por la dictadura militar.
Lusiardo se encargó de aclarar en la presentación que no existen los héroes solitarios: las primeras filas de la sala estaban ocupadas por integrantes y exintegrantes del GIAF, y los maquinistas de la retroexcavadora que removió la tierra. Los sostenedores de una búsqueda sin mapas –como la calificó el historiador Gerardo Caetano en la presentación–, con frenos, con presiones, con miedo a la muerte –la propia, la ajena– o a algo peor. En su libro, que no descuida ni por un momento la sólida documentación y la precisión que debe tener un buen trabajo periodístico, Butazzoni construye una etnografía –en palabras de Lusiardo– de agosto de 2019, buceando en la memoria de los integrantes del GIAF para conseguir hasta el más mínimo detalle de esos momentos: qué pensaron, qué sintieron, qué comieron, por qué pasaron horas de vigilia al lado de esos huesos, resguardándolos. “Nosotros no exhumamos restos, exhumamos vidas”, explicó Alicia en la presentación.
El jueves se homenajeó la valentía del presente, la de los buscadores, la de los familiares, y la valentía del pasado, difícil de ocultar, de desaparecer, por más que lo hayan intentado “esos soldados de la patria sumergidos en su propia mierda”, como citó Caetano. Por más que los huesos evidencien el Mal con mayúscula, como pide Butazzoni que lo nombremos.
En el texto que sigue se mezclan fragmentos del libro que se presentó el jueves, un poema leído en la noche de la presentación por Gerardo Bleier, hijo de Eduardo, y algunas líneas del poeta argentino Juan Gelman. Porque así como los desaparecidos son nuestros, son de todas y todos, así son las palabras que usamos para nombrarlos.
Las vidas
así que algunos sueñan con la justicia
con tirar abajo las paredes que separan al uno del otro
con la victoria sobre el dolor y la amargura sueñan
combaten caen vuelven a combatir
por una valerosa verdad
esto pasa todos los días
así trabaja la esperanza: la torturan y no habla
no habla con la policía
no habla con el juez
no habla con los almirantes
no habla con la muerte señora
con nada que chupe seque vuelva pobre o triste habla
con ellos no habla
como una hierba como un niño como un pajarito nace
la poesía la torturan
y nace la sentencian y nace la fusilan
y nace
La doctrina del mal
Los tiempos de la dictadura parecen haber quedado atrás, pero sus crímenes están todo el tiempo adelante. No es necesario tener ojos en la nuca para verlos. Son como una enorme pared con ruedas invisibles, un muro de apariencia apenas humana que se mueve cuando la gente se mueve y se queda quieto cuando la gente se queda quieta.
No ocurrió una vez sino muchas, no en un solo lugar sino en varios. Hay un patrón en los procedimientos, de modo que existió, en algún momento, la convicción de que la mejor manera de ocultar los crímenes era cubrirlos con cal y concreto y después echarles tierra encima. El Mal se convirtió en doctrina.
Un engaño tras otro. En términos militares se podría decir que es una guerra de desgaste que lleva décadas, con un consejo de ancianos que orienta a los desinformadores, los dirige desde las sombras, los maneja como si fueran muñecos. Ilustrísimos doctores, generalotes y coronelitos. Muñecos que han tenido a la sociedad uruguaya a su merced, en ascuas de aquí para allá, que sí, que no, mentira sobre mentira. Juegan a las escondidas, a la gallina ciega, a la mancha venenosa.
esos pasos ¿lo buscan a él?
ese coche ¿para en su puerta?
esos hombres ¿en la calle acechan?
ruidos diversos hay en la noche
sobre esos ruidos se alza el día
nadie detiene al sol
nadie detiene al día
habrá noches y días aunque él no los vea
¿se apagaron esos pedazos de sol ahora?
ahora que los compañeros murieron
¿se apagaron sus pedazos de sol?
¿no siguen alumbrándoles
alma/memoria/corazón calentándoles el calcañar
los huesos disparados de sombra?
El hallazgo
no quiero otra noticia sino vos/
cualquiera otra es migajita donde
se muere de hambre la memoria/cava
para seguir buscándote
Pese a los susurros de la lógica, el desaparecido sigue presente, está desaparecido pero está. Hurtado a los suyos, a todos. En alguna parte está. Vivo o muerto, pero está. Y si está, es.
Primero fue una mancha blanca en la tierra marrón. Después un hueso, el cráneo. Así comenzó el rescate.
Natalia se dispone a volver a la trinchera. Sabe por qué se llama Natalia Azziz y no de otra manera, conoce los apellidos de su padre y de su madre y el origen de su nombre de pila y la tierra de sus ancestros, y todo eso está probado, documentado y respaldado por papeles y fotos y relatos familiares que acreditan su identidad como auténtica y verdadera, tan auténtica como esos penachos que apenas se mueven con la brisa, tan verdadera como ese galpón, ese lugar que existe aunque no pueda verse desde la trinchera y que sigue existiendo pese al tiempo transcurrido y a los esfuerzos de algunos por borrarlo de la memoria, por hacerlo desaparecer, por convertir al lugar de los desaparecedores en el sitio desaparecido, tachado, demolido y eliminado de la geografía y de los relatos y de los recuerdos.
Una cabeza humana despojada de todos sus atributos menos el de la memoria que fue su existencia. La memoria alojada en cada hueso, en cada diente, depositada incluso en el espacio vacío dejado por lo que ya no está.
Su mirada también fue desenterrada. Qué carácter hay que tener, qué vocación de verdad, para volver de la tierra.