La preocupación mundial sobre el cambio tecnológico y su impacto económico y social se ha intensificado en el mundo y en nuestro país en el último tiempo. Tanto es así que se ha utilizado el concepto “riesgo de automatización” como un argumento para promover reformas “liberalizadoras” del mercado laboral incluso a nivel local.(1)

Para ubicar el fenómeno en su justa dimensión, vale la pena señalar algunos aspectos de este proceso. En primer lugar, que la automatización (antes conocida como mecanización) es una tendencia general en el capitalismo desde sus orígenes. En particular, a partir de la primera revolución industrial, a fines del siglo XVIII, la mecanización se instaló como estrategia para incrementar la productividad y disminuir costos, convirtiéndose en una fuerza central de la transformación productiva global desde entonces. Los grandes clásicos de la economía, de manera casi contemporánea, le dedicaron sendos escritos al tema. Los más notorios son el famoso capítulo 31 de los Principios de economía política y tributación, de David Ricardo, y el tratamiento que le dedica al tema Karl Marx en El Capital. En particular, este último señalaba a este proceso de mecanización, que conlleva al aumento de la “composición orgánica del capital”, como una característica inherente al capitalismo y causante de la tendencia a la caída en la tasa de ganancia, factor directamente asociado a las crisis cíclicas del capitalismo en la visión marxista.

Por otra parte, en el curso de la historia, las sucesivas oleadas de cambios tecnológicos “radicales” modificaron constantemente las características técnicas de la producción e interactuaron con contextos sociales diferentes, arrojando resultados variables. Una característica constatable en el largo plazo, más allá de los miedos comprensibles, ha sido que, fruto de la interacción de ambos fenómenos (cambio técnico y regulación social), la cantidad de empleos disponibles ha sido, en definitiva, creciente, al igual que la calidad de vida de las grandes mayorías. Es que el progreso tecnológico, al permitir producir más riqueza utilizando menos recursos, amplía las posibilidades de bienestar social. La regulación social, mediante el desarrollo de la legislación obrera (acortamiento de la jornada laboral, prohibición del trabajo de niños, regulación salarial, etcétera) y el desarrollo de sistemas impositivos de amplia base permitieron socializar buena parte de la riqueza generada y devolverla reconvertida en servicios (educativos, sanitarios, de infraestructura, entre otros) que convirtieron esas posibilidades en realidades de mejor calidad de vida al tiempo que también crearon nuevos empleos. El curso de la historia señala que los mayores avances tecnológicos fueron generalmente acompañados de avances sociales que permitieron redistribuir la riqueza social generada, aunque esto no se dio de manera mecánica ni libre de conflictos y períodos de retrocesos.

Por momentos primaron las consecuencias negativas para millones de trabajadores, sobre todo en la época de mayor difusión de las nuevas tecnologías productivas. Como acuñó Joseph Schumpeter, dichos procesos siguen una lógica de “destrucción creadora”. Esto llama a la necesidad de los gobiernos de anticiparse a estos fenómenos y desarrollar políticas públicas que hagan frente a estos riesgos y mitiguen los costos asociados.

Desde la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP), en el marco de la construcción de una mirada de largo plazo para el país, se realizó un trabajo(2) que, mediante la aplicación de diferentes metodologías, pretende observar este fenómeno en la actualidad en Uruguay. Una constatación clara es que la automatización es algo que viene desarrollándose de manera sistemática en los últimos años. No se trata de algo que vaya a pasar, de un peligro que acecha en algún momento del futuro cercano, sino que es algo que ya está sucediendo. Y, justamente, se ha venido desarrollando a lo largo de la década que presenta los mayores niveles de empleo en la historia del país y paralelamente al proceso de expansión de derechos laborales y sociales más importante en un siglo de historia.

De las conclusiones del estudio podemos extraer tres implicancias:

• Es necesario incluir las formas en las que el Estado se adapta y responde a nuevos paradigmas tecnoproductivos en la reflexión de mediano y largo plazo. El último siglo fue testigo, a escala global, de la mayor expansión histórica de derechos laborales, servicios educativos, sanitarios y de protección social que a la misma vez que permiten redistribuir ampliamente los beneficios de las nuevas tecnologías, también preparan a la sociedad para poder interactuar con ellas y sacarles el mayor provecho, ya que tecnologías más avanzadas requieren trabajadores más saludables y más calificados. Y de paso, crean millones de nuevos empleos altamente calificados y difícilmente automatizables.

• El nuevo empuje tecnológico pone presión sobre la estructura del empleo. A mediano plazo será necesario repensar los sistemas impositivos y de financiación de la protección social para que sus costos no recaigan fundamentalmente sobre los generadores de empleo y se conviertan, así, en un impulso adicional, no tecnológico, a la destrucción de empleos. Por otro lado, es esperable que la irrupción tecnológica actual tienda a afectar las relaciones capital-trabajo, a favor del primero. En efecto, una oleada tecnológica con capacidad de sustituir millones de empleos deprime la capacidad de negociación de los trabajadores, que dependen del empleo para sobrevivir. Los efectos de tal proceso pueden ser muy negativos en términos distributivos, al menos durante un plazo considerable. En ese contexto, una reforma del mercado de trabajo que, como se propone, resienta las posibilidades de organización y negociación de los trabajadores, puede tener efectos catastróficos sobre el grueso de la población, disminuyendo la calidad de vida de las mayorías y desatando procesos de concentración creciente de la riqueza como los que vienen sucediendo en muchas economías centrales y que han sido documentados, entre otros, por el economista francés Thomas Piketty. El nuevo contexto productivo va a requerir trabajadores más creativos y condiciones más flexibles que aumenten la capacidad de adaptación a nuevas circunstancias. Pero más flexibilidad no debe confundirse con mayor precariedad. Ese error puede costar muy caro. La flexibilidad debe acompañarse de mayor regulación y protección del trabajador, que den la seguridad indispensable para acometer los procesos de recalificación necesarios para sacarles el mayor provecho posible a las nuevas tecnologías.

• La tecnología está permitiendo una expansión histórica de las fuerzas productivas cuya consecuencia es una generación de riqueza como nunca antes se había presenciado. Vuelve la pregunta de fondo: ¿cómo vamos a asegurar su amplia distribución para el bienestar social? En el mediano o largo plazo debemos rediscutir todo el sistema de protección social, sin cerrarnos a pensar en nuevos instrumentos y sin bloquear el necesario progreso tecnológico.

(1). Ver: http://www.enperspectiva.net/enperspectiva-net/entrevista-central-martes-22-de-agosto-ignacio-munyo/ y http://www.elobservador.com.uy/economia-salarios-y-regulacion-laboral-definiran-el-futuro-del-empleo-n1111669

(2). Disponible en: http://www.opp.gub.uy/serie-de-divulgacion-uy2050