El 8 de julio se cumplen diez años del incendio en la ex cárcel de Rocha. Sobrevivientes y familiares de los 12 muertos continúan exigiendo justicia. El Estado aún no asume la responsabilidad de la tragedia carcelaria más grande de la historia de Uruguay, y en muchas de sus prisiones continúa propiciando la muerte violenta de los reclusos.
Él dice “sigue todo igual, porque nunca hicieron nada”, y una no sabe si el que habla es él o la mismísima furia. Hace diez años, Fernando Méndez sobrevivió al incendio que mató a 12 personas en la ex cárcel de Rocha, pero todavía hoy espera que se reconozca que lo que pasó se podría haber evitado y que los responsables sean juzgados. ¿Qué puede ser, si no rabia, una década de injusticia?
“Alguien tiene que pagar, de la misma forma que nosotros cuando cometemos un delito tenemos que pagarlo. Yo ahora quiero que paguen quienes cometieron un delito conmigo”, dice Méndez. Él es uno de los 20 hombres que en la madrugada del 8 de julio de 2010 estaba encarcelado en la celda 2 de la ex cárcel de Rocha, donde algo o alguien desató el fuego. Se suponía que en esa celda, por sus dimensiones, no debía haber más de ocho personas. Era una pieza de casi 40 metros cuadrados, tenía siete ventanas tapadas con nailon y cartón, y un bañito con una abertura circular, del tamaño de un CD, que hacía de ventilación. A lo largo y ancho había ocho ranchadas (espacios de intimidad separados por mantas colgadas) y un tendedero de cables eléctricos enganchados con clavos a maderas.
La jueza Marcela López, que archivó el caso penal en 2012, no elaboró una relatoría clara sobre qué sucedió esa noche, y permitió la coexistencia de declaraciones contradictorias sobre las que no indagó; propuso que una manta cayó sobre una resistencia de ladrillo y alambres conectados a un tomacorriente y que eso generó el incendio, que la guardia perimetral dio aviso del fuego, y que los policías que estaban adentro inmediatamente abrieron la celda. No encontró responsables penales.
“Sé que hay culpables, pero ¿dónde están?”, pregunta Nelba Recalde, madre de Alejandro Gómez, que tenía 22 años cuando el fuego lo abrasó. “Yo sé clarito quiénes son y qué hicieron”, dice Mariela Sosa, madre de Matías Barrios, que murió con 19 años. Eduardo Mederos, que compartía celda con Méndez, Gómez y Barrios, también piensa que alguien tiene que pagar: “Tiene que haber un culpable, no puede quedar así. ¡12 muertes! No me entra en la cabeza”.
Desde el 10 de junio el ex parlamentario del Partido Nacional por Rocha José Carlos Cardoso tiene en su poder una carta escrita por Sosa y el padre de Matías, Mario Barrios, que se comprometió a entregar al presidente de la República, Luis Lacalle Pou. Allí los padres de Matías escribieron que quieren que se conozca la verdadera historia de la tragedia, y le solicitan al presidente que “por favor efectúe todo lo que esté a su alcance para que el expediente se desarchive y continúe la investigación, antes de que se cumplan los diez años”. Para ellos “sería inadmisible ver que una tragedia de esa magnitud, con 12 víctimas fatales, quede sin ningún responsable”.
Una década después de la tragedia, sobrevivientes y familiares de los muertos continúan reclamando justicia, porque están convencidos de que la versión judicial de los hechos difiere de lo que pasó. Méndez asegura que el incendio fue generado por un compañero de celda que acuchilló a otro y “tocó fuego”, porque enseguida, después de salir de entre las llamas, vio cómo escondía el cuchillo. Sobrevivientes y familiares están convencidos de que, sea cual sea el origen del fuego, hubo muertos porque la Policía demoró en abrir. Mantienen la esperanza de reabrir el caso penal, que prescribirá este 8 de julio.
Las mismas contradicciones, el mismo desasosiego
Las sospechas sobre la negligencia en el accionar policial no surgieron porque sí. Méndez, otros sobrevivientes y algunos muchachos que estaban presos en las celdas de enfrente a la 2 y vieron qué pasó, declararon ante López que Franco Machado (“el llavero Stuart”) demoró en abrir la puerta de la celda porque su superior, el comandante de guardia Daniel Machado (“el Carqueja”), le ordenó que no lo hiciera. Dicen que el llavero los destrancó minutos después, de puro desobediente.
