La soberanía digital, que podría parecer un tema abstracto, es un asunto estratégico. Detrás de las tecnologías que usamos cotidianamente, desde servicios de salud hasta el sistema educativo o la administración pública, operan infraestructuras digitales que están bajo el control de unas pocas empresas en el mundo. Frente a este escenario, la economista e investigadora argentina Cecilia Rikap sostuvo, en diálogo con la diaria, que la única forma de disputar ese poder y construir una alternativa democrática es por medio de la cooperación regional entre gobiernos latinoamericanos.

En ese escenario, la especialista, profesora de Economía en la University College London y directora de investigación del Instituto para la Innovación y el Propósito Público de ese centro, aseguró que Uruguay se encuentra en una situación “prometedora”.

Rikap, quien asesoró al gobierno de Brasil en materia de inteligencia artificial, participó esta semana en un evento organizado por la Facultad de Derecho y en reuniones con autoridades de la Agencia de Gobierno Electrónico y Sociedad de la Información y del Conocimiento (Agesic), la Agencia Nacional de Desarrollo (ANDE) y la Cepal. En esas instancias, encontró una “clara voluntad” de impulsar políticas que fortalezcan las capacidades nacionales y que, al mismo tiempo, se articulen con una estrategia común en América Latina.

¿Cómo definiría el concepto de soberanía digital?

El concepto de soberanía ya no puede pensarse, como en el pasado, únicamente en términos de territorio o propiedad. Hoy debe entenderse en una dimensión ecosistémica y de red, es decir, como una cuestión de posicionamiento: ¿cuál es la capacidad de un Estado, una comunidad o una organización de acceder y desarrollar tecnologías fundamentales en relación con otros actores globales? ¿Y cómo pueden esos actores colaborar con otros espacios democráticos para fortalecer esas capacidades?

Aquí se vuelve central diferenciar entre el desarrollo y el uso de la tecnología. Aunque el acceso a herramientas digitales parece haberse democratizado, en realidad ese acceso es profundamente opaco: usamos tecnologías como cajas negras, sin conocer su código, los datos con los que fueron entrenadas ni las decisiones que determinaron su diseño. No se trata sólo de poder utilizar tecnología, sino de participar en su desarrollo y en la toma de decisiones que la configuran.

¿Cómo inciden en el panorama actual Amazon, Microsoft y Google?

El ecosistema digital global está controlado en torno a tres empresas: Amazon, Microsoft y Google. No significa que sean las únicas que proveen tecnología, pero sí que controlan las infraestructuras clave, la nube, los marketplace y las redes de investigación. Aun investigaciones no vinculadas directamente con ellas se ven afectadas por su poder, porque son estas empresas las que fijan las prioridades del conocimiento tecnológico al determinar las agendas de investigación.

Además, concentran gran parte del financiamiento a startups y con ello orientan qué tipo de tecnología se desarrolla. Incluso las empresas que no financian directamente terminan dependiendo de sus infraestructuras, particularmente de sus nubes. Estas nubes, que concentran el 65% del mercado global, no son sólo servidores: son verdaderos supermercados tecnológicos en los que se desarrollan, intercambian, comparten y consumen los sistemas digitales, incluidos los modelos de inteligencia artificial.

Pensar en soberanía digital hoy es reemplazar esas nubes, los cuellos de botella y esa capacidad de observación y de control de todo el sistema que tienen Amazon, Microsoft y Google por soluciones de tecnología abiertas de manera democrática, internacional y pública para los pueblos y el planeta.

¿Qué rol cumple el Estado?

No se trata de promover un tecno-nacionalismo ni de que un Estado imponga su control sobre la ciudadanía, sino de empoderar a las personas para participar activamente en el desarrollo de tecnologías que sirvan a fines colectivos.

Frente al actual modelo centrado en la satisfacción de necesidades individuales y en el control sobre los trabajadores, se trata de construir tecnologías que respondan a necesidades comunes, que fortalezcan la vida democrática y que pongan a los pueblos y al planeta en el centro.

Imagino que este concepto de soberanía digital se contrapone al de un monopolio intelectual, que es el que estarían ejerciendo las grandes tecnológicas.

