Chile vive hoy una triple crisis: política, sanitaria y económica, sostiene Juan Pablo Luna, profesor titular del Instituto de Ciencia Política/Escuela de Gobierno de la Pontifica Universidad Católica de Chile. Advierte que la clase política chilena pretende representar a una sociedad que desconoce. En contexto de pandemia, la elite apela a viejas recetas que antes funcionaban pero que hoy sólo profundizan la crisis. En un país con una sociedad civil fragmentada, sin organización sindical y con una enorme distancia entre los partidos políticos y la ciudadanía, el autor llama a recomponer una “economía moral que logre anclar un nuevo modelo de desarrollo”.


El Congreso de Chile aprobó el 23 de julio un proyecto que permite a los afiliados a las Administradoras de Fondos Previsionales (AFP) utilizar 10% de sus ahorros jubilatorios para hacer frente a la necesidad económica generada por la pandemia. El proyecto avanzó a pesar de la oposición activa del gobierno de Sebastián Piñera (quien llamó personalmente a varios legisladores de su coalición para intentar revertir su voto), de la “tecnocracia” y de los gremios empresariales. Estos últimos enviaron una solicitada a la prensa (“Aún es tiempo de enmendar el rumbo”), argumentando lo irracional de avanzar con un proyecto que deterioraba (aún más) las futuras jubilaciones, sin mencionar que los fondos de pensión constituyen parte muy significativa del capital de inversión de las empresas que dirigen.

En este trance, el gobierno de Piñera tensionó hasta el límite su coalición de gobierno (Chile Vamos) y perdió por goleada la votación en ambas cámaras. Mientras tanto, los tecnócratas (buena parte de ellos habituados a influir decisivamente en las políticas públicas, y no sólo en las de Chile) se tiran de los pelos tratando de entender cómo se llegó a aprobar un proyecto tan regresivo y “populista” como el del 10%, en un país otrora tan “serio” y racional. A algunos los escuché lamentar la rápida “argentinización” del país.

El trance del 10% ilustra la debilidad del gobierno, cuya aprobación ronda también el 10%, en un contexto en que Chile aparece entre los países con mayor tasa de contagios de covid-19 a nivel global. El 10% (el de las AFP) simboliza además la desesperación ciudadana ante el asedio de la crisis económica. Luego de meses de anuncios presidenciales y de un debate político bastante patético, que a estas alturas sólo interesa a sus protagonistas, la ayuda del Estado –el que tiene más margen fiscal para ayudar en América Latina– no ha llegado. En términos más generales, el 10% ejemplifica el colapso de la legitimidad del “modelo” y la desesperación, ante dicho colapso, de los actores de la clase política por intentar empatizar con una ciudadanía que los desprecia tanto como a los empresarios y a los tecnócratas.

¿Cómo se llegó a esto, si Chile ha sido visto –y se vio a sí mismo– como un modelo de desarrollo posible para América Latina, y fue frecuentemente elogiado por la tecnocracia económica internacional? La expansión creciente de la inversión chilena en América Latina también parecía hablar bien del modelo. No obstante, Chile vive hoy una triple crisis: política, sanitaria y económica. Lo particular de esa crisis es el componente político, y su interacción con la pandemia y la recesión económica.

Chile vive hoy una triple crisis: política, sanitaria y económica. Lo particular de esa crisis es el componente político, y su interacción con la pandemia y la recesión económica.

Pero la crisis política es también una crisis del “modelo”. Por esa razón, parece apropiado intentar comprender las causas del derrumbe. Esas causas exceden lo que usualmente se ha criticado como puntos débiles del modelo: la baja diversificación de una economía que basa su crecimiento en un portafolio reducido de productos primarios y en la especulación financiera y el retail; y la persistencia de altos niveles de desigualdad económica, aun en un contexto de baja significativa de la pobreza.

La crisis del modelo chileno se asocia a lo que el historiador económico Karl Polanyi denominó “la economía moral”. Según Polanyi, los ideólogos del libre-mercado usualmente olvidan que los mercados requieren anclajes sociales e institucionales para funcionar bien. Para Adam Smith, fundador del liberalismo económico, las instituciones reflejan meramente un equilibrio entre los intereses egoístas de quienes participan en una transacción. Sin embargo, crisis como la chilena denotan que los mercados no actúan en el vacío, sino que requieren, para funcionar y sostenerse, componentes no económicos que les otorgan legitimidad.

Esta visión, que tiene raíces profundas en la tradición sociológica (por ejemplo, en la concepción moral de orden de Emile Durkheim y Talcot Parsons), ha sido recuperada recientemente por el economista Samuel Bowles en su libro The Moral Economy, quien explora los riesgos en que incurrimos al “monetizar” esferas morales de la vida social. ¿Cómo entender la crisis del modelo chileno desde esta perspectiva?