Esto mismo dijo en octubre de 2015 el comisionado parlamentario penitenciario de entonces, Álvaro Garcé, cuando fue llamado a testificar en el juicio civil y reveló cuál había sido “la razón para que se diera la orden de no abrir el pabellón”: un “incidente anterior donde los guardias quedaron con el temor” de que los reclusos intentaran fugarse. “Me consta que hubo una demora justamente en virtud de esa orden. La orden existió de acuerdo a lo que declararon los funcionarios”, dijo Garcé. En julio de 2018 ratificó su testimonio públicamente durante una entrevista en un programa de televisión de Teledoce. Sin embargo, en el informe sobre el caso que presentó el 13 de junio de 2010 escribió otra cosa: que los funcionarios negaron la versión dada por los internos y que aseguraban que no había habido demora.
Lo cierto es que el fuego se desató en un edificio que fue regimiento de caballería en el siglo XIX y que está a dos cuadras de la plaza Independencia de Rocha, en el centro de la ciudad. Al momento del incendio, era un “inadecuado y obsoleto edificio” que recluía a más de 130 personas en un espacio donde se suponía que cabían sólo 50, según el informe de Garcé. En 2004, el Servicio Paz y Justicia había pedido su clausura; dos años después lo hizo Garcé, pero recién en 2012 la cárcel fue trasladada a las afueras de la ciudad. Mientras tanto, los reclusos continuaron presos allí, entre ellos Méndez, que después de haber pasado 51 días internado en el Centro Nacional del Quemado, fue encarcelado en la celda contigua. Hasta hoy el edificio mantiene los marcos de las ventanas carbonizados, escombros y cenizas.
Diez años sin asumir que propician la muerte
Las cárceles son lugares que favorecen la muerte. Sólo en los primeros siete meses de 2020 en esos establecimientos han muerto 27 personas, 22 de forma violenta: nueve se suicidaron, 13 fueron asesinadas. En las prisiones uruguayas se muere más y más joven que afuera, según el estudio Muertes en las cárceles uruguayas, elaborado por la socióloga Ana Vigna y el sociólogo Santiago Sosa. La muerte “ocurre de modo sigiloso y dosificado, sin generar mayores alarmas en la ciudadanía y sin presentar mejoras significativas en los últimos años”, concluyeron tras el análisis de los casos de personas que murieron bajo custodia penitenciaria entre 2006 y 2017.
Las condiciones en que están encerradas estas personas es uno de los problemas que, según el actual comisionado, Juan Miguel Petit, desembocan en violencia y muertes. Pese a que en la última década han mejorado, algunas prisiones continúan siendo más sobrevivibles que otras. En Artigas y Tacuarembó persisten las ranchadas. En varios sectores de las cárceles metropolitanas los presos se siguen calefaccionando con resistencias y tapando las ventanas y boquetes en las paredes con nailon, igual que hicieron los que estaban presos el día del incendio en la ex cárcel de Rocha. Según el comisionado, 27% de las cárceles tiene “condiciones de trato cruel, inhumano y degradante”, donde la “condición humana se ve seriamente afectada”.
Pese a que el Estado es garante de la integridad física y de la vida de quienes encarcela, y es responsable de la seguridad en las cárceles por mandato constitucional, aún no ha asumido responsabilidad por lo sucedido diez años atrás en Rocha. No ha pedido disculpas a las víctimas, pero sí ha presentado recursos absurdos para dilatar los juicios civiles y las ha obligado a gastar tiempo, dinero y energía en defenderse en largos y dolorosos procesos judiciales. Uno de los abogados, que prefirió no ser nombrado, aseguró que parte de la responsabilidad de que el juicio aún hoy no haya logrado una resolución la tiene el Ministerio del Interior (MI), ya que “la actuación procesal de sus representantes” evidencia “la intención de dilatar el juicio de modo de que pasara el tiempo”. Los familiares de las víctimas fatales y sobrevivientes ahora sólo quieren que el calvario judicial termine de una vez.
“¡Qué rabia! Estoy harta. Asqueada del manoseo”, dice Sosa. Su hartazgo llegó después de años de angustia y de haber transitado múltiples situaciones “ridículas”. La última se dio este jueves: ella y Mario Barrios, el padre de Matías, viajaron a Montevideo para que un perito les hiciera la primera evaluación psicológica. Servirá como prueba para el juicio civil de varias familias y sobrevivientes contra el Estado, que empezó en 2010 y aún está en etapa probatoria. Un día antes, el miércoles a las 17.45, Sosa y Barrios recibieron la notificación de que debían realizarse el estudio. Esa pericia había sido pedida al comienzo del caso por sus abogados, y después, por contar con pruebas que evidencian el daño sufrido y con los informes de sus psicólogos tratantes, la habían desestimado como prueba. Sin embargo, el MI les exigió –diez años después de la muerte de su hijo– que se la hicieran.
