Libertad y ciudadanía

La democracia, entendida ˗de acuerdo a la clásica definición de Abraham Lincoln˗ como el gobierno del pueblo y para el pueblo, no ha tenido siempre una relación lineal con la ciudadanía, o sea, con la condición que permite a las personas participar en la conducción de la vida política.

Étienne Balibar1 afirma que la relación entre la democracia y la ciudadanía está atravesada por la huella de la igualibertad, o sea por la síntesis de estos dos valores que pueden coyunturalmente estar enfrentados.

La libertad, siguiendo a Isaiah Berlin,2 puede entenderse como libertad negativa (la no interferencia en la voluntad de los sujetos) o como libertad positiva (la posibilidad de hacer realidad los proyectos de vida). La primera es la que jerarquiza el liberalismo y conduce a las libertades políticas y los derechos individuales. La segunda ˗asumida por la corriente llamada republicanismo˗ tiene sus raíces en la polis griega y en Aristóteles. Para esta corriente, el hombre es un ser político y se realiza como tal en la vida de la polis. Es la libertad como autogobierno, y la comunidad no es un actor que la limite sino que, por el contrario, en ella se logra su concreción.

La libertad no está, así, preconstituida. Se construye en la práctica y en la vida social.

Otros autores que también se inspiran en el republicanismo, como Philip Pettit y Quentin Skinner,3 agregan otra dimensión: la libertad como no dominación. Es decir, superar las relaciones sociales concretas en las que unos deciden lo que implica a otros, en un arco amplio que puede incluir desde la explotación económica hasta las desigualdades de género en la sociedad patriarcal.

Entender la libertad meramente como libertad negativa es incompatible con el valor de la igualdad real ante la vida. El despliegue total de la voluntad del individuo sería incompatible con la libertad de los demás. Acercarnos a la igualibertad implica la acción de las regulaciones de la sociedad a través del Estado, lo cual plantea la dimensión del poder y de su ejercicio.

Si ese poder no está basado en el consentimiento de los gobernados y en el pleno ejercicio de las libertades políticas, los titulares del poder, aun invocando objetivos igualitarios, podrán reimplantar relaciones de dominación y explotación desde su posición de fuerza, perdiéndose así la libertad y también la igualdad, como demostró la experiencia histórica del fracaso de las sociedades del este europeo.

Desde este punto de vista, la democracia es la concepción que permite acercarnos a la síntesis de los valores de la libertad y la igualdad.

Para esto, la democracia debe afirmarse en el pleno ejercicio de las libertades políticas y extenderse a las dimensiones de lo económico y lo social de tal manera que las condiciones reales de la vida de las personas sean fruto de las decisiones voluntarias y democráticas, lo que supone regular, controlar y limitar los automatismos del mercado.

Por su parte, la noción de ciudadanía es indisociable de la de comunidad. La ciudadanía, al igual que la democracia, puede expandirse o contraerse. La expansión y la universalización de la ciudadanía a todas las personas y dimensiones de la vida social permiten acercarnos a la realización de la igualibertad y la democracia.

Consecuencias de la crisis civilizatoria

La crisis de 2008 y sus secuelas todavía en curso, la mayor concentración de la riqueza y el capital, la extensión de la marginación y la pobreza, los desequilibrios en la ecología mundial, los desplazamientos migratorios, las guerras y las amenazas a la paz mundial, la vuelta al proteccionismo y la competencia entre las grandes potencias son algunas de las facetas de una verdadera crisis civilizatoria en la que está en juego la propia supervivencia del planeta.

El sistema tiende siempre a la acumulación de capital, lo cual es profundamente irracional, porque el desarrollo de las fuerzas productivas ˗la cuarta revolución industrial y la robótica˗, guiado sólo por el criterio de aumentar la tasa de ganancia, lleva a la pérdida de los equilibrios ecológicos, a la desocupación creciente y a la mayor concentración de la riqueza.

Según Thomas Piketty,4 durante cientos de años el crecimiento económico anual fue de 2% y los réditos del capital de entre 4% y 5%, y de seguir así la desigualdad continuará creciendo hasta proporciones aterradoras.

Antes de la pandemia, muchos pensadores planteaban la necesidad de soluciones racionales para salvar el planeta y la vida humana, lo que implicaría tomar el control de las fuerzas productivas y orientarlas para satisfacer las necesidades básicas de la humanidad respetando el medioambiente. Eso supondría redistribución del dinero ˗o sea, la renta básica˗, redistribución del tiempo de trabajo ˗una semana laboral más corta˗ y control social de las fuerzas productivas.

