Restregué el dedo contra la pared y la yema no quedó manchada. El hecho de que la tinta fuera indeleble podía ser un detalle insignificante o la clave para resolver el caso, no tenía modo de saberlo en ese punto de la investigación. Por eso me molestaba tanto la mirada inquisitiva que me dirigía el funcionario de la Facultad de Psicología.

–¿Entonces? –me preguntó, al comprobar que su mirada no iba a tener respuesta.

–Es tinta indeleble.

–Con razón el muchacho de la limpieza no lo pudo borrar. Probó hoy de mañana.

“Feminazis se les terminó el recreo. Si se hacen las locas, el ocho de marzo, palo y palo”, rezaba el mensaje por el que mi superior me había mandado hasta aquel lugar.

–¿Pasa seguido esto? –le pregunté al funcionario.

–Para nada. Pero está un poco raro el clima. Hace un par de noches les sacaron las carteras a un par de alumnas que habían bajado a la cantina.

–¿Les robaron algo?

–No, fue por hacer daño nomás. Rompieron algunas cosas y después dejaron todo tirado por ahí.

Otro detalle que quizás era valioso o quizás no. Otra mirada inquisitiva. Era hora de sacarme de encima a aquella molestia con dos patas.

–¿Quién estaba acá cuando pasó lo de las carteras?

–El muchacho de la limpieza. Se queda hasta tarde.

En mi experiencia como investigador, cuando el nombre de alguna persona sonaba un par de veces durante una charla era hora de hablar con ella.

***

El muchacho de la limpieza resultó ser un hombre maduro, de unos cincuenta años, algo encanecido y que evitaba el contacto visual todo el tiempo.

–¿A qué hora pasó lo de las carteras?

–De noche, tarde.

–¿Le llamó la atención alguna persona en particular, alguien que no solía estar por acá a esa hora?

–No.

Seguía sin mirarme y eso me estaba empezando a molestar. Y a inquietar, porque fuera de aquel detalle ni su tono de voz ni el resto de su lenguaje corporal eran el de una persona tímida. Tenía más cosas para preguntarle, pero preferí sacarlo a caminar un poco por los pasillos de la facultad, a ver si el paseo me ayudaba a hacerle bajar la guardia.

***

El salón en donde había ocurrido el incidente de las carteras estaba al final del corredor del último piso. Seguramente los profesores recibían con tristeza y algo de inquietud por su futuro laboral la noticia de que ese año su clase se iba a dictar en aquel lugar, que, encima de todo, era muy pequeño, más pequeño de lo que parecía desde el corredor.

Mientras recorría el salón el ex profesor seguía sin mirarme. Se sorprendió un poco cuando le hablé.

–Usted encontró el mensaje hoy de mañana, ¿no?

–Sí.

–¿A qué hora?

–A las seis.

–¿Ya había alumnos?

–No creo.

–¿Quién estaba?

–No sé.

Tenía más dudas, pero si aquel hombre seguía demostrando esa aparente incapacidad de origen genético para mirar a los ojos, la cosa iba a terminar mal.

***

Muy a mi pesar, tuve que volver a hablar con el funcionario de la curiosidad inagotable.

–¿Cuándo vienen de nuevo las alumnas a las que les robaron las carteras?

–Tienen clase hoy de noche. De 20.30 a 23.30.

Tenía ganas de alejarme cuanto antes de las miradas expectantes de aquel sujeto que parecía exigir una explicación a todas y cada una de las cosas que yo hacía o decía, pero aún tenía un par de preguntas que hacerle.

–El muchacho de la limpieza... ¿hace cuánto que trabaja acá?

–Cinco años. Bah, quince en realidad. Él era profesor. Y muy bueno. Pero hace cinco años se enloqueció, renunció a la docencia y pidió que lo pasaran a limpieza.

Aquel cincuentón era definitivamente una persona difícil de descifrar. Costaba imaginar qué podía ser capaz de hacer y qué no. El funcionario pareció adivinar mis pensamientos, porque me dijo:

–Pero no creo que él haya escrito el mensaje de las feminazis. Tan loco no está.

