Los antiguos han dicho: “El nacimiento y la muerte son ocasiones trascendentales”. Ciertamente sé que es falso y absurdo tratar la vida y la muerte como una sola, y es igualmente absurdo pensar que morir a una edad avanzada es lo mismo que morir a una edad temprana. Cuando las generaciones futuras recuerden mi tiempo, probablemente será similar a cómo pienso ahora en el pasado. [...] aunque los tiempos y las circunstancias cambien, en cuanto a las cosas que lamentamos, son lo mismo. Para las personas que lean esto en las generaciones futuras, quizás ustedes también se sientan conmovidos por mis palabras. Poema “Lantingji Xu”, que literalmente significa “Prefacio a los poemas compuestos en el Pabellón de las Orquídeas”, del calígrafo Wang Xizhi, compuesto en el año 353.

Pensar desde China sobre la muerte de jóvenes y ancianos, y sobre las cosas de las que se lamentan los humanos al llegar ese momento, hace 1667 años o ahora, puede permitirnos hablar hoy sobre este tema inevitable, pero rehuido en la cultura de nuestro siglo. Morir es la ineludible parte final de la vida, sobre la que nos cuesta mucho hablar.

Hace unos 100 años que el morir en casa, alrededor de la familia, se fue medicalizando, para pasar a ser en escenas hospitalarias. Hace más de medio siglo que existen tecnologías que sostienen artificialmente funciones vitales, en forma aguda en los centros de tratamiento intensivo, y en forma más prolongada por medio de transplantes de órganos o sustitución de funciones por complejos sistemas de diálisis renal. Y entonces se instala en el imaginario colectivo una falsedad: que la tecnología médica debe prohibir la muerte.

Como Wang Xizhi, las personas de todas las edades y especialmente nosotros, los octogenarios de hoy, en tiempos de coronavirus, nos tendríamos que lamentar de no haber hablado suficiente sobre cómo será ese tiempo cuando lleguemos al final natural de nuestras vidas, para que sea plenamente vivido con nuestros valores, preferencias y emociones. Que los últimos días de nuestra vida sean vividos con dignidad, superando el dolor físico o el sufrimiento que emana del dolor, la falta de aire, la pérdida de alguna función valiosa o cualquier dificultad de nuestra existencia humana.

Superar la muerte en soledad del enfermo de covid-19

El ineludible suministro de oxígeno, con máscara o ventilación mecánica, es una dificultad para que el enfermo terminal que padece coronavirus pueda expresarse verbalmente. Las personas que lo rodean no podrán tener un contacto empático de piel con piel, y para atenderlo con cierta seguridad estarán envueltas en esas capas protectoras que evocan un ámbito espacial extraterrestre. En el mejor de los casos –y siempre que no resultaran escasos los equipos de protección personal– un único familiar ha sido autorizado a una breve visita al moribundo, con esas mismas limitaciones físicas para el contacto.

Las narrativas son conmovedoras: de hijos en Madrid que no han podido acompañar a sus madres fallecidas en un residencial de ancianos ni, obviamente, participar en su entierro, y de psiquiatras en servicios de cuidados paliativos de Nueva York que se esfuerzan dentro de esas restricciones físicas por establecer contacto con pacientes hispanos, que no hablan inglés, con sus familiares significativos.

Nuestros últimos días deberían permitirnos ser capaces de intercambiar buenos recuerdos compartidos, aspiraciones logradas, y encontrar el sentido de nuestra propia historia personal. Morir con dignidad. Nuestras leyes de salud reconocen el derecho a los cuidados paliativos, que procuran la prevención y el alivio del sufrimiento, el dolor y otros problemas físicos, psicológicos y espirituales considerando la muerte como un proceso normal, sin acelerarla ni retrasarla e integrando los aspectos espirituales y psicológicos del cuidado del paciente.

Tendremos que rescatar los beneficiosos aspectos de la espiritualidad al final de la vida, en esas revelaciones que podemos tener a través del goce de la naturaleza, del efecto de un contacto humano trascendente, del sentido conmovedor del arte o de la fe religiosa, presente en toda la humanidad. La preparación para superar los momentos difíciles que interfieran con ese tránsito de la vida a nuestra propia muerte se puede dar cuando podamos naturalizar el ineludible evento de la muerte.

Sin pánico, aunque con dificultades

Lograremos naturalizar la muerte de otros y la propia con aceptación si podemos compartir con quienes nos rodean los temores y las esperanzas a pesar de que, como integrantes de nuestra sociedad, hayamos rehuido del tema por muchas décadas.

El nuevo escenario global puede inducir al pánico cuando las noticias internacionales muestran cantidades crecientes de muertes con insuficiencia de recursos en salud para atender no sólo los enfermos de covid-19, sino de todo tipo de enfermedades. Los muertos abandonados en domicilios sin asistencia o los cadáveres acumulados en pistas de hielo, en las calles o sepultados en fosas comunes de una isla cercana a la gran ciudad son algunas pocas de las muchas noticias tétricas que aún no hemos padecido en nuestro país.

