Resulta que unos seres desarrollan finalmente la conciencia y se dan cuenta del tiempo que llevan atrapados. Que, por entretenido que sea el panorama, necesitan abandonar ese parque de diversiones que tienen por vida y descubrir qué es lo que hay más allá. Pero aún no hemos llegado a esa etapa de la cuarentena por coronavirus; todavía nos dedicamos a mirar mucha televisión.

Para despuntar ese vicio antes del colapso de nuestras funciones mentales, HBO estrenó hace pocos días la tercera temporada de Westworld, una serie que exige un poquito más que otras del estilo. Un poquito nomás, pero será mejor que prestemos atención.

Los domingos por la noche son el horario estrella de la mencionada cadena. Alcanza con recordar que a fines del siglo pasado un pícaro mafioso con ataques de pánico se metía en nuestras salas de estar en ese particular momento de la semana. Todos los buques insignia de HBO (o casi todos, no me hagan googlear ahora, que bastante tengo con el encierro) han compartido ese horario. El último fue Game of Thrones, que se convertía en frecuente charla de los lunes en oficinas y centros de estudio. ¿Se acuerdan cuando íbamos a oficinas y centros de estudios?

Con un HBO que saltó a la cancha a competir con Netflix, la partida de una serie fuerte se sustituye con la llegada de otra. Por eso, tan pronto como le dijimos adiós a The Outsider, llegó Westworld para ocupar su lugar.

Resumiendo

La historia surgió directamente en el cine, de la mano de un maestro de las novelas que más tarde se adaptan a la gran pantalla. Muchos años antes de Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993), Michael Crichton ya estaba obsesionado con los parques de diversiones cuyas atracciones se rebelan y se comen a las personas, o al menos les disparan; el resultado final es el mismo.

Su adaptación retoma la idea de un mundo basado en el antiguo Oeste, en su idea romantizada por las películas de vaqueros e indios. Los visitantes de este divertimento pagan unos buenos dólares para jugar a tener aventuras con androides que interpretan a los personajes más diversos, siempre dispuestos a morir por los clientes, sin tocarles un dedo. Al menos hasta que todo empieza a salir mal.

En sus primeras dos temporadas, Westworld bajó a la tierra conceptos como la libertad y el libre albedrío, con los anfitriones del parque desarrollando conciencias, escapando de su programación y (también) causando baños de sangre entre los ejecutivos de la compañía y los incautos invitados.

Fueron 20 episodios en los que conocimos a Bernard (Jeffrey Wright), el programador demasiado bueno para ser cierto; Dolores (Evan Rachel Wood), la primera anfitriona en descubrir que toda su vida es una mentira; y Maeve (Thandie Newton), quien además de una conciencia desarrolla otros poderes. Un elenco que incluye a Anthony Hopkins y tiene varias actuaciones que merecen ser nombradas antes que la suya es un buen elenco.

Hay un puntito que le juega en contra, pero que a esta altura es parte de su ADN, y es de esperar que asome la cabeza en esta nueva tanda de episodios. Al principio de manera sigilosa y luego con total desparpajo, la serie ha jugado con las líneas temporales para contar su gran historia.

Como ocurrió con The Witcher, en la primera temporada creemos estar viendo eventos que transcurren en simultáneo, cuando en realidad los separan (en este caso) más de 30 años. Para la segunda hay dos grandes tramas con unos pocos días de diferencia que se unen en buena forma al cierre, pero si uno deja pasar mucho tiempo entre episodios puede sufrir dolores (y Dolores) de cabeza.

Se va la tercera

En esta oportunidad, o al menos en casi todo el primer episodio, la acción transcurre en el mundo real. Otro día discutimos acerca de qué es lo real, cuando se termine la cuarentena y podamos volver a encontrarnos en la mesa de un bar.

Gracias a este desarrollo de la historia, nos encontramos con la idea de los creadores acerca de cómo funcionará el mundo (o al menos una metrópoli) en 2058. Con edificios altos, vehículos terrestres cada vez más estilizados y un vehículo aéreo. Uno solo. Las aeronaves familiares siguen siendo una fantasía de revistas como Mecánica Popular.

Entre tanto color plateado deambula Dolores, nuestra Aeon Flux del Oeste, poco después de su escape perfecto de los episodios anteriores. La anfitriona perfecta tiene una misión, que iremos descubriendo con el correr de los domingos de noche.

En un camino diferente, pero en trayectoria de colisión, se encuentra Aaron Paul (Breaking Bad, Bojack Horseman) como Caleb. Este ex combatiente con estrés postraumático se gana la vida en la construcción y ubereando crímenes, es decir, haciendo changas ilegales que selecciona en una aplicación y le hacen ganar puntos y dinero.

Desde la mismísima confirmación de la fecha de estreno, comenzaron los misterios. Especialmente en relación a Rehoboam, una misteriosa inteligencia artificial que, dado lo sencillos que son los logaritmos de los seres humanos (como vimos en la temporada anterior), podría estar tirando de nuestros hilos con facilidad. Como el Arquitecto de Matrix, pero en otro plano de la realidad.

Otros anfitriones podrían estar escondidos entre los nuevos personajes, como el propio Caleb, mientras que una escena poscréditos nos acerca a un nuevo parque, al que quizás el bueno de Bernard tenga ganas de visitar.

Volvió Westworld. Un poco menos pop que su antecesora de caballeros y dragones, pero con tramas que invitan a la simpática discusión en las redes sociales, que es lo que nos irá quedando por las próximas semanas. O saliendo al balcón y gritándole al vecino de enfrente: “¡¿Creés que Caleb pueda ser un anfitrión?!”. Y la doña del tercero metiéndose en la conversación al grito de: “Spoiler alert!”.