El carácter universitario de la formación docente debe ser nítidamente reconocido. Así sucede en los sistemas educativos consolidados en el mundo y así debe acontecer en Uruguay. Profesionalizar la actividad docente –proceso sin el que la transformación de la enseñanza de niños y adolescentes es difícil de concebir– requiere más recursos humanos formados en esta esfera, así como reconstruir su reconocimiento social. Ambos objetivos demandan ubicar la formación docente a una altura de calidad y visibilidad sólo compatible con su reconocimiento como universitaria.

Menos obvio es que el camino adecuado resulte ser la creación de una universidad especializada en educación. No es un arreglo institucional preponderante. La formación docente suele ser una titulación o certificación específica dentro de las universidades, dentro de un amplio espectro de titulaciones típicas de la formación universitaria. En algunos países la formación docente se ubica a nivel de maestría –la frecuentemente citada Finlandia es un ejemplo–, una vez que el estudiante culmina la formación de grado provisto de conocimientos en el área en la que pretende ejercer la actividad docente. En otros, la formación docente se adquiere en un grado que combina conocimientos disciplinares específicos y, simultáneamente, formación propia para la docencia; pero conviviendo en una misma institución universitaria con otras salidas académicas. También es habitual que la formación a nivel de grado o maestría no baste para considerar titulado a un docente; se requiere de un proceso de certificación o licenciamiento adicional, simultáneo o posterior a la formación de grado.

La demarcación de la formación docente en una institucionalidad separada es una realidad que Uruguay comparte con otros países, cuyos orígenes específicos posiblemente se remonten al debate entre Antonio Grompone –primer director del Instituto de Profesores Artigas (IPA)– y Carlos Vaz Ferreira sobre el papel del docente de secundaria como promotor de un espíritu crítico, prerrequisito de los estudios universitarios, versus la práctica pedagógica anclada en las necesidades sociales específicas de los estudiantes. Este debate rodeó la creación, en la década de los 40, de la Facultad de Humanidades y Ciencias, por un lado, y el IPA, por el otro. El derrotero histórico implicó el desarrollo de culturas organizacionales y prácticas curriculares sustantivamente distintas entre la Universidad y el IPA, con vínculos no siempre sencillos. Una de sus consecuencias fue la ausencia de reconocimiento del carácter universitario de los docentes titulados por medio del IPA. La formación de docentes para el ciclo primario tiene una tradición aun más lejana, que se remonta a la reforma vareliana, y a la que sistemáticamente se la ha visualizado como una formación externa al circuito universitario. Señalizar la formación docente como universitaria es justo y prioritario.

La singularidad de una Universidad de la Educación no implica un juicio de inconveniencia. Puede ser el camino uruguayo hacia la jerarquización de la función docente basada en una sólida formación universitaria. Ninguna transformación profunda es viable sin reconocer los derroteros institucionales, apoyándose en las oportunidades que implican para superar las debilidades presentes. Pero merece ser objeto de discusiones y reflexiones exhaustivas y abiertas, que permitan concebirla como un paso superador de la realidad actual.

Estos procesos están sujetos a riesgos, que incluyen la consolidación, bajo otro formato, de divisiones históricas en compartimentos institucionales con vínculos débiles. En lo que sigue, hago algunas reflexiones puntuales tendientes a identificar aspectos críticos para no reproducir lógicas institucionales autárquicas.

Hacia un sistema universitario integrado

El encapsulamiento es un riesgo relevante, con consecuencias no deseables para la formación de los estudiantes, la conformación de las comunidades académicas, o el abanico de trayectorias profesionales de los egresados.

La vida universitaria implica la interrelación entre generación de conocimiento y enseñanza. Parece bastante natural pensar que la opción de contar con una universidad específica requiere diseñar programas de investigación y currículas fuertemente orientadas a la investigación en las áreas constitutivas a la función docente –estrategias pedagógicas, investigación en aprendizajes en función de las características sociales y contextuales de procedencia de los alumnos, en la comprensión de los procesos cognitivos a lo largo de la vida, etcétera–, pero también en las áreas disciplinares en las que se inserta su formación, generando redes de investigación con otras instituciones. En la fluidez de los vínculos entre universitarios descansa el éxito de una experiencia de esta naturaleza.

Si los mecanismos de ingreso y ascenso en la carrera docente premian desproporcionadamente el origen y permanencia en la propia institución universitaria más que otras dimensiones meritocráticas –formación de posgrado, investigación de calidad, prácticas pedagógicas específicas e innovadoras, vínculos creativos con el resto de la sociedad, etcétera–, el resultante pueden ser instituciones endogámicas, con comunidades docentes relativamente cerradas y con escasos incentivos para la innovación y la mejora. La construcción de barreras sólidas a la entrada deprime la calidad académica e institucional.

