En 1933 el muralista mexicano Diego Rivera estaba culminando un famoso mural que luego se tituló El hombre controlador del Universo dentro del Rockefeller Center en pleno centro de Nueva York. La iniciativa había surgido a pedido de Aby Rockefeller, esposa de John Rockefeller. Aby, quien había tenido un importante rol en la fundación del Museum of Modern Art (MOMA), tenía un particular interés por el muralismo mexicano y particularmente por Rivera, a quien le compró varias obras. El mural estaba casi culminado cuando Nelson Rockefeller, hijo de John, filántropo, millonario, y luego político liberal con un profundo interés por América Latina, llegó a verlo y a hablar de los detalles finales con Rivera. Allí se percató de que el mural tenía algunos problemas.

En el lado derecho, donde se representaba a los trabajadores, Rivera había incluido a Lenin y a Trotsky. Además, del otro lado, donde se representaban los problemas del capitalismo, aparecía el mismísimo John Rockefeller bebiendo y fumando en una actitud que no tenía que ver con las estrictas conductas de su familia. Nelson Rockefeller exigió que retirara a los líderes comunistas y que pusiera rostros genéricos. Rivera se negó a cambiar su mural. Fue despedido, recibió su pago y el mural fue destruido. El episodio fue un gran escándalo que mostró los límites de la filantropía de los millonarios en los polarizados años treinta. Con dicho dinero Rivera decidió quedarse en Nueva York y, entre otras cosas, pintó una serie de murales en la New Workers School, de orientación comunista. Allí se sacó las ganas de pintar a Rockefeller. Dos años después pintó el mural original en el Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México.

Hace unos días, en una de sus columnas semanales en el semanario Voces, Hoenir Sarthou reiteraba, aunque de una forma más explícita, la idea de que existe una izquierda que ha sido seducida por la agenda de los millonarios filántropos, particularmente del húngaro, judío y liberal George Soros. La columna fue tan clara y explícita que concitó la adhesión del general Manini Ríos, quien la retuiteó con un tono halagatorio.

Es cierto que la relación entre dinero y política es un aspecto que requiere atención y que, como varios han señalado, pone en riesgo la legitimidad del debate público político y cultural de las democracias contemporáneas. Las maneras en que grupos con poder económico logran instalar, opacar o desvirtuar ciertas temáticas se ha venido discutiendo de múltiples maneras. Entre otros temas, podemos mencionar: el peso de los millonarios en las competencias electorales, la presión de los grupos económicos asociados a medios, las fundaciones asociadas a empresas que niegan problemas que afectan sus intereses como hacen las industrias petroleras con el cambio climático, los grupos religiosos con poder económico que hacen campañas internacionales contra el aborto o contra la teoría de la evolución, el peso de ciertos organismos internacionales de crédito promoviendo soluciones neoliberales, las cientos de fundaciones que promueven formas de caridad a lo Teletón pero se resisten radicalmente a cualquier impuesto que afecte sus rendimientos económicos. En fin, la lista es enorme y diversa. Lo llamativo del énfasis de Sarthou y otros es: ¿por qué miran sólo a un tipo de filántropo, y también por qué sólo se preocupan por ciertos movimientos sociales, cuando es evidente que el panorama es inmensamente más complejo y diverso?

Como quedó de manifiesto con el ejemplo mencionado, la relación conflictiva entre filántropos e izquierdas no es nueva. La izquierda, desde el siglo XIX, con sus propuestas igualitaristas cuestionó el orden capitalista, pero requirió recursos para sus proyectos políticos y culturales. Algunas veces se encontraron con algún filántropo y los resultados de estos encuentros no siempre fueron directos, evidentes o beneficiosos para el desarrollo del capitalismo. No hay un ejemplo más claro y paradigmático de esto que la propia relación entre Karl Marx y Friedrich Engels. En una reciente biografía de Engels, Tristram Hunt muestra cómo tuvo que sacrificar gran parte de sus intereses intelectuales para dedicarse a la actividad empresarial y llegar a ser un millonario cuyo único objetivo era financiar la escritura de El capital de su amigo Marx y apoyar diversas iniciativas de los primeros comunistas. Otro caso es Félix Weil, quien fue un argentino hijo de importantes comerciantes cerealeros que estudió en Alemania y se transformó en uno de los principales mecenas de la llamada Escuela de Fráncfort.

Luego de la Segunda Guerra Mundial, las ciencias sociales latinoamericanas también discutieron estos problemas. En un contexto de modernización académica, promovida por organizaciones internacionales y regionales como la Unesco y la Cepal, los cientistas sociales comenzaron a recibir financiamientos de fundaciones norteamericanas como la Rockefeller y la Ford Foundation.

Desde fines de los cincuenta dichos fondos para financiar a actividades intelectuales y académicas comenzaron a ser discutidos. Los primeros debates giraron en torno al rol de Congreso por la libertad de la cultura, una red intelectual crítica del totalitarismo soviético apoyada por la CIA, en la financiación de artistas y académicos.