Exactamente. No alcanza con limitar patentes o con desarrollar software libre de manera aislada. Lo que vemos hoy es que las grandes empresas tecnológicas controlan el ecosistema del conocimiento como si fuera un rompecabezas: ellas son las únicas que tienen la capacidad de ensamblar todas las piezas. A veces creemos que tenemos acceso, porque podemos usar una herramienta abierta, pero esa pequeña pieza sólo cobra sentido cuando forma parte de un sistema integrado que ellas siguen dominando. Por eso, la visión ecosistémica en red es clave: solamente una red abierta, democrática y colectiva puede contraponerse a la red cerrada, concentrada y jerárquica que hoy controlan los monopolios intelectuales.

La solución no puede ser nacionalista ni competitiva: no es una carrera entre países o regiones, sino una apuesta por construir infraestructuras tecnológicas al servicio de las comunidades. La solución es internacional.

¿Qué riesgos enfrentan los países si continúan subordinados al sistema digital actual?

El primer riesgo directo es no poder gobernar, porque las tecnologías digitales están detrás de toda la operatoria pública. Para poder ingresar a la parte de embarque de un aeropuerto, hay que pasar por migración, que utiliza tecnologías digitales. Si me siento mal y voy al hospital, van a utilizar tecnologías digitales. Sin ellas, no me pueden ni sacar una placa si se me rompe un hueso. En las escuelas, en el sector de defensa, absolutamente en todas y cada una de las oficinas y dependencias públicas hay tecnología digital.

Si las que toman las decisiones sobre qué tecnologías tenemos y cómo se desarrollan son un puñado de empresas, estas van a terminar gobernando y no los gobiernos. Uno podría tener muchas críticas sobre cada gobierno de turno, pero en general en el mundo esos gobiernos son elegidos democráticamente, mientras que a estas empresas no se las eligió con ningún tipo de voto popular.

Es una discusión de quién gobierna, cómo se hace y para quién. Más aún con la inteligencia artificial, la pregunta a la que nos enfrentamos es quién piensa, cómo pensamos, cómo nos hacemos preguntas. La inteligencia artificial se está imponiendo incluso como un método para crear, para innovar. Lo que se observa es una pérdida del pensamiento crítico, de la capacidad de enfrentar un problema y desarmarlo, entender las causas, no quedarse con la primera respuesta. ¿Por qué se pierde eso? En vez de responder las preguntas colectivamente entre humanos, se las damos a la inteligencia artificial generativa, el trabajo creativo merma y pasamos a ser fact checkers, pasamos a ser verificadores de lo que dice la inteligencia artificial.

Usted ha estado asesorando al gobierno de Brasil en su estrategia digital. ¿Qué objetivos tiene esta política?

El trabajo con el gobierno de Brasil tuvo distintas etapas. Mi participación más activa fue a mediados del año pasado. Desde entonces, mantengo conversaciones con algunas personas del gobierno, pero ya no cumplo un rol de asesoría activa.

En su momento, el plan de inteligencia artificial del gobierno brasileño originalmente incluía propuestas prometedoras: avanzar hacia una nube verdaderamente pública y soberana, independiente de las grandes corporaciones tecnológicas, y desarrollar modelos fundacionales de inteligencia artificial abiertos y públicos. Sin embargo, con el tiempo estas propuestas quedaron de alguna manera desdibujadas. Después de mucha presión de las grandes empresas de tecnología digital de Estados Unidos, tanto de forma directa como indirecta, es que las empresas públicas terminaron funcionando como si fueran privadas y prefirieron la optimización técnica al desarrollo de las capacidades locales y a las posibilidades de desarrollo local.

Un caso ilustrativo es el de Dataprev: se terminó convenciendo al gobierno de montar una capa intermedia tecnológica sobre las nubes de Amazon, Microsoft o Google. Técnicamente puede operar en cualquier nube, pero en la práctica no hay ruptura con los monopolios digitales.

Más recientemente, el ministro de Economía, Fernando Haddad, que no fue de las personas con las que yo trabajé, está asesorado por el sector privado vinculado con estas grandes empresas y está promoviendo la instalación de centros de datos en Brasil, lo que todavía es peor, se involuciona.

¿Por qué afirma que esta propuesta es una involución?