No es un problema potencial exclusivo de la futura Universidad de la Educación. En distintos ámbitos de la Universidad de la República (Udelar) se han generado ventajas competitivas sustantivas para concursar a quienes egresan de la institución o permanecen en ella, haciendo complejo el acceso a puestos docentes desde posiciones externas. Estas barreras a veces están normadas –por ejemplo, se premia más el título de grado de la propia institución con respecto a titulaciones de otras universidades, independientemente de su nivel académico sustantivo– y otras veces provienen de prácticas asentadas, por las que los tribunales actuantes asumen como criterio relevante otorgar mayor valoración sustantiva a tareas realizadas dentro de la institución, aun cuando la práctica no ancle en disposiciones normativas explícitas. A título de ejemplo, me ha tocado presenciar evaluaciones de la función de enseñanza en las que se les otorga una valoración irrisoria a concursantes con una amplia actividad, pero en universidades del extranjero, aun cuando los reglamentos no sesgan el proceso en esa dirección. En el caso de la Udelar se han registrado avances sustantivos en esta materia, que la aprobación de un nuevo Estatuto del Personal Docente ayudará a consolidar.

Construir marcos normativos explícitos que colaboren en conformar espacios académicos abiertos es clave, en tanto condiciona también las prácticas efectivas, siempre más difíciles de transformar. Es un desafío importante para toda nueva institucionalidad. En particular, sería negativo que las universidades públicas –integrantes, supuestamente, de un mismo sistema– conformen barreras de circulación del cuerpo docente, particularmente mecanismos de penalización, explícitos o implícitos, por provenir de otra institución.

Lo anterior no niega el derecho a la carrera docente ni a la estabilidad de las relaciones laborales, que no pueden estar desafiadas permanentemente por el riesgo de ser desplazado en procesos concursales. Los docentes universitarios, como suele suceder en el mundo académico, deben tener el derecho de ser reconocidos por sus logros. Junto con mecanismos que aseguren la apertura institucional al ingreso de nuevos cuadros docentes sin sesgos endogámicos, deben convivir instrumentos que habiliten la movilidad y brinden estabilidad del personal docente, estableciendo con claridad las dimensiones que la justifican, como sostén del derecho a una carrera docente. Estas dimensiones deben ser verificables e implicar logros sustantivos propios de la vida universitaria.

Sin embargo, es en las ventajas de un sistema integrado para los estudiantes donde se debería trabajar con mayor ahínco. Instituciones con reglas y métricas distintas para reconocer avances en la acumulación de capacidades analíticas y conocimientos enfrentan serios problemas para fomentar una navegabilidad fluida de los estudiantes. La creditización de las carreras de grado es un prerrequisito para la orientación de las trayectorias, junto con el reconocimiento de que no hay un único camino para formar profesionales en las distintas áreas disciplinares. La Ordenanza de Estudios de grado de la Udelar incorpora esta perspectiva, y el proceso liderado por el Consejo de Formación en Educación se encamina en la misma dirección.

Esos cambios posibilitan, pero no aseguran, que los estudiantes transiten con fluidez en el marco del sistema. Nuevamente, prácticas asentadas en el tiempo no se transforman automáticamente ante cambios en ordenanzas y reglamentaciones; se requiere de una clara conducción política que incentive su transformación.

¿La vocación profesional puede definirse con nitidez a los 18 años?

Un riesgo adicional es que la elección académica del estudiante al culminar el ciclo de formación secundaria a edades tempranas condicione severamente sus posibilidades de desenvolvimiento profesional, en particular la posibilidad de transitar por cambios a lo largo de su trayectoria laboral y vital. Este es un aspecto clave que hace a las oportunidades efectivas de los estudiantes, a la capacidad de profesionalizar los planteles docentes de educación secundaria y técnica, y de contar con una masa crítica de docentes titulados suficiente para atender las necesidades educativas del país.

Al ingresar a la Universidad de la Educación, los jóvenes toman dos decisiones simultáneas: estudiar cierta disciplina (biología, historia, educación en la primera infancia, etcétera) y dedicarse a la enseñanza de dicha disciplina. El sistema pide al estudiante certezas muy fuertes sobre su vocación. Por supuesto, hay un espectro de jóvenes que tempranamente adquieren vocaciones muy definidas y se encuentran en excelentes condiciones para culminar su formación y desarrollar una vida laboral dedicada a una docencia rica y productiva. Pero este dista de ser el patrón predominante. De hecho, parte de los problemas de transición desde secundaria hacia educación terciaria se asocian a que una proporción importante de estudiantes elige carreras sin un acervo de información completa y sin seguridad de ingresar al estudio de un área de conocimiento en la que se sienta confortable. Esta es una de las dimensiones que explican la desvinculación estudiantil, que puede ser el resultado de un proceso de búsqueda en el que cuentan con escaso soporte de las políticas educativas y se le exige, al estudiante medio, definiciones demasiado tempranas.