Para que esto hubiera sido posible, hubiese sido necesaria la expansión de la ciudadanía y de la democracia. Pero lo cierto es que la globalización implicó un proceso de desdemocratización y contracción de la ciudadanía. Por un lado, se redujo el poder de los estados frente a los poderes trasnacionales fácticos. Por ejemplo, la puja por capital e inversiones llevó al recorte de las políticas impositivas y, por ende, de los programas sociales. Por otro lado, la concepción neoliberal preconizó la retirada del Estado de la vida económica, y ambos procesos se traducen en reducir el ámbito de acción de la política y la ciudadanía. Se difunde un mensaje que desestimula la acción colectiva y apunta a que cada uno busque su bienestar. Así, la retracción de la ciudadanía lleva a la apolítica o la antipolítica.

Según Mariela Mazzucato, el mundo de la globalización estaba atravesado por una triple crisis que la pandemia va a agravar y hacer evidente.

En primer lugar, la crisis del medioambiente, en parte también causa coadyuvante de la pandemia, ya que el desmantelamiento de la naturaleza y la deforestación acercaron a la especie humana un virus que estaba en otras especies.

En segundo lugar, la crisis de los sistemas hospitalarios, desmantelados, junto con el Estado de bienestar, en muchos países por las políticas neoliberales.

En tercer lugar, la crisis económica, en tanto que para la recuperación de la crisis de 2008 se aplicó la misma receta que la había causado, o sea, se inyectó más liquidez a los bancos, que la aplicaron de nuevo a la especulación financiera: circulan por el mundo capitales que representan 3,5% del PIB mundial y no tienen otra aplicación que generar burbujas que al final van a estallar.

Esta crisis permanente se va a traducir en lo subjetivo en el vacío y la pérdida de sentidos y en un malestar difuso que también va a implicar desencanto con la democracia y aparición de corrientes autoritarias, en algunos casos de tinte posfascista y que apelan al nacionalismo xenófobo.

La pandemia

La pandemia pone de manifiesto las crisis, las ilusiones y las fragilidades de la globalización. Se globalizaron las finanzas pero no la ciudadanía política y la democracia, o la ciudadanía social y los sistemas de salud y cuidado.

La pandemia vino a poner de manifiesto también que la globalización era el mundo del darwinismo social, en el cual los más fuertes sobrevivían a los embates del mercado. Ahora en el mundo de la pandemia sobreviven los más fuertes ante el ataque de la enfermedad. Es como si lo siniestro, lo real, lo que estaba escondido detrás de la globalización y el neoliberalismo se hiciera visible en la situación de la pandemia. Aquello que Sigmund Freud decía de lo siniestro como la cara oculta de lo real, de lo que no se ve pero está en el envés de la realidad. Esa cara la pandemia no la crea, sino que la manifiesta, la hace más exultante, más expresiva.

En este presente de pandemia, el malestar humano exhibe y agrava aquello que Freud desarrolla en El malestar en la cultura como fuentes del malestar propio de toda civilización: la fragilidad del ser humano por su condición de mortal, la naturaleza con su poder inmenso y los vínculos humanos que son fuente de sufrimiento.

La muerte, esa cosa innombrable, indecible, se evidencia ahora a través de un enemigo invisible. También podríamos decir que sociedades que apuestan al consumo, que vacían de sentido la vida humana, incrementan esta angustia de muerte. Y la naturaleza, que se creía dominada con la tecnología, aparece ahora con una fuerza que está más allá de la voluntad humana.

Así, dolorosamente, lo real se experimenta como un límite, como lo que no podemos, como lo que no está en nuestro universo de significaciones. El discurso imperante en la sociedad quería hacernos creer la ilusión de que todo se puede, del desarrollo y el consumismo sin límites. Y paradójicamente, nos quería hacer creer que no podíamos cambiar el orden social, que no podemos escapar al determinismo de los mercados y a la acción del capital financiero transnacional.

En esto también la pandemia puede convocar a lo real: la retracción de la oferta y la ruptura de las cadenas mundiales de valor, en un sistema mundial frágil e irracional, aceleraría o provocaría una grave crisis que convocaría los fantasmas de 2008 y 1929.

La pandemia agrava el tercero de los malestares, porque si bien es cierto que la enfermedad y la muerte pueden alcanzar e igualar a todos, las desigualdades sociales se traducen en mayores o menores capacidades defensivas preexistentes, la exposición y el riesgo son diferentes según las categorías ocupacionales o situaciones, y las medidas de aislamiento social impactan de manera distinta o directamente serían insostenibles para los que viven día a día.