Fila para solicitar información sobre el retiro del 10% de los ahorros jubilatorios. El 24 de julio en Santiago. foto: martín berntetti, afp

Fila para solicitar información sobre el retiro del 10% de los ahorros jubilatorios. El 24 de julio en Santiago. foto: martín berntetti, afp

Foto: Martín Bernetti, AFP

El estallido del 18 de octubre de 2019 y sus consecuencias ulteriores reflejan el colapso de la legitimidad social del “modelo”. Y esa es la razón de fondo por la que una elite perpleja, no sólo no logra encauzar la crisis, sino que la profundiza día a día al recurrir a un repertorio tradicional que súbitamente genera lo opuesto a lo que logró durante todos estos años. Aunque súbito, el estallido tiene raíces profundas y se fraguó en el largo plazo. Así lo refleja una de las consignas más populares del 18 de octubre: “No son 30 pesos, son 30 años”. Exploremos entonces qué pasó durante esos 30 años, y qué relación tiene con los componentes morales del modelo.

Desigualdad, políticas sociales y mercado

En la sociedad moderna, el bienestar de un individuo depende de la interacción entre su desempeño en el mercado, su acceso a redes de protección familiar/comunitarias, y la disponibilidad de políticas estatales de protección social. Si bien el Estado expandió significativamente sus políticas de protección social desde los años 90, lo hizo focalizando políticas sociales residuales en los segmentos más necesitados de la población. Aunque relevantes e incrementalmente más universalistas, esas políticas sociales no lograron desmontar los potentes mecanismos de reproducción de la desigualdad asociados a la clase social y el capital familiar.

En Chile el componente familiar y el de mercado predominan por sobre las políticas sociales en determinar la suerte de los individuos. Por ejemplo, el colegio al que uno envía a sus hijos es más determinante para su suerte que la trayectoria de educación terciaria que desarrollen después. Las redes del colegio priman más que los méritos educativos, en un contexto en que no más de diez colegios son los que resultan clave para la reproducción social de la elite. La salud y las pensiones a las que cada uno accede también dependen fuertemente de la suerte que uno tenga en el mercado. De ahí la regresividad de la fórmula del 10%.

En Chile el componente familiar y el de mercado predominan por sobre las políticas sociales en determinar la suerte de los individuos.

Al igual que en varios otros países latinoamericanos, la desigualdad también se manifiesta fuertemente en clave territorial. En Santiago, a 15 kilómetros de distancia existen 20 años de diferencia en la esperanza de vida promedio de quienes habitan en una u otra municipalidad. Mientras en una municipalidad 40% del territorio corresponde a áreas verdes, en la otra todo el territorio está edificado. El Estado, la política y sus instituciones funcionan de modo muy diferente en uno y otro contexto. En la municipalidad donde la gente vive menos, el crimen organizado ha avanzado en los últimos años, corrompiendo a las fuerzas de orden y logrando colonizar la política local y esferas relevantes de la vida comunitaria. La informalidad cunde (¡no muchos tienen AFP!), y la capacidad relativa del Estado es débil. En los colegios de esa municipalidad (que no son los diez de arriba), los niños aprenden desde temprano que deben esconderse debajo de su cama cuando comienzan las balaceras, o cuando Carabineros allana violentamente su vivienda.

Fragmentación de la sociedad civil

El carácter fuertemente individual del riesgo social, un rasgo especialmente marcado en Chile, tiene también relación con la alta fragmentación y la debilidad de la sociedad civil. Por un lado, las características del sindicalismo son tributarias de las reformas introducidas bajo la dictadura de Augusto Pinochet, con las que se buscó (y se logró) quebrar al mundo sindical. En Chile no existe la negociación colectiva ni la coordinación sindical por rama. En cada empresa, y en cada local de una empresa, es usual encontrar varios sindicatos en competencia. En su defecto, no hay sindicatos en la empresa.

La fragmentación también es evidente en el mundo de la sociedad civil. A nivel barrial, la lógica de proyectos en la asignación de fondos estatales orientados al desarrollo social promovió la fragmentación y la competencia de organizaciones sociales y comunitarias. Así, organizaciones pequeñas compiten entre sí por generar proyectos que logren obtener algún fondo de promoción estatal, aun cuando estén a dos o tres cuadras de distancia y busquen el mismo objetivo. Terminan enemistadas y compitiendo por recursos escasos.

