Uruguay tiene sus leyes de avanzada en casi todos los aspectos. El país firmó todo. Pero la discriminación “invisible” afecta a migrantes, población afro o LGBT, entre otros colectivos. ¿Por qué las leyes no son suficientes para emparejar las posibilidades de la ciudadanía?

Cuando el responsable del hostal de Valizas negó la entrada a dos jóvenes israelíes cometió un acto de discriminación directa. El hostalero impidió el ingreso a los turistas y eso va contra la Convención para la Eliminación de la Discriminación Racial, que en su artículo quinto prevé “el derecho de acceso a todos los lugares y servicios destinados al uso público, tales como los medios de transporte, hoteles, restaurantes, cafés, espectáculos y parques” para todas las personas sin distinción de su raza u origen nacional o étnico.

Uruguay ratificó la normativa en 1968, aunque a casi 50 años algunos parezcan no haberse percatado de su existencia. El Estado uruguayo ratificó cuanta jurisprudencia internacional existe sobre estos asuntos. Sin embargo, el país, que habitualmente se autoproclama de avanzada por sus pasos de gigante a nivel legislativo, tropieza con dificultades a la hora de poner en práctica el derecho a gozar lo que las leyes promueven.

Desde 2004 existe la Ley 17.817 de “lucha contra el racismo, la xenofobia y la discriminación”. Su principal cometido fue crear una comisión para proponer políticas públicas y medidas que hagan de escudo ante la intolerancia. También monitorear el cumplimiento de la legislación, diseñar campañas educativas, elaborar estándares, centralizar información, brindar asesoramiento, informar a la opinión pública, promover estudios, crear comisiones departamentales y otros tantos cometidos.

Pero la comisión es ad hoc, no tiene informes publicados en internet, ni personal asignado, se reúne a demanda y muchos de sus cometidos parecen tinta muerta. Es una ley muy citada, pero poco respetada.

Negro, en la mejor

Cuando Luis Suárez le dijo “negro”, más algún calificativo que no estuvo claro, a Patrice Evra, el diario inglés The Guardian decía que la expresión “negrito” podría tener connotaciones fuertes para alguien “con conocimiento pleno de los tonos del lenguaje”, pero no para todos los terrícolas. El argumento que manejó la defensa de Suárez era que en algunos países “negrito” o “negro” no “tienen un sentido degradante”, sino que son como decirle a alguien “compañero”. “Los visitantes del país podrán quedar atónitos por esta forma del lenguaje. Pero otras variantes de la palabra son usadas habitualmente para describir a personas de todas las razas de manera afectuosa, incluyendo integrantes de la familia”, prevenía The Guardian a sus lectores.

El gordo, el rengo, el tano, el juda, el chino, el bolita, el esto, el aquello y lo otro. En Uruguay la afectividad parece jugarse en el terreno de una zona gris en la que los calificativos peyorativos son parte de la identidad ajena, pero en una buena, cariñosamente.

Los ingleses, que junto con otros países europeos llenaron sus cuentas bancarias con el tráfico de africanos, adecuaron su lenguaje. Pero Uruguay no ha podido corregir las formas de expresión ni brindar oportunidades plenas a los descendientes de quienes bajaron de los barcos en la bahía de Montevideo para ser vendidos como esclavos. Los del norte generaron riqueza y en América Latina, a (tal vez) diez generaciones de la esclavitud, quedó instalada la desigualdad que sobrevino a la retirada militar del colonialismo.

Avanzada declarativa

Uruguay tiene una cuota para que los discapacitados ocupen el 4% de los puestos laborales en la administración central, pero sólo emplea a 0,4%, según la Oficina Nacional del Servicio Civil.

También hay leyes que buscan la equidad de la relación hombre-mujer en el trabajo y la conformación de las instituciones públicas. Sin embargo, siguen siendo mayoritariamente hombres los que deciden y los que ganan más por el mismo trabajo. Las mujeres pueden interrumpir un embarazo no deseado, pero deben pasar por una junta que trata de convencerla de que no lo haga.