La responsabilidad del Estado “es clarísima” para uno de los policías que cumplían funciones en la Jefatura de Rocha el día del incendio. Conociendo la interna, considera que “es culpable de una negligencia total, mandando a la guerra a la Policía y a los reclusos”. También lo es para Diego Camaño, abogado penalista e integrante del Instituto de Estudios Legales y Sociales del Uruguay, que recientemente estudió el caso. “El Estado tiene que hacerse responsable, tendría que pedirles perdón a los familiares, indemnizarlos. [...] Todo eso el Estado lo puede hacer voluntariamente. En situaciones así entiendo que es lo que corresponde desde el punto de vista legal y ético”, comentó. Petit dijo que “sin duda” tendría que hacerse responsable. “El Estado, para estar plenamente legitimado y para llamar a los ciudadanos a rendir cuentas, también tiene que tener sus cuentas en orden y no las tiene con la enorme población penitenciaria”, indicó. Por ello en el informe que elaboró en mayo para la Comisión Especial de estudio de la ley de urgente consideración propuso que sea reparado todo daño causado por la omisión del Estado en cumplir con su mandato constitucional. Los legisladores no lo incorporaron.
El Estado, hoy gobernado por el Partido Nacional –acérrimo denunciante de la negligencia estatal en 2010–, no tiene respuestas ante lo sucedido. El ministro del Interior, Jorge Larrañaga, prefirió no hacer declaraciones. Tampoco contestaron las solicitudes de entrevista el ex ministro Eduardo Bonomi ni el actual senador Charles Carrera, en ese momento director general de Secretaría del MI. Aníbal Pereyra, ex intendente de Rocha y miembro del Movimiento de Participación Popular, al igual que Bonomi y Carrera, considera que el Estado no ha pedido disculpas porque “el problema de fondo es que la Justicia no pudo determinar claramente qué fue lo que sucedió”.
Memoria, ¿para qué?
Hasta ahora y “lamentablemente”, el Estado uruguayo “no tiene la costumbre” de hacerse responsable de los crímenes o negligencias que perpetra, dijo Mariana Mota, jueza e integrante del Consejo Directivo de la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo. Mota considera que asumiendo la responsabilidad, analizando y recordando qué sucedió, el Estado podría reconocerse en el error y modificar políticas públicas. “Es importante ese vínculo entre la memoria y el presente, y poder modificar actuaciones para que en el futuro esas cosas no vuelvan a ocurrir. Esos son los mecanismos que habilitan la memoria”.
Desde 2013, cuando la Intendencia de Rocha compró el predio donde estaba la ex cárcel, ha habido varias ideas sobre qué hacer con ese espacio. Pereyra aseguró que “sea cual sea el desarrollo urbanístico que se defina”, allí habrá “una referencia clara” que “recordará [la tragedia] desde el punto de vista de la memoria”. El director de Arquitectura y Planificación Urbana de la intendencia, Gino de León, precisó que en octubre de 2018 se elaboró un plan maestro para la construcción de las sedes del Poder Judicial y la Fiscalía. Se prevé dividir el terreno en tres; una sección será una plaza donde estará el memorial, otra será destinada a las oficinas judiciales, y el restante quedará a disposición de la intendencia para futuros planes.
Una década perdida
Méndez tenía 29 años cuando zafó de la muerte. Desde el Chuy y a través de una pantalla enumera las casi infinitas formas en que el fuego y después, y principalmente, el ninguneo estatal le arruinaron la vida. “Hace diez años estoy quemado pero a veces me miro y... me siento incómodo. Me miro y no quiero estar así. Yo no estaba así”, dice mientras se mira las manos. Se quemó 73% del cuerpo. Tiene injertos de piel en todo el cuerpo, y tres dedos doblados. Sufre de hemorroides y vértigo. No puede respirar profundo. Algunos días todavía sueña con fuego, gritos y tumbas. Aún hoy, y sin nunca haber contado con el apoyo de un psicólogo, pelea por dormir en paz. También pide que el Banco de Previsión Social le vuelva a conceder una pensión por invalidez, que le fue negada en 2018 porque ahora no es lo suficientemente inválido: en las hojas médicas se lee que le faltan diez puntos porcentuales.
Mederos tenía 44 años cuando zafó de la muerte, era “el viejo” de la celda y así lo habían apodado. Quedó ciego de un ojo y sordo de un oído. Arrastró una depresión muy fuerte hasta fines de 2016; cuenta que abrir un lavadero de autos lo ayudó a sobrevivir. “El tiempo mata todo. Y es eso. Pasaron los años y como que se van cerrando las heridas”, dice él, que enseguida aclara que no se puede olvidar del incendio. “Es imposible, me marcó mucho”.
Susana Cabral mantiene intacto el cuarto de su hijo, Alejandro Rodríguez, que murió en el incendio con 25 años. Sosa, la madre de Barrios, también. “No me pienso quedarme con los brazos cruzados hasta que paguen”, asegura Sosa. Pasaron diez años, y siguen exigiendo justicia. ¿Qué puede ser, si no rabia, una década perdida?