Partidos y dinámicas políticas

El funcionamiento de los partidos políticos en el Chile posdictadura es también fundamental para comprender la matriz sociopolítica sobre la que se montó el modelo. Antes de 1973, el sistema de partidos chileno poseía altos grados de penetración organizacional y legitimidad. El sistema no sólo se anclaba en una amplia oferta programática, sino también en un sistema de intermediación de favores a través del acceso que los partidos políticos tenían (y compartían) al aparato estatal. Era una política menos técnica, pero más legítima. En la posdictadura, la oferta programática se redujo (el consenso sobre los elementos fundantes del modelo se volvió predominante en ambas coaliciones mayoritarias), al tiempo que los partidos y el Estado (ahora privatizado y “eficiente”) se retiraron del territorio y perdieron penetración organizacional en la sociedad. Aunque aparentemente fuertes según indicadores comparativos que se fijan en la “forma” del sistema y no en su “contenido”, el sistema de partidos chileno es desde hace muchos años un gigante con pies de barro.

Las diferencias entre ambas coaliciones mayoritarias, fuertemente asociadas al apoyo u oposición a la dictadura de Pinochet, fueron perdiendo fuerza como herramientas de movilización electoral, también atenuadas por el consenso (“la democracia de los acuerdos”). Mientras el sistema de partidos reificaba los acuerdos y vilificaba el conflicto político, el padrón electoral se fue envejeciendo (las nuevas generaciones no se inscribían en el registro) y las tasas de participación electoral comenzaron a declinar. Aun luego de una reforma que volvió el registro automático y universal (pero que instituyó el voto voluntario), el presidente Piñera fue electo en segunda vuelta con 26,7% del padrón electoral (54,6% del 49% de los inscritos para votar que sufragaron en la elección).

Al mismo tiempo, los elencos partidarios se fueron retrayendo territorialmente, mientras que los políticos comenzaron a ser percibidos como los mismos de siempre, asociados a los diez colegios, al barrio alto, a los empresarios y a la tecnocracia.

Al mismo tiempo, los elencos partidarios se fueron retrayendo territorialmente, mientras que los políticos comenzaron a ser percibidos como los mismos de siempre, asociados a los diez colegios, al barrio alto, a los empresarios y a la tecnocracia. Esto generó dos consecuencias: la irrupción de candidaturas fuertemente personalistas (cuya movilización electoral dependía del personaje y no de su partido) y la activación progresiva de espasmos de protesta, sin vínculo con los partidos, que llevaban la política a la calle en oposición a la política institucional de la elite. Pero la protesta no tiene líderes visibles ni mayor articulación organizacional. Opera sobre una sociedad quebrada, que sólo genera acción colectiva para salir a la calle. Por eso es que ante el estallido, Piñera no tuvo con quién negociar. Y así, sólo atinó a reprimir, generando un espiral que sólo cedió con la pandemia.

Aunque la irrupción del Frente Amplio como tercera fuerza electoral en la elección de 2017 está asociada a la construcción de partidos políticos surgidos de la protesta estudiantil de 2011, los liderazgos que dejan la calle y saltan a la arena institucional usualmente pagan costos en su legitimidad. La articulación, y la construcción de partidos, deslegitima. Por otra parte, el Frente Amplio representa más un corte etario que de clase: son los hijos de la elite que pretenden representar a los pobres. Pero no los conocen, ni han hecho esfuerzos por implantarse en el territorio.

Como consecuencia, el sistema político está hoy más fragmentado y polarizado, aunque es también un sistema más personalizado, donde los partidos como organización pesan menos. Sigue siendo, además, un sistema autorreferenciado: no tiene vínculos ni conoce a quienes “representa”. A cambio, intenta sondearlos mediante encuestas y redes sociales, al tiempo que testea candidaturas y discursos buscando armar una “coalición de domingo” exitosa para la próxima elección. No muchos entienden que para gobernar eso no alcanza.

En este contexto, durante los últimos 15 años se fueron sucediendo escándalos de corrupción que involucraron a personeros de todo el espectro político. Dichos escándalos, cuyos protagonistas sortearon con penas irrisorias sus faltas, expusieron la colusión entre intereses empresariales, la “clase” política, las Fuerzas Armadas, Carabineros y la iglesia católica. Los escándalos también involucraron la acción del Estado chileno en la Araucanía, en un contexto marcado por el conflicto mapuche y la irrupción de la industria forestal, así como la colusión entre políticos y empresarios mediante la que se intercambiaba financiamiento electoral por una regulación conveniente de mercados clave para la vida de la ciudadanía (desde el mercado financiero, pasando por el monitoreo de impacto en zonas de “sacrificio ambiental”, al mercado de la pesca o el precio del papel higiénico).

Fila para solicitar información sobre el retiro del 10% de los ahorros jubilatorios. El 30 de julio en Santiago.

Fila para solicitar información sobre el retiro del 10% de los ahorros jubilatorios. El 30 de julio en Santiago.