En el país, además, rige una ley de matrimonio para personas del mismo sexo. Pero quienes se atrevan a manifestar su afectividad en público deben tener cuidado y miramientos que una pareja heterosexual no se imaginaría. Dos personas del mismo sexo pueden ser insultadas, violentadas, golpeadas y hasta asesinadas en la calle. Cuando la violencia les sucede en general prefieren no denunciar. Es decir, tragarse la discriminación.

“Las víctimas no quieren denunciar por la efectividad de la denuncia. Hay algo en el imaginario social que dice que denunciar no sirve porque no cambia la situación. Además, estos delitos se rigen por el Código Penal y desde la sociedad civil entendemos que no tiene sentido encerrar a una persona”, dice Diego Puntigliano, del colectivo Ovejas Negras.

Puntigliano entiende que Uruguay padece “homofobia liberal”. Todo bien con los gays, pero que mi hijo no se meta con ninguno. “Desde afuera parecemos un país de avanzada en muchos derechos. Es cierto, hay una agenda avanzada, pero se contradice con las propias prácticas culturales que tenemos los uruguayos”. Admite que hay demostraciones de afectividad “que ni nosotros nos permitimos” en el espacio público por miedo al escarnio. ¿Un beso? ¿Una manito? ¿La mirada encendida? Mejor que no. Las agresiones a la comunidad LGBT abundan. Las chicas bailando tango en la Plaza del Entrevero. Chicos golpeados en la Ciudad Vieja porque iban de la mano. Expulsión de chicas trans en discotecas. Miedo en la educación y pudor en el sistema de salud. Cuando ocurre un acto discriminatorio “nadie sabe muy bien qué hacer”, se lamenta Puntigliano. Así que nadie hace nada.

Migración sin BPS

Entre tantas leyes, la 18.250 es una garantía para los migrantes. Otra regla de “avanzada” que brinda a quienes lleguen de otro país con intención de radicarse “el derecho a la igualdad de trato con el [ciudadano] nacional en tanto sujetos de derechos y obligaciones”.

La realidad de los migrantes es bien otra. Por ejemplo, para los dominicanos o cubanos que están llegando al país. Su ingreso a Uruguay requiere visa y otros trámites difíciles de realizar para un migrante promedio. En 2014, Uruguay puso una visa a los dominicanos; desde entonces, afincarse es una carrera de postas de trámites engorrosos que los ponen de cinco a seis meses a la deriva.

“Los países a los que se les exige visa tienen las cosas mucho más complicadas. Nos parece un acto de discriminación que a algunos países latinoamericanos les exijan visas y a otros no. Cuba y [República] Dominicana son nuestro fuerte de inmigrantes en este momento”, explica María Marta Delgado, de la organización no gubernamental Idas y Vueltas, que acoge a los migrantes y trata de ordenarles el panorama del país open minded.

“Un salvadoreño puede conseguir una cédula de identidad en 15 días, un mes. A una persona de un país donde se exige visa le va a costar cuatro o cinco meses completar el trámite para conseguir una cédula, y todo ese tiempo no va a tener trabajo, ingresos, no va a tener vivienda ni comida, va a estar en una situación penosa”, comprueba día a día Delgado.

Los migrantes acceden a trabajo en el sector servicios mayoritariamente. “Están haciendo el trabajo que los uruguayos no hacen, o que por lo menos no hacen en las condiciones y por el salario que los migrantes sí. También les pasa a menudo que, si bien la legislación los protege, en la práctica muchos de ellos trabajan en negro. Una cadena de supermercados no contrata en negro, pero un pequeño taller, un pequeño comerciante o una casa de familia están llenos de migrantes trabajando en negro. Por más que piden que los pongan en el BPS [Banco de Previsión Social], no logran acceder, por lo que no tienen derecho a seguridad social”, se lamenta Delgado.

Desde Idas y Vueltas aseguran que la vivienda es un déficit real para los inmigrantes, que deben padecer hacinamiento y malas condiciones de higiene en las pensiones que alquilan a precios desorbitantes, donde también padecen la arbitrariedad y la usura de dueños y encargados de estas casas de inquilinatos.