En un nivel microsocial, el aislamiento puede agravar las situaciones de violencia familiar o de género.

Sin la intervención voluntaria y consciente, sin la construcción deliberada del presente y del futuro, los malestares y los sufrimientos causados por la enfermedad y sus consecuencias sobre el tejido social serían terribles e inconmensurables.

La intervención del Estado y de la sociedad organizada, la acción estatal y la democracia participativa, la primacía de la política y de la democracia sobre la economía y el mercado son lo opuesto al neoliberalismo, que queda desacreditado por este contexto.

Esto quiere decir que la política y el ejercicio de la ciudadanía no se extinguen en la época del coronavirus. Los llamados a la extinción de la política en aras de la autoridad del Estado o de lo dramático del momento son equivocados y peligrosos. Equivocados porque siempre hay opciones diferentes en todos los momentos de la vida, y peligrosos porque contienen el germen del autoritarismo, alimentado por la situación de excepcionalidad y por la búsqueda de figuras fuertes en épocas de incertidumbre y miedo.

La política siempre va a estar porque se basa en valores y opciones, incluyendo las opciones que se abren en este momento. La política no se reduce a lo estatal. Una concepción democrática ampliada y participativa reconoce a los actores que emergen de la sociedad y que deben ser escuchados e integrados a las propuestas. Y, en tal sentido, un aspecto positivo de esta crisis han sido las redes que han surgido desde la sociedad para apoyar a los más vulnerables y a los sectores de mayor riesgo.

En general se anticipa un mundo más complejo tras la “gran reclusión”, como ha llamado el Fondo Monetario Internacional (FMI) a la crisis de la pandemia. La crisis será más profunda que la Gran Depresión de la década de 1930. El FMI pronostica una reducción de 3% del PIB global este año.

Podríamos anticipar un cambio en los medios de producción, con la emergencia de nuevas tecnologías que pueden convertir al trabajo humano en menos eficiente que el de los robots. La desocupación puede llevar a una crisis de los sistemas de seguridad social y a una crisis generalizada mundial. El crecimiento indefinido de la economía y la expoliación de los recursos naturales no se podrán mantener. Pueden agravarse los conflictos sociales, los mecanismos represivos, el control social, lo que se traduce en recortes de la democracia y la ciudadanía.

Por ahora, en general, los estados han aplicado una suerte de “keynesianismo de guerra”, dejando de lado las previsiones sobre el déficit fiscal. Se ha generalizado una demanda de mayor protección pública, lo cual podría llevar a un futuro o más justo o más autoritario, en nuestra ecuación de expansión o retracción de la ciudadanía.

El mayor desarrollo previo de la cultura cívica y participativa incide en la definición entre esas dos alternativas, que podrían traducirse en la atomización individualista o en mayores solidaridad e integración social. Acá el futuro está abierto, y lo mismo respecto del impacto de las tecnologías digitales de la comunicación. Podemos llegar a un mundo más atomizado, más vigilado y más digitado en las elecciones del consumo, o podemos habitar esos mundos digitales y ponerlos al servicio del aprendizaje colectivo y la generación de vínculos sociales y, por ende, de ciudadanía y democracia.

Las alternativas

Un efecto positivo de la actual situación ha sido la experimentación social ˗por ejemplo, las propuestas de renta básica˗, y en general la búsqueda creativa de alternativas. El pensamiento único del neoliberalismo decía que no las había, naturalizaba la acción de los mercados. Hoy todas las acciones que se proponen van en la dirección del refuerzo de los estados, y esto se acentuaría si la humanidad enfrenta otra crisis en las próximas décadas, como la vinculada al medioambiente.

Pero más allá de la coyuntura, el asunto es cómo serán las sociedades nacionales o la sociedad global que emerja de la pandemia. Es probable que el sistema mundial que emergió de la Segunda Guerra Mundial experimente cambios que impliquen un descenso de la influencia de Estados Unidos o que el multilateralismo ˗que no asumió un liderazgo en esta emergencia˗ o la propia globalización cedan espacio ante el proteccionismo y los estados nacionales.

Slavoj Zizek piensa que esta crisis acelerará una salida poscapitalista. Otros, en cambio, plantean que puede darse, como en otras crisis, una reestructuración y una mayor concentración y poder del capital.

El futuro es un territorio en disputa que se construye desde el presente y aquí; sin caer en el determinismo paralizante ni en la ingenuidad omnipotente, hay que convocar a la construcción deliberada del futuro, a la política y a la ampliación de la ciudadanía y la democracia.