Foto: Alberto Valdes, EFE

A estas alturas cabe plantear dos cuestiones que parecen obvias: ¿cómo aguantó tanto tiempo el modelo? ¿Cómo la elite chilena aún no logra entender por qué el sistema entró en crisis, ni calibrar la profundidad de su derrumbe? Aunque no lo parezca, la respuesta a ambas preguntas es la misma: el proceso acelerado de modernización económica que vivió Chile en los últimos 30 años y la movilidad social que dicho proceso facilitó generaron una legitimación por defecto. Aunque financiada con endeudamiento y fuertemente vulnerable a las vicisitudes del mercado, de la familia y de la salud, la incorporación social que el modelo ambientó hizo posibles procesos de movilidad social intergeneracional tangibles, así como la ampliación de capas medias (vulnerables) y su incorporación al consumo. Esa misma faceta del modelo consolidó la autopercepción de éxito de una elite encerrada cada vez más en sus lógicas y en sus barrios, que se percibía y se “vendía” al mundo como responsable de haber sacado a Chile de América Latina.

El problema es que los buenos indicadores de pobreza, e incluso los de desigualdad, escondían otras desigualdades.1 Esas otras desigualdades, que afectaban la dignidad y la calidad de vida de una mayoría provisoriamente apática, comenzaron a asociarse al resentimiento contra la elite. Los “techos de cristal” que terminaron frustrando las aspiraciones de movilidad social (aun cuando la ciudadanía se endeudó para pagar una mejor educación) y la vulnerabilidad de las familias, comenzaron a ser politizadas como la contracara de la colusión entre los políticos, los empresarios, y las instituciones del Estado. El “abuso” de la elite quedó progresivamente al desnudo.

Desde su burbuja, la elite aún no entiende que el clamor popular por el “10%” no refleja irracionalidad económica y “populismo”, sino una mezcla de desesperación, desesperanza (por lo que esperan del Estado), y profundo resentimiento contra la elite y sus símbolos (las AFP entre ellos). La elite tampoco logra entender todavía de dónde salieron unos “alienígenas” a romper todo en octubre. Pensando que Carabineros es “la policía menos corrupta de América Latina”, tampoco entienden cómo en los barrios populares se apedrearon de modo sistemático y sostenido, durante meses, más de 300 comisarías. En el contexto de la pandemia, hoy se sorprenden de los problemas que tiene el Estado chileno (“el más capaz de la región”) para llegar con ayuda a los barrios marginales, donde no tiene referentes ni músculo organizacional.

Operando desde esa burbuja, Piñera apostó todas las fichas a manejar exitosamente la pandemia de la covid-19 como el salvavidas de su gobierno. Sólo logró profundizar la crisis, ilustrando las desigualdades que produce el “modelo” entre ricos y pobres, al tiempo que logró posicionar muy bien a Chile en los rankings internacionales (de muertos). Se podría escribir mucho y muy largo sobre Piñera y su autismo presidencial. Lo he hecho extensamente en otras notas.2 Pero el problema excede a Piñera y a su gobierno.

Esa misma faceta del modelo consolidó la autopercepción de éxito de una elite encerrada cada vez más en sus lógicas y en sus barrios, que se percibía y se “vendía” al mundo como responsable de haber sacado a Chile de América Latina.

La clase política chilena, y esto incluye a los sectores de la nueva izquierda, pretende representar a una sociedad que desconoce y con la que la separan profundas diferencias de clase y experiencia de vida que hoy se han politizado. Los “viudos” del modelo, entre ellos los tecnócratas, claman hoy por el diálogo y la moderación. Y apuestan, aunque cada vez menos, porque se sienten arrinconados por la polarización del debate político, a que el proceso constituyente a plebiscitarse en octubre provea una instancia propicia para superar la crisis. Lo que no ven es el desafío fundamental de que ese “diálogo” trascienda las fronteras del barrio alto y sus diez colegios. Aunque funcionó durante mucho tiempo, hoy ya no importa qué diseño institucional y qué políticas públicas discutan entre ellos.

El modelo y sus instituciones están vacíos de legitimidad y no pueden volver a funcionar aunque toda la elite se ponga de acuerdo. Lo que se debe recomponer, en un marco de participación amplio, es una economía moral que logre anclar un nuevo modelo de desarrollo. Y eso es mucho más complicado de lograr que diseñar una nueva Constitución.

Juan Pablo Luna es profesor titular del Instituto de Ciencia Política/Escuela de Gobierno de la Pontificia Universidad Católica de Chile, e investigador asociado del Instituto Milenio Fundamentos de los Datos y del Center of Applied Ecology and Sustainability (CAPES).


  1. Véase Desiguales (2017), PNUD-Chile. 

  2. Pueden consultarse en este enlace