Pero ya existen aquí muchas dificultades para procesar las despedidas a quienes mueren por cualquier causa en nuestra sociedad.

La despedida durante la epidemia

Los seres humanos siempre hemos transitado por la ancestral preocupación que oscila entre el temor y la adoración hacia quien se muere en nuestro entorno. Ha habido desde ofrendas sencillas de ocre o pétalos de flores –que la ciencia arqueológica ha descubierto a través del estudio microscópico de los granos de polen– hasta monumentos funerarios ostentosos, como los de Palenque con su Reina Roja de máscara de jade, las momias egipcias con su séquito, los miles de guerreros que escoltan al emperador en Xi’an, las tumbas etruscas de la Tarquinia prerromana o el Taj Mahal, ese edificio que simbolizaría el sufrimiento por la viudez.

La disposición de los cadáveres en Occidente en el actual siglo XXI puede hacerse en cementerios de todo tipo, en tierra o en construcciones modulares. La cremación es frecuente, pero hay extremos dispendiosos, como la empresa suiza Algordanza, que crea diamantes de origen humano, o propuestas que estarán legalmente autorizadas en el estado de Washington, en Estados Unidos, en mayo de 2020 para hacer suelo fértil que puede ser devuelto a la tierra: la denominada reducción orgánica natural, propuesta para no liberar dióxido de carbono a la atmósfera por las cremaciones.

Las costumbres funerarias están en constante evolución en nuestra sociedad. Nuestros actuales servicios previsionales en cómodas cuotas mensuales fueron precedidos en los tiempos coloniales de la Banda Oriental por las hermandades de diversos santos. Entre otras funciones de intercambio social, ofrecían a sus cofrades los servicios de entierro, con mínimos o mayores privilegios, por pagos anuales que podían oscilar entre dos y 25 pesos. Hasta alrededor del año 1800 todavía se enterraba a la gente en el interior de la iglesia, y tanto mejor si la mortaja podía ser un sayal del hábito monacal al que se era devoto y si el cortejo fúnebre podía tener mayor duración y pausas (“posas”), culminando la magnificencia si era “cantado”, porque entonces había que pagar hasta tres músicos.

De los velorios de nuestros abuelos en 1950, que ocurrían en la cama del dormitorio del fallecido, donde se podía llegar a cubrir los muebles con sábanas para crear esa sala velatoria e incluso servir unas copitas de licor de anís, se ha evolucionado hasta los actuales velatorios, que transcurren en apenas un par de horas dentro de un apartamento de las empresas fúnebres, desde que las intendencias derogaron las disposiciones que exigían que los muertos fueran velados durante 24 horas.

Durante el distanciamiento social de esta emergencia por coronavirus el Congreso de Intendentes ha limitado la concurrencia y el acompañamiento en un velorio a personas que sean familiares directos del fallecido, a lo que puede sumarse la prudente privación de asistir para los familiares de edades avanzadas. Ya hay entrevistas a administradores de empresas funerarias que relatan sus dificultades para conjugar esas disposiciones con las necesidades de sus clientes. El Ministerio de Salud Pública establece un protocolo más estricto para quienes hayan muerto por coronavirus, con “un máximo de cinco personas en la sala, siguiendo las recomendaciones de no realizar reuniones” y posibilitando la opción mediatizada de una transmisión en vivo. Quienes hayan convivido con la persona que murió estarán en cuarentena y, por lo tanto, no podrán participar en el velorio ni en el entierro.

En nuestra sociedad, las campañas publicitarias de los cementerios-parques enfatizan el valor afectivo que tiene el vínculo de los deudos con el sepulcro de sus seres queridos muertos. El reclamo de recuperar los restos de un familiar víctima de desaparición forzada en nuestra América Latina da la dimensión trágica de un duelo suspendido por la incertidumbre. Todo duelo por una o varias muertes acarrea un sufrimiento psicológico que requiere, para ser superado, un proceso, que es normal, con componentes del mundo interno, pero también muchos del entorno cultural, religioso y social. Puede durar mucho tiempo y cada persona lo ve y siente de manera diferente, con altibajos, y habitualmente requiere un año o más para lograr la etapa final de aceptación.

El velatorio y el traslado a un cementerio pueden dar cierta estructura al proceso de duelo. Las costumbres en tiempos actuales son de un luto limitado. Pero incluso ese luto –que es la expresión del duelo ante el público– puede resultar impedido totalmente por la falta de concurrencia al velatorio o entierro, porque ver allí a los amigos y a la familia puede ayudar a prepararse para esa separación final.

Yubarandt Bespali es psiquiatra y antropóloga.