***

A las 23.30 el edificio estaba en silencio y casi vacío. Solamente mantenían las luces prendidas un par de oficinas y el último salón del último piso, en donde la clase acababa de terminar.

Abordé al grupo de alumnos ni bien bajaron la escalera y sus respuestas sobre lo ocurrido la noche de las carteras coincidían. Durante una pausa en la clase habían bajado a la cantina, y cuando subieron se encontraron con el desastre. Ninguno de ellos se había quedado arriba y no habían visto a nadie más. Las mujeres estaban bastante molestas por el incidente de las carteras, pero mucho más por el mensaje que había aparecido en la puerta del baño.

Cuando los alumnos y su profesor se fueron y solamente quedó un sereno en el edificio salí al patio, desde donde se podían ver las puertas de casi todos los salones. Mis pensamientos se concentraban cada vez más en el último y casi olvidado salón, pero lo que me llevó hasta allí fue la silueta de una persona que caminaba por el corredor del piso superior y que al verme comenzó a correr.

Subí las escaleras casi a los saltos y entré en el salón. Caminé hasta la pared que daba al salón contiguo y descolgué el amplio pizarrón blanco que, tal como sospechaba, estaba fijado solamente con un par de ganchos. La puerta secreta que estaba detrás del pizarrón se abrió con facilidad.

***

El ex profesor devenido en limpiador me miró a los ojos por primera vez. Más que angustia, su mirada transmitía una especie de ruego, como si estuviera a punto de arrodillarse a mis pies para suplicarme que no le contara a nadie lo que estaba viendo.

La habitación no era muy grande, pero aun así tenía espacio para una mesa rectangular con tres computadoras a cada lado y un chimpancé frente a cada una de ellas. Solamente un par de primates me miraron. Los otros siguieron golpeteando los teclados, muy concentrados en las pantallas.

El único humano que había en la habitación además de mí comprendió rápidamente que le convenía explicarme con lujo de detalles qué carajos estaba pasando ahí.

–La culpa de todo esto la tienen los animalistas. No me dejaban experimentar con animales. Les expliqué que mi experimento con los monos no era cruel. Solamente tenían que pasar ocho horas por día frente a una computadora viendo noticias y redes sociales. Pero los animalistas no lo aceptaron. Tuve que dejar mi cargo y empezar a trabajar como limpiador. Fue la única manera de seguir acá.

Interrumpió su discurso al escuchar los gritos de un chimpancé que había estallado en un ataque de furia y amenazaba con romper el teclado. Con mucha tranquilidad, fue hasta donde estaba el primate, apagó su computadora y comenzó a acariciarlo.

–Twitter los pone como locos. Es como el empujoncito final que necesitan para empezar a expresarse.

Su ojos brillaron con aquella revelación, como si él mismo la estuviera escuchando por primera vez.

–¿Se da cuenta de lo que le estoy diciendo? Aprenden a expresarse. Después de dieciocho o veinticuatro meses de exposición a las redes sociales empiezan a escribir respuestas, a debatir, a pelear. Con diferentes niveles, es cierto.

Caminó un par de pasos y se colocó detrás de un chimpancé que en ese momento escribía algo en el teclado.

–Venga a ver.

“Pichoncitas de Soros, aborteras, van a tener que aprender a depilarse las axilaaaaas!!! Y si no, rifle sanitario, como a los pichis”, había escrito el mono en una página de Facebook.

–Chito es el que más progresos logró. No sé si fue viéndome sacar notas o qué, pero un buen día hasta aprendió a escribir con sus propias manos.

El brillo de sus ojos desapareció al recordar el hecho que había desencadenado la crisis.

–Y a escaparse por las noches.

Volvió a bajar su mirada, esta vez no porque tuviera algo que esconder, sino porque se vio ante la muerte de su proyecto. Pero se equivocaba.

Aquellos monos no la estaban pasando tan mal en realidad, o en todo caso igual de mal que cualquiera de nosotros.

Sin hablar y sin mirar atrás salí del cuarto, volví a colgar el pizarrón en su lugar y me fui.