Una alternativa sería lo que puede llamarse neoliberalismo autoritario, o sea el estado de excepción con toda la hipervigilancia que permiten las tecnologías, combinado con la libertad para los mercados. En las sociedades asiáticas se ha generalizado la implantación de millones de cámaras combinadas con técnicas de biovigilancia, que detectan, controlan y limitan la movilidad de las personas justificadas en la seguridad. Técnicas que podrían aplicarse también para controlar a la disidencia política u orientar las preferencias de consumo o las elecciones de la vida social.

En algunos estados la alternativa sería el llamado posfascismo, que implica proteccionismo, xenofobia y distancia con la globalización, con desigualdades sociales, exclusión social y autoritarismo dentro de las fronteras.

La otra alternativa es avanzar a una democracia participativa con profundización democrática tanto a nivel de los estados como en la construcción de la gobernanza mundial democrática. La ampliación de la ciudadanía a lo económico social, como reclama el manifiesto de los 4.000 intelectuales que llama a democratizar, desmercantilizar y descontaminar el trabajo.

Si la acción de los trabajadores fue imprescindible para sostener la economía y la sociedad en esta crisis, ellos no pueden ser un mero recurso productivo hoy y ser desechados más adelante por la lógica mercantil al universo de los desocupados. Eso implica afirmar la ciudadanía y la capacidad de decidir de los trabajadores en las empresas. Desarrollar la producción real, la inversión productiva, superar la financierización especulativa ˗la que antes prometía ganancias˗ a través del desarrollo de las fuerzas productivas, orientando los recursos a satisfacer las necesidades de la gente en salud, educación, vivienda y alimentación, implica el manejo de la economía con criterios de racionalidad y justicia.

La alternativa al caos y la desorganización de las sociedades por las consecuencias de la crisis ahora, y más adelante por los cambios tecnológicos y los impactos del cambio climático, pasa o por el darwinismo social y el aumento de la exclusión o por la gestión democrática de los recursos productivos y de la sociedad en su conjunto. Todo esto se vincula con la concepción llamada republicanismo, que concibe a la libertad como una construcción unida a la idea de emancipación de los sujetos que construyen una sociedad cada vez más libre, ideal, que nunca se alcanza totalmente.

Esto implica una lógica política que se propone la extensión de la democracia en el Estado, en la sociedad, en la producción y en la vida cotidiana. Al mismo tiempo, implica una lógica social con el desarrollo de la participación y el control social a todos los niveles, y una lógica económica, ampliando la ciudadanía a ese nivel. Supone la articulación del Estado y la sociedad civil reconociendo el valor de sus movimientos sociales, estimulando la participación y al mismo tiempo jerarquizando como imprescindible a la democracia representativa.

Plantear alternativas implica convocar las esperanzas en forma de solidaridades y de invenciones colectivas para imaginar nuevas modalidades de constitución de la ciudadanía. A este respecto, los actores de los cambios en las sociedades nacionales y en la sociedad global no están preconstituidos, se construyen en la práctica social y en la generación de un discurso que permita nombrar y darle un sentido a la realidad.

La defensa y la profundización democrática en nuestras sociedades, la integración regional como plataforma para articular con el mundo, construir la alianzas globales para una gobernanza mundial democrática siguen siendo hitos en ese tránsito.

Si con la pandemia lo normal ha dejado de serlo, entonces todo puede cuestionarse y reinventarse. No hay metafísica inmanente en la historia, la creamos o la destruimos nosotros.

Siguiendo a Freud, la reconstrucción de las sociedades y del mundo también podrá verse como una lucha entre Eros y Tánatos, entre la vida y la muerte.

La presencia de la muerte en la pandemia convocó en todos nosotros las pulsiones de vida, a salir lo más enteros y sanos, y también a soñar con el futuro. Paradójicamente, todo esto nos habilitó a hacerlo más que la rutina del pensamiento único neoliberal.

La salida por parte de Eros sería sobre la base de crear ciudadanía y sociedad, y una conciencia colectiva que supere el individualismo disgregante, con formas racionales y solidarias de convivencia social. De manera que Eros y Tánatos siguen actuando como principios de lucha, y nosotros seguimos estando al servicio de Eros. Y la vida sigue, así como la lucha por contribuir a crear nuevas sociedades.

Manuel Laguarda es psicoanalista y miembro del Comité Central y del Comité Ejecutivo del Partido Socialista.


  1. Balibar, E., La igualibertad, 2017. 

  2. Berlin, I., Cuatro ensayos sobre la libertad, 1993. 

  3. Valverde, M. J., La ilusión republicana, 2008. 

  4. Piketty, T, Le capital au XXI siècle, 2013.