Esta realidad debe contemplarse al pensar dos objetivos innatos a un sistema de educación terciaria y universitaria pertinente y eficiente. El primer objetivo hace al estudiante y su trayectoria de formación: se debe habilitar que avance en el sistema en función de la diversidad de capacidades y conocimientos que adquiere. Carreras tubulares o con escaso grado de flexibilidad en el reconocimiento de créditos llevan a resultados perversos. A título de ejemplo, si un estudiante inicia su formación en profesorado de Historia y, al cabo de un año, habiendo aprobado varias materias, llega a la conclusión de que no es su vocación y prefiere estudiar Economía, un elemento crítico es en qué medida se le reconoce en la nueva carrera el avance realizado. Si la respuesta es que es un esfuerzo perdido, los incentivos a continuar estudiando se deterioran. Se requieren ofertas de formación en condiciones de reconocer ampliamente las capacidades adquiridas en otras carreras universitarias. No es sencillo al interior de una universidad, menos lo es entre universidades. Trabajar en esta dirección es prioritario para evitar frustraciones y desvinculaciones. Fracasos que, vale recordarlo, presentan un sesgo profundamente regresivo: la búsqueda de una carrera adecuada es mucho más costosa y pasible de fracaso para estudiantes provenientes de hogares más desfavorecidos. Por tanto, uno de los elementos constitutivos centrales de un verdadero sistema de educación terciaria y universitaria es la fluidez de la movilidad horizontal en su seno.

El segundo objetivo es ampliar la presencia de profesores titulados y habilitados para el ejercicio de la docencia. En este plano, la posibilidad efectiva de que la Universidad de la Educación realice un aporte medular descansa en una diversidad de aspectos. Quiero destacar dos: el grado en que la elección de una carrera condiciona el desempeño laboral futuro y la capacidad efectiva de circular desde otras formaciones universitarias hacia la formación docente.

Si el título universitario emitido por la Universidad de la Educación constituye exclusivamente un mecanismo de entrada al ejercicio profesional de la educación y no habilita otras trayectorias profesionales, la proporción de potenciales estudiantes se restringe: es una opción razonable sólo para quienes tengan la certeza de desear ejercer la enseñanza por décadas. En contraste, para un estudiante que ve en la docencia un espacio de realización, pero puede desear incurrir en otras vertientes laborales, la opción puede no ser particularmente atractiva. La articulación con las restantes instituciones universitarias es clave: el acceso a formación universitaria adicional –por ejemplo, a nivel de posgrados como palanca de otras trayectorias– sin que su título constituya una restricción. Si la opción por una formación centrada en la educación no es una barrera para otras alternativas laborales profesionales, habrá más incentivos para que un número mayor de jóvenes asuma el desafío. La incorporación en un sistema universitario más amplio abre el abanico de oportunidades laborales y académicas a profesores y maestros titulados.

El otro aspecto hace referencia a la fluidez de la circulación inversa: desde las otras instituciones universitarias hacia la Universidad de la Educación. Si para un estudiante de la Udelar o de la Universidad Tecnológica (Utec), una vez culminada (o muy avanzada) su carrera de grado, adquirir las capacidades para ejercer la educación en el área disciplinar en que se formó es un camino repleto de escollos e imposible de realizar en un lapso razonable –por ejemplo, el tiempo que suele insumir en la experiencia internacional obtener la habilitación como docente de educación secundaria luego de que la persona obtiene su título de grado–, será una opción que la enorme mayoría descarte, aun por quienes tendrían interés en recorrer ese camino.

Uruguay es un país pequeño, cuya masa crítica de docentes de alto nivel en las distintas áreas es relativamente escasa. Duplicar estructuras académicas con finalidades de enseñanza e investigación similares es un riesgo latente. La descentralización de la vida universitaria es un buen ejemplo en esta materia, en la que la Universidad de la Educación cuenta con avances sustanciales dada su presencia en el territorio. Ante la ausencia de coordinación fluida y sustantiva, cada universidad pública puede tomar decisiones que entran en conflicto unas con otras. Por ejemplo, compitiendo en la contratación de recursos humanos u ofreciendo carreras de grado sin identificar cursos compartibles. La búsqueda de un diseño racional implica explotar al máximo las complementariedades y compartir recursos humanos y materiales.

Algunos avances y encuentros son reconocibles, como la concreción de posgrados conjuntos o los acuerdos para compartir campus universitarios en el interior. La exposición de motivos del proyecto de ley que crea la Universidad de la Educación es auspiciosa, en tanto reconoce el objetivo programático de colaboración sistemático con la Udelar y la Utec. Transformar esos enunciados en realidades tangibles exigirá esfuerzos y definiciones complejas pero necesarias para construir un verdadero sistema de educación terciaria.