Según el Ministerio de Desarrollo Social, más de 60% de los inmigrantes que llegan de República Dominicana son mujeres. Y, por supuesto, afro. Las desigualdades se entrecruzan. “Hay un prejuicio en la sociedad uruguaya. Una persona de África, Cuba o Venezuela la tiene mucho más difícil si tiene la piel negra, es así. En el imaginario de los empleadores, las personas negras no tienen educación o no tienen buena presencia. Prefieren tomar a alguien de piel blanca y ojos azules que a una persona negra. Ese desafío está planteado para la mayor parte de la población migrante que llega y es de piel oscura. No entendemos por qué a personas tan calificadas les cuesta encontrar trabajo, aunque tengan excelentes calificaciones”, explicó Delgado.

Macumberos: cualquier cosa

Umbandista y mujer afro, la mae Susana Andrade, de la organización Atabaque, está convencida de que la sociedad en Uruguay no ha podido elevar la barrera de los prejuicios, del estereotipo, de folclorizar al otro. Sostiene que hay una “jerarquía de culturas”. Dice que en los ómnibus los blancos prefieren sentarse al lado de los blancos. Que Uruguay es eurocéntrico. Siente que no se respetan las costumbres heredadas de los ancestros que no tuvieron otro remedio que acostumbrarse a vivir observados, juzgados y amenazados por el hombre blanco. “Macumbero” es una palabra sagrada para quien adora a los orishas y una expresión despectiva para la media de los descendientes de los inmigrantes que llegaron con papeles y oficios.

Ahora que la Policía parece haber terminado de comprender que no los pueden molestar, la sociedad, o una parte de ella numéricamente importante, manifiesta una jerarquía en las culturas. Susana tiene claros en la retina los recuerdos de la Policía interrumpiendo su rito porque algún vecino con miedo y prejuicio hacía sonar el teléfono de la comisaría. En Uruguay no hay “cultura de aceptar que mi rito es al son del tambor” y con campanitas, dice sin pestañear.

“Nadie se queja de un cura que toca la campana de la iglesia a las siete de la mañana, a nadie se le ocurre llamar a la Policía para que vaya en medio de la misa y le diga algo al cura. Todo está hecho a medida, como para determinado sector de la sociedad, que olvida que existen los otros”, opina.

¿Qué hacemo’, negro?

En 2011 se presentó un Plan Nacional para la Lucha Contra el Racismo, pero las diferencias entre el gobierno y las organizaciones de la sociedad civil lo dejaron como bonita carta de intención colgada en internet. Desde la comisión contra el racismo y la xenofobia, que funciona en la órbita del Ministerio de Educación y Cultura, explican que están trabajando en algún acuerdo, todavía verde para comunicar.

“La norma es condición necesaria, pero no suficiente para producir el cambio. Los derechos humanos son una conquista, y no sólo la institucionalidad ni todas las leyes o los tratados internacionales. Hay que pensar cómo la política pública se introyecta en la estructura social, en la práctica cultural, en las prácticas familiares”, opina Nelson Villareal, responsable de la Secretaría de Derechos Humanos de Presidencia de la República, una de las oficinas que monitorean las recomendaciones que hacen los órganos de Naciones Unidas sobre derechos humanos, proponen y hacen de puente en el Ejecutivo y ante los demás poderes públicos.

Para Villareal, la renta básica universal, “no sólo en los sectores populares, sino en la sociedad en general”, puede ser una buena herramienta para emparejar lo económico. Entiende necesario facilitar el desarrollo, “si no, vamos a seguir produciendo desigualdad”. Una desigualdad que se nota en la vivienda, en la calidad del empleo, en los niveles educativos alcanzados, en el rezago. Una falta de oportunidad “sostenida en desigualdad y la generación de preconceptos o prejuicios”, dice Federico Graña, responsable de Promoción Sociocultural del Ministerio de Desarrollo Social.

Emparejar en lo económico parece un desafío político importante en ciernes. Emparejar en lo cultural, un reto mucho más lejano.