Una nota de The Intercept muy claramente cuenta que en el caso de Brasil implicaría un 85% de importación de insumos, es decir que no se generaría significativamente ningún tipo de encadenamiento, de desarrollo productivo local por instalar un centro de datos. Además, Microsoft a nivel oficial dice que un centro de datos requiere no más de 50 puestos de trabajo, entonces tampoco la instalación de centros genera trabajo ni soberanía digital. Uno puede tener un centro de datos en un país, pero en dos segundos los datos emigraron a otra parte del mundo y, aunque el centro de datos esté en Brasil, no significa que la población y el Estado tengan acceso a lo que está ahí.

La situación en Brasil es compleja porque dentro del gobierno hay gente que quiere avanzar en un proceso de transformación digital más autónomo, regional, que vuelva sobre las ideas que estaban en ese plan inicial de inteligencia artificial, pero también están otros, como Haddad, que presionan por una agenda distinta. Es una agenda que termina profundizando el subdesarrollo, quizás obnubilada por los discursos que sostienen que de la mano de la adopción irrestricta de la inteligencia artificial y de las tecnologías digitales va a venir un crecimiento económico. Lo cierto es que las estadísticas no muestran eso, siguen mostrando un estancamiento circular.

La pregunta sobre qué tecnología queremos y por qué pretendemos adoptarla no se puede responder con cualquier tecnología con tal de que genere crecimiento. No sólo porque eso es preocupante, sino porque lo que termina pasando es que parte del valor que se crea termina siendo apropiado por los monopolios intelectuales.

Esta idea es lo que usted menciona como extractivismo del conocimiento, ¿verdad?

Exactamente. Las empresas fundamentalmente de Estados Unidos y China se apropian del conocimiento que fue producido por universidades en América Latina, organismos públicos de investigación, empresas de base tecnológica, y lo monetizan a expensas de la inversión pública que se hizo, porque en gran medida en las periferias son principalmente los estados los que invierten. Entonces hay un doble robo, porque se financió con plata pública, pero termina siendo monetizado y beneficiando a unas pocas empresas de países centrales.

¿Cuál es el diagnóstico que hace de la situación en Uruguay?

Es prometedor. Desde las agencias con las que me reuní veo un montón de ganas de mapear el problema en profundidad, de entenderlo, de pensar qué puede hacer Uruguay.

En Uruguay, a diferencia, por ejemplo, de Brasil, el 95% de la población tiene acceso a internet con infraestructura pública. Sobre la base de una política de Estado que inició en 2008, que tuvo muchas críticas y pudo probar que era la política de Estado que había que hacer. Me parece que sobre este caso de éxito hay que avanzar en un plan de desarrollo para el país, un plan de desarrollo que está hermanado con las propuestas progresivas de gobiernos de izquierda en América Latina.

Ese plan de desarrollo tiene que tener una pata específica de tecnologías digitales. Pero no pensando en ese tipo de discusiones sobre potencia mundial. A Javier Milei, por ejemplo, le gusta mucho decir que Argentina va a ser potencia mundial de la inteligencia artificial. Por supuesto que no va a pasar, pero tampoco ese tendría que ser el objetivo. Ni para Uruguay ni para Argentina. Lo que hay que hacer es poner la tecnología al servicio de las comunidades, de la gente, de los ciudadanos. Que las tecnologías empoderen, permitan avanzar en procesos democráticos y de desarrollo.

Desde la Agesic, ANDE y Cepal, con las que me reuní, tienen voluntad, hay ganas de pensarlo. Y me parece que si se les da el espacio, obviamente sabiendo que un país solo no puede avanzar en soberanía digital hoy, requiere coordinación regional, se quiere avanzar en eso. Habrá que ver qué sucede después.

Si no avanzamos hacia un modelo distinto, ¿cuál es el futuro que nos espera como humanidad?

Es básicamente un no futuro. Pero no porque la inteligencia artificial un día se va a levantar y va a conquistar el planeta. La inteligencia artificial no avanza sola, hay alguien que pisa el acelerador y son las grandes empresas de tecnología digital. El no futuro es porque este tipo de desarrollo desenfrenado de las tecnologías digitales va a acelerar la crisis ecológica, las desigualdades, la polarización. En definitiva, va a acelerar la crisis social, económica, política y ecológica en la que vivimos.