En los 60 siguieron los debates a partir de que el Plan Camelot salió a la luz y mostró cómo parte de las bases de datos que construían los sociólogos latinoamericanos terminaba en el Departamento de Estado. A fines de los sesenta algunas universidades públicas del Cono Sur terminaron cortando los financiamientos de las fundaciones norteamericanas. Vania Markarian está a punto de publicar un libro sobre cómo se dieron estos debates en Uruguay. Estos también fueron los tiempos en que intelectuales buscaron financiamientos en otros lugares como Cuba, o alternativas non sanctas como la de Vivian Trías con Checoslovaquia. Paradójicamente, varios de aquellos que habían recibido financiamientos norteamericanos para promover la agenda del desarrollo y la modernización influida por el clima de la Alianza para el Progreso del presidente John F. Kennedy fueron los mismos que terminaron creando y alentando la teoría de la dependencia, que proponía romper los lazos con el imperialismo económico.

La relación no terminó ahí. En los setenta y ochenta estas y otras fundaciones tuvieron un papel fundamental al apoyar a las ciencias sociales frente a la dura persecución de las dictaduras conosureñas. En el marco de una política exterior norteamericana diferente, impulsada por el presidente Jimmy Carter, que criticaba a las dictaduras, estas fundaciones tuvieron un rol de amplia apertura a los debates de las ciencias sociales latinoamericanas. Muchos intelectuales uruguayos participaron de estas redes y recibieron apoyos. Entre otros, Real de Azúa, Ángel Rama, Germán Rama, Aldo Solari. La nueva generación de centros de investigación que se creó en Uruguay también contó con apoyos financieros de estas redes.

Hasta aquí, un repaso variado de algunos de los encuentros entre diversas experiencias de izquierda intelectual y política y fundaciones vinculadas a la filantropía capitalista. O sea que esto de Soros no resulta algo nuevo. Y tampoco resulta nuevo para las izquierdas, que a lo largo de dos siglos han lidiado no sin conflictos con estos problemas. Pero entonces, ¿por qué últimamente se habla tanto de George Soros y se le asigna un poder omnipresente? Se ha llegado a decir que la agenda de nuevos derechos en Uruguay (aborto, matrimonio igualitario, legalización de la marihuana) es sencillamente una construcción de este multimillonario. Asimismo, que el proceso de adaptación al capitalismo de la izquierda también es de su factura.

No creo que las feministas que marchaban pidiendo que la democracia también llegara al hogar y comenzaban a reclamar la legalización del aborto a fines de los 80, o que las primeras organizaciones de homosexuales que protestaban contra la violencia policial y reclamaban el respeto a sus derechos humanos, o que la Tabaré Riverock Band cuando pedía “legalizar” en Somos todos subversivos tuvieran alguna idea de quién era Soros.

Los trabajos de Diego Sempol y Ana Laura de Giorgi muestran cómo la agenda de derechos que se expresó en una serie de leyes durante la presidencia de José Mujica tuvo su punto de partida en el desarrollo de un conjunto de movimientos sociales y contraculturales que surgieron en la transición democrática. Dichos movimientos eran bastante marginales y sin duda alguna eran los que menos cooperación internacional recibían.

Tampoco los militantes de la izquierda frenteamplista, que vieron con cierta perplejidad el derrumbe del mundo comunista y comenzaron a ensayar estrategias de mayor adaptación a la globalización capitalista, tenían mucha idea de quién era Soros a principios de los 90. Sin embargo, al poner a Soros como figura central de este asunto, se intenta deslegitimar los orígenes locales de estos procesos y de estos movimientos.

Tampoco creo que Soros tuviera una idea medianamente clara de lo que estaba pasando en América Latina y mucho menos en Uruguay. Por esos tiempos, Soros era un millonario menor con cierta influencia en el proceso de democratización que estaba viviendo su natal Hungría y otros países de Europa oriental. El gran salto lo dio en 1992, cuando, como resultado de una gran jugada especulativa con libras esterlinas que impactó fuertemente sobre la economía británica, Soros se transformó en multimillonario. A partir de allí comenzó a desarrollar una estrategia global de filantropía con la creación de la Open Society Foundation. La mayoría de sus iniciativas estuvieron vinculadas con Europa oriental y África.

En este siglo Soros amplió su agenda. Estuvo claramente alineado con algunas de las inquietudes de sectores liberales –en el sentido anglosajón– del Partido Demócrata estadounidense. Soros apoyó causas vinculadas a los derechos de las minorías sexuales y de los inmigrantes en diferentes partes del mundo. También apoyó iniciativas tendientes a la legalización de la marihuana. Estos apoyos a diversos movimientos sociales vinculados a estas temáticas aumentaron la visibilidad de este multimillonario.

Fue en estos últimos años cuando se transformó en el principal chivo expiatorio de la nueva derecha nacionalista global para desacreditar la legitimidad de los movimientos sociales asociados a estas causas. Así, los feminismos, los movimientos LGBTQ, los movimientos de inmigrantes en Estados Unidos como en Europa oriental han sido denunciados como meras organizaciones instrumentales al servicio de este inescrupuloso multimillonario. En un repaso por las redes sociales se puede ver las acusaciones más insólitas y variadas sobre Soros; desde que organizó las caravanas migrantes en Centroamérica, hasta que tiene un plan para islamizar Europa por apoyar a los inmigrantes, o que quiere destruir Israel por apoyar organizaciones palestinas.

Trump, Putin, Erdogan, Netanyahu, Bolsonaro, entre otros, han reforzado esa imagen. Pero uno de los lugares donde esa reacción es más fuerte es en Hungría, su lugar de origen, donde el primer ministro, Viktor Orbán, quien pertenece a una extrema derecha con lazos con el antisemitismo tradicional, lo ha declarado un enemigo nacional. Varias de estas arengas tienen impactantes coincidencias con las imágenes del nazismo acerca de los millonarios judíos filántropos. Seres muy poderosos y depravados moralmente que atacaban a la familia y la nación usando su dinero. Las acusaciones contra la familia Rostchild y contra Soros parecen venir de la misma tradición. Así como en los veinte, cuando si uno escuchaba críticas al judeocapitalismo sabía que no se trataba de algo asociado con la izquierda, hoy pasa algo similar con las críticas a Soros. Los que critican a Soros no parecen criticar el peso de los millonarios en la política, sino que muestran una profunda indignación por las causas que este millonario está apoyando.

Entonces, ¿qué significa esta acusación de “izquierda Soros” por parte de Sarthou? Parece hablar más del que acusa que de los acusados. Según la lista de Forbes, de los 2.095 multimillonarios que existen, Soros ocupa el lugar 162. Se habla mucho de Soros; Sarthou también nombra a Bill Gates, ¿pero qué pasará con los otros 2.093? ¿Será que no tienen fundaciones?, ¿que no tienen interés en incidir en los debates públicos? Por el contrario, esta relación entre política y dinero es constitutiva del capitalismo contemporáneo. Pero llama la atención la ausencia de visibilidad de los otros multimillonarios. Seguramente la nueva derecha global no encuentra interés en denunciarlos, y Sarthou tampoco.

Por ejemplo, en el puesto 11, 151 puestos más arriba en la lista, aparece el empresario David Koch, quien junto con su hermano han tenido un rol importante en el financiamiento internacional de la Red Atlas. Se trata de una red internacional de libertarios de derecha que apoya diversos think tanks en varias partes del mundo. Según un artículo que apareció en la revista Lento, basado en un informe de The Intercept, el Centro de Economía, Sociedad y Empresa, el Centro de Estudios de la Realidad Económica y Social, el Centro de Estudios para el Desarrollo y el Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina recibieron apoyos de dicha red en Uruguay. Dichos centros están vinculados al mundo empresarial, a la Universidad de Montevideo, a El País y El Observador, y a políticos y académicos vinculados a los sectores liberales de los partidos tradicionales. Sin embargo, ¿hemos escuchado hablar de los hermanos Koch? ¿Hemos escuchado a la derecha hablar de Koch? No. Y no tiene sentido, porque no parece real pensar que las ideas de estos centros sean el mero resultado de las dádivas que reciben de estos mecenas. Simplemente, esos fondos implicaron aportes para amplificar ideas de personas e instituciones que ya contaban con amplios recursos para desarrollar sus propuestas.

Entonces, ¿de qué se trata esto de la izquierda Soros? Parece ser más la voluntad de deslegitimar ciertas causas por un camino fácil que de discutir honestamente sobre las virtudes y problemas de dichos movimientos y los problemas de la relación entre dinero y política.

Por otra parte, si Sarthou hubiera ido a la última marcha del 8 de Marzo y se hubiera tomado un poco más en serio dicho movimiento, habría visto que esto de la izquierda Soros es difícil de visualizar, entre otras cosas porque el feminismo latinoamericano es uno de los pocos movimientos sociales contemporáneos que habilita una crítica al capitalismo. En el 8 de Marzo, gran parte de los carteles hablaban de la relación entre patriarcado y capitalismo. No creo que Soros estuviera de acuerdo con estos carteles.

En síntesis, aunque no es tan claro encontrar a la izquierda Soros, lo que sí parece evidente es que a nivel global se ha generado una nueva derecha, sostenida en un discurso popular basado en sentimientos xenófobos y defensora de valores tradicionalistas, que encuentra en Soros al chivo expiatorio perfecto para descargar su discurso de odio. Esto nada tiene que ver con una crítica al capitalismo, sino con la expansión de un nuevo nacionalismo autoritario. Sarthou debería elegir si quiere